Kingsbury hizo un gesto de contrariedad. Las grandes petroleras eran cada vez más descaradas y desafiantes, y blandían sus fáciles beneficios como un estandarte en la mismísima cara de los legisladores de todo el mundo, pidiendo más y más exenciones fiscales, mientras que, llevadas por una codicia desbordante, usaban los miles de millones que les sobraban para absorber a empresas más pequeñas.
Una chispa de furia brilló en sus ojos grises al recordar la oferta de compra que la compañía de Larsen había hecho por la ConPacCo seis meses atrás. Kingsbury había luchado en los tribunales, en la sala del consejo y en las bolsas de valores. Sólo el anuncio público del descubrimiento de un nuevo yacimiento de gas natural había hecho subir como la espuma sus acciones y había frustrado la absorción. Kingsbury sonrió; habían ganado porque de repente se convirtieron en un bocado demasiado grande para el gigante del petróleo. Kingsbury y un puñado de empresas petroleras independientes eran lo único que impedía que los gigantes perdieran la escasa honestidad que les quedaba. Siempre había puesto en situación embarazosa a las grandes empresas denunciando las mentiras que contaban al Congreso y al pueblo norteamericano.
Según ellos, no podían pagar impuestos y hacer prospecciones. El refutaba ese argumento demostrando que pagaba impuestos y encontraba más yacimientos que ellos. Esas asquerosas babosas que dirigían las firmas más importantes del mundo no reconocerían a la libre empresa aunque se tropezaran con ella y cayeran de culo encima.
El desvío hacia el lago Albano puso coto a sus desbocados pensamientos. Sin problemas, salió de la autopista de varios carriles a la carretera de dos que llevaba hacia el sur. ¿Qué le estaría esperando en Albano? ¿Y por qué habrían dejado caer con tanto misterio el nombre de Vance Erikson? Vance había intentado ponerse en contacto con él dos o tres días antes, pero el mensaje que le transmitió su secretaria no revestía ninguna urgencia especial. Por otra parte, la falta de un número donde poder encontrarlo tampoco era nada nuevo. El joven a menudo se embarcaba en expediciones a lugares donde no había teléfono. Sin embargo, la ansiedad seguía atormentando a Kingsbury.
El sol estaba prácticamente en su cénit cuando atravesó Gandolfo. En lo alto, dominando el lago, estaba Castel Gandolfo, la residencia de verano del papa. Kingsbury echó una mirada a las instrucciones que le había enviado Larsen y siguió adelante hasta Albano, donde tomó dirección nordeste y, por una carretera llena de curvas, se dirigió al colli Albani, el más alto de los picos que rodeaban el lago.
Larsen en persona salió a recibirlo. Estaba esperando al otro lado de las enormes verjas de hierro de la villa. Una vez el Mercedes dentro, dos guardias armados cerraron la verja y volvieron después a su caseta de piedra blanca junto a los muros de la casa. Sonriente, Kingsbury se inclinó para abrir la puerta del acompañante.
—¿Te apetece un paseo?
Larsen lo retribuyó con una sonrisa visiblemente forzada.
—Sí, gracias —respondió—. Estaba dando un paseo cuando has llegado.
«Todavía crees que es rebajarse admitir que has salido a recibir a alguien, ¿verdad, Merrian?», hubiera querido decir Kingsbury.
—Andar es una costumbre saludable —dijo en cambio.
—Especialmente por un lugar como éste.
Kingsbury gruñó en su interior. Ya había oído todo eso antes, pero Larsen empezó a explicarlo otra vez: jardines de seiscientos años de antigüedad; capilla bendecida por el papa en persona, villa de cincuenta y nueve habitaciones construida en 1602.
—Le costó a la compañía cuarenta millones de dólares, todo deducible de impuestos —añadió Larsen.
Kingsbury aún no había detenido el Mercedes en el paseo circular frente a la mansión de piedra gris, con sus honacinas y sus querubines y la consabida fuente, cuando unos hombres jóvenes ya bajaban por la escalinata de mármol para abrir las puertas del coche. «Lameculos licenciados en administración de empresas —pensó Kingsbury con desprecio—. Para triunfar confían más en su eficiencia como eunucos de corte que en su genio para los negocios».
—Buenas tardes, señor Kingsbury. Buenas tardes, señor Larsen —gorjearon los jóvenes.
El interior de la villa era exactamente como la mayoría de las personas imaginaban que vivían los magnates del petróleo, mientras las empresas petroleras intentaban convencerlos de que no era así. Kingsbury pensó con acritud que, si los esforzados propietarios de clase media que a duras penas podían pagar sus hipotecas pudieran ver a qué se dedicaban los impuestos que ellos pagaban, habría sangre en las calles. En sentido figurado, no estaría nada mal, pensó Kignsbury, pero literalmente tampoco.
El vestíbulo era un enorme espacio con un suelo de mosaico. No había abrigos que dejar, de modo que el mayordomo permaneció discretamente detrás de una columna de mármol marrón y crema después de cerrar la puerta tras ellos.
—Por aquí —dijo Larsen lacónico.
Kingsbury lo siguió por un largo pasillo cubierto por una alfombra con un intrincado dibujo dorado y azul. Se detuvo un momento para estudiar el diseño y vio que era el logotipo de la empresa. En el medio del corredor, cuatro arcadas formaban un grandioso techo abovedado, en el centro del cual había una enorme araña de cristal.
—Waterford —comentó Larsen al pasar por debajo.
Atravesaron habitaciones con esculturas y frescos en los que Kingsbury reconoció la mano de Mifliara y Hayez, obras inestimables de artistas menores conocidos. Por fin, tras recorrer más de cien metros, llegaron ante un conjunto de puertas dobles de nogal de color marrón oscuro con herrajes de bronce brillantemente bruñido. Les abrió un hombre impasible de traje gris, que parecía una mala versión de un agente de la CIA. Cuando se inclinó para accionar el picaporte, pudo verse una cartuchera bajo su axila.
Las puertas se cerraron. Kingsbury se quedó de pie en el centro de la habitación, contemplando los muebles de estilo neoclásico y todas las antigüedades auténticas. Se quedó mirando incrédulo un fresco que llevaba el sello inconfundible de Leonardo, pero era para él una obra totalmente desconocida. Haciendo caso omiso de la mirada divertida de Larsen, Kingsbury se acercó con aire reverente y lo examinó con atención. Reparó en que había sido extraído de alguna otra pared para encastrarlo en aquélla. Pero ¿de dónde habría salido? Los historiadores a menudo señalaban la escasez de obras de arte de Leonardo. ¿Dónde estaban y, específicamente, de dónde provenía aquélla?
—Por favor, siéntate, Harrison.
Kingsbury se estremeció ante la familiaridad con que Larsen pronunciaba su nombre de pila, pero de todos modos apartó a regañadientes la vista del fresco y se decidió por un sillón de brocado de respaldo recto. El fresco resaltaba con osadía por encima de las paredes pintadas de color aguamarina, dominando la estancia.
—Sí, es auténtico —dijo Larsen, siguiendo la mirada de Kingsbury, y continuó con aire conspiratorio—: Pero no nos gustaría que los comités del Congreso se enteraran de que lo tenemos, ¿verdad?
—Ya sabes lo que pienso al respecto —contestó Kingsbury con sequedad.
Larsen asintió con aire indulgente.
—Sí, lamento decir que conozco tu posición… sobre ésa y sobre muchas otras cosas.
Los dos hombres se quedaron mirándose fijamente y en silencio. Eran dos contrincantes que esperaban la señal del árbitro para empezar.
Kingsbury habló primero.
—Pero no nos hemos reunido aquí para hablar de arte, ¿no es cierto?
—En cierto sentido, sí —intervino una tercera voz.
Sorprendido, Kingsbury se volvió en su asiento y miró hacia atrás, hacia la esquina de la enorme habitación. Tan absorto había estado en el fresco de Leonardo que no había reparado en el joven de pelo color arena que en ese momento se acercó y se sentó en el otro extremo del sofá de Larsen.
—¿Kimball, no? —se dirigió a él Kingsbury recobrando su aplomo.
El hombre esbozó un asomo de sonrisa.
—No creía que se acordara.
—¿Cómo no iba a acordante? ¿Cuándo fue? —Kingsbury hizo una pausa y frunció los labios con aire pensativo—. Hace cinco años, cuando usted y su jefe me arrastraron contra mi voluntad a su pequeña guarida de ladrones. La Delegación de Bremen. —Pronunció las últimas palabras con punzante ironía.
—Eso no me parece justo, Harrison. —Ahí estaba otra vez, pensó Kingsbury. ¿A qué venía tanta familiaridad?—. Jamás he sabido que hicieras nada contra tu voluntad —continuó Larsen—. Aunque Dios sabe que lo he intentado.
«Cierto», pensó Kingsbury. Había aceptado la invitación para unirse a la delegación con serias reservas, sólo porque pensaba que lo ayudaría a tener mejor vigilados a sus enemigos y a enterarse de qué tramaban. La estratagema no había dado buenos resultados, y, aparte de algunos contactos provechosos con funcionarios del gobierno de Japón y de Europa, no veía que el hecho de pertenecer a la delegación lo hubiera beneficiado mucho. Asustados por sus puntos de vista atrevidos y populistas, los miembros de ésta lo dejaron fuera del círculo más íntimo. Jamás había entendido por qué lo invitaron.
—Sí… bueno —respondió Kingsbury—. O mucho me equivoco, o mi pertenencia a la delegación no es el objetivo de esta encerrona.
Frunció el ceño cuando Kimball cambió de postura y pudo ver una especie de cuchillo en una funda dentro de su chaqueta. «Esto es cada vez más extraño», pensó Kingsbury.
Se produjo una larga y embarazosa pausa.
—Señor Larsen —dijo Kingsbury por fin—, sé que no estamos aquí para hablar de frescos. Tengo una empresa que dirigir, de modo que le pido que vayamos al grano.
El grano, según había supuesto Kingsbury, sería una propuesta de fusión. Al cabo de unos segundos iba a darse cuenta de lo equivocado que estaba.
—Tiene que ver con tu… empleado,
Harrison
—Larsen pronunció el nombre con un tono irritado—. El señor Vance Erikson.
—Al parecer —intervino Kimball—, ha estado participando en una actividad muy poco habitual para un geólogo prospector. Durante las últimas semanas, ha estado gastando grandes cantidades de dinero para introducirse en los círculos davincianos.
—Tengo total conocimiento de eso, señor Kimball. Leonardo forma parte de su función —le espetó Kingsbury.
—Pero ¿sabía usted que, por lo visto, ha participado también en algunos acontecimientos… desafortunados? —continuó Kimball—. Algunos acontecimientos cuyas consecuencias han producido algo más que sorpresa.
—Vance es una persona muy poco convencional —cortó Kingsbury tajante—. Si tiene éxito es porque, al igual que yo, no se deja atrapar por la rutina, como la mayor parte de la gente.
—Vaya. —Larsen exhibía una sonrisa desagradable—. ¿Consideras que el asesinato es una forma aceptable de evadirse de la rutina?
Kingsbury se echó hacia atrás como si lo hubieran abofeteado.
—No puedo creer que…
—Asesinato, Harrison, asesinato.
—¡No me lo creo!
Kimball se inclinó y le pasó a Kingsbury un periódico abierto en una página determinada. Era el ejemplar de ese día de
II Giorno
, de Milán, con un artículo señalado con rotulador rojo. Kingsbury cogió el periódico. Un momento después lo devolvió.
—Aquí no dice nada de que busquen a Vance por asesinato. Sólo que la policía de Milán quiere interrogarlo en relación con el asesinato de otros tres expertos en Da Vinci, lo cual es por completo natural. Vance colaboraba estrechamente con ellos, y su propia vida podría estar también en peligro.
Larsen dedicó a Kingsbury una sonrisa de chacal.
—¿Sabías que Vance estuvo implicado en un tiroteo en el que hubo tres muertos?
Kingsbury negó con la cabeza y reparó en que ahora lo había llamado Vance. Larsen seguía hablando:
—¿Sabías que había muerto una camarera por una bomba colocada en su habitación? ¿Que Vance visitó a un abogado de Bellagio e instantes después mataron al abogado y a un fraile? ¿Que testigos presenciales han identificado a Vance como el asesino? ¿Y sabías además que Vance entró por la fuerza en el Castello Caizzi y que, después de que se hubo marchado, el conde fue encontrado muerto de un disparo?
—¿Qué es lo que pretendes decirme? —contraatacó Kingsbury Furioso—. ¿Que Vance Erikson fue responsable de todo eso? Pero vamos, ¿es que quieres tomarme el pelo?
Larsen movió la cabeza con fingida tristeza.
—Nunca te he tomado el pelo, Harrison. En treinta años, siempre has sido tú quien lo ha hecho conmigo.
Kingsbury pasó por alto este comentario.
—¿Qué intentas decirme, Larsen? Déjate ya de rodeos y, por una vez en tu vida, di lo que quieres decir sin irte por las ramas.
—La policía de Milán ha dado con cierta información que implica a tu muchacho en todo eso. Se marchó de esa ciudad después de un tiroteo en el que, dicho sea de paso, murió el guardaespaldas que le habías asignado. —Observando con satisfacción la expresión de alarma de Kingsbury, continuó—: Voy a contarte una pequeña historia, Harrison. Creo que te abrirá un poco los ojos.
Una hora más tarde, Harrison Kingsbury abandonaba la sala sin una mirada siquiera al fresco de Da Vinci. Su paso ya no tenía la elasticidad de siempre y sentía un vacío inmenso en el corazón.
Lo había hecho
, eso era lo único que podía pensar; Larsen lo había conseguido por fin. Un hombre al que despreciaba le había dado jaque mate. Humillado, Kingsbury se sentó al volante del Mercedes alquilado y condujo lentamente de vuelta hacia Roma. Por primera vez en su vida se sentía viejo.
La luz de la mañana fue llegando sobre retazos de sueños, un placer más fugaz que el rocío cuando el estival sol italiano asciende lentamente en el cielo.
Vance Erikson notó que era de día antes incluso de ser consciente de ello. Al otro lado de las ventanas cerradas, las personas hablaban, trabajaban, vivían. Los sonidos se entremezclaron con sus sueños hasta que las frágiles hebras de realidad se fueron anudando y lo atrajeron al fin suavemente hacia la vigilia.
Entreabrió apenas los párpados y, tras varios intentos, consiguió enfocar la vista a la vez que trataba de recordar dónde estaba. Miró a Suzanne tendida a su lado y la confusión se transformó en alivio. Ahora sabía por qué esa noche no lo habían visitado las recurrentes pesadillas.
Incorporándose sobre el codo izquierdo contempló el rostro de ella. Su pelo cobrizo se incendiaba con el reflejo del sol mañanero que había conseguido atravesar las cortinas. Sonreía levemente en sueños.