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Authors: Lewis Perdue

Tags: #Intriga, #Histórico

El legado Da Vinci (8 page)

—Por supuesto, la tecnología de 1499 no estaba a la altura de la mentalidad de Leonardo. Sus ideas eran imposibles de poner en práctica en aquella época porque era preciso realizar avances en metalurgia, electrónica y química que no existían. Es importante darse cuenta de que sus inventos eran ideas prácticas que tuvieron que esperar a que los tiempos evolucionaran.

»Nadie sabe esto mejor que el grupo industrial Krupp. —Vance salió de detrás del podio y se colocó a un lado con el codo derecho apoyado de forma natural sobre él mientras seguía hablando—: Aunque la familia Krupp llevaba fabricando armas desde el siglo XVI, en el siglo XIX pasó por momentos difíciles, hasta el punto de que, en 1870, estaba al borde de la bancarrota. Pero entonces Alfred Krupp descubrió un dibujo, hecho por Leonardo, de un cañón que se cargaba por la recámara.

»Se trataba de una innovación radical. Los artilleros ya no tendrían que exponerse al fuego enemigo cargando sus armas por la boca, y Krupp decidió construir el cañón de Leonardo. El resto es historia: el diseño de ese cañón revitalizó la fábrica Krupp y la compañía se transformó en el mayor productor de armamento militar del mundo, llegando a proporcionar el armamento pesado y la potente artillería del Blitzkrieg de Hitler.

»Piensen un momento —prosiguió, bajando la voz—. Una idea de un genio del siglo XV estuvo a punto de derrotar a los ejércitos de varios países en una guerra del siglo XX. —Hizo una pausa. En la sala reinaba el silencio. L0 único que se oía era el murmullo del aire acondicionado—. Es asombroso darse cuenta de hasta qué punto el genio de este hombre sigue teniendo hoy influencia.

»Y más asombroso aún si pensamos que Leonardo odiaba la guerra. La llamaba
bestialissima pazzia
, la más bestial de las locuras. Y sin embargo seguía inventando armas, porque sabía que lo único peor que librar una guerra es perderla. Por eso diseñó más cañones y trazó fantásticos proyectos de catapultas y ballestas para sus contemporáneos, y submarinos y helicópteros para los nuestros. De hecho, uno de sus inventos, un dispositivo de cojinetes, tuvo que ser inventado de nuevo por la Sperry Gyroscope Corporation para poder aplicarlo al instrumental de navegación de sus bombarderos. Los códices de Leonardo contenían ya esbozos de precisas estructuras de cojinetes que los científicos e ingenieros modernos llevan años tratando de reproducir.

El ambiente en la sala de conferencias era electrizante. Todas las miradas estaban fijas en Vance, aparentemente contagiadas de su entusiasmo. Hasta Suzanne Storm contemplaba inmóvil, como en trance, la figura del podio.

—Y eso por hablar sólo de los códices que no se han perdido. Sabemos que a lo largo de los siglos se han extraviado o destruido miles de páginas de Leonardo. ¿Qué sorpresas podrían habernos deparado? ¿Qué lecciones, o qué peligros podían contener?

»Recuerden que, en su carta al duque Sforza, Leonardo ponía el acento en sus conocimientos militares y le contaba que había inventado una arma tan espantosa que dudaba de plasmarla en papel por temor a que cayera en manos de hombres sin escrúpulos. Algunos eruditos piensan que se refería al submarino, pero otros creen que hablaba de un invento todavía por descubrir y que estaba en alguno de los documentos que se han perdido.

»Sean o no ciertas estas suposiciones, o puedan o no ser demostradas —continuó Vance—, la lección perdurable que podemos sacar de Leonardo como hombre es que era un visionario, un visionario pragmático. Odiaba la guerra, pero también se daba cuenta de que era inevitable. Y, en consecuencia, veía la necesidad de inventar armas para que los suyos pudieran salir victoriosos. Leonardo lo explicó con sus propias palabras: «Cuando se está sitiado por ambiciosos tiranos, hay que encontrar un medio de ataque y defensa que permita preservar el don más preciado de la Naturaleza, que es la Libertad».

»Y eso sigue siendo válido en nuestros días —concluyó.

Los aplausos sacudieron la sala. Sonriente, Vance recogió sus papeles y dio las gracias, pero sus palabras quedaron ahogadas por el estruendo de la ovación. Sin embargo, la sonrisa se borró de su rostro cuando bajó de la plataforma y su guardaespaldas, con buenas maneras no exentas de firmeza, se colocó a su lado. Saludó a Vance con una inclinación de cabeza muy profesional y después no dejó de recorrer la sala con la mirada para anticiparse a cualquier peligro que pudiera surgir.

La ponencia de Martini era la última de aquella tarde. Después había un cóctel. Cuando Vance hubo terminado de saludar a los admiradores reunidos en la sala de conferencias y consiguió salir al patio donde se celebraría la recepción, eran casi las seis de la tarde. Vio con desaliento que Suzanne Storm se abría paso entre la multitud y se acercaba a él. Se preparó para el ataque.

Llegó junto a Vance cuando éste estaba pidiendo una copa al barman.

—Los ha dejado con la boca abierta. —En su voz había una calidez inusual.

—Supongo que eso me supondrá un nuevo punto negro en su libro —replicó Vance y la miró por encima del borde de su vaso de frío vino blanco. Captó un breve destello de furia en los ojos verdes de Suzanne.

—Bueno, sólo si quiere interpretarlo así —respondió ella con sequedad—. En realidad pretendía hacerle un cumplido.

—¿Un cumplido? ¿Usted? —Vance meneó la cabeza con escepticismo—. Lleva usted dos años… —Pero entonces se contuvo, tomando conciencia de repente de que ese día había algo diferente en su talante.

—Siga —lo animó ella—. Iba a decir algo.

Se la quedó mirando. ¿Le estaba tendiendo una trampa? ¿Estaría mostrando su lado más amable para desarmarlo y a continuación asestarle la puñalada? Tomó aire para dominar su ansiedad y reprimir las ansias de lanzar una ofensiva para protegerse.

—Iba a decir que, teniendo en cuenta los dos últimos años, un cumplido suyo sería lo último que podría esperar.

—Sí… bueno. —Lo miró. Quería pero no podía decir que lo sentía. Todavía no tenía pruebas de haberse equivocado. Sin embargo…

—¿Sí, bueno? —la ayudó él para romper el silencio.

Ella trató de encontrar las palabras adecuadas, algo que permitiera continuar la conversación en un tono amistoso, pero que a la vez no significara una recapitulación.

—Verá, es que mi revista tiene un nivel y…

—Y yo no lo alcanzo. ¿Es eso lo que pretende decir? Bueno, lo ha dicho en todas las ocasiones en que la he visto y en todos los artículos que ha escrito sobre mí. Todo eso ya me lo sé, de modo que no es necesario que lo repita.

Las palabras le habían salido espontáneamente, y ahora la miraba con expresión ceñuda. Era un enfrentamiento que había tardado mucho tiempo en producirse, y estaba contento de que por fin hubiera llegado. Al principio había cargado con sus críticas, pero al cabo del tiempo… Bueno, maldita sea, tenía derecho a uno o dos golpes para defenderse.

Se quedaron mirándose.

—¿Querría pedirme una copa? —solicitó la mujer en tono correcto, luchando contra su carácter, tratando de decir algo neutral, de ganar tiempo para recomponerse.

—Creo que es usted perfectamente capaz de hacerlo por sí misma, señora Storm —respondió Vance, y a continuación se volvió hacia un conservador de museo de Amberes que evidentemente estaba esperando para hablar con él.

Magnifique
—dijo el hombre dándole una palmada en la mano—. Aunque lamentamos profundamente la desaparición del profesor Martini, damos gracias de que sea usted el continuador de su trabajo. ¿No es cierto, Jan? —preguntó dirigiéndose a un joven que estaba a su lado.

Tras lanzarle una mirada asesina, Suzanne Storm dio media vuelta, se apartó del grupo y pidió un martini. Se situó cerca de una mesa con canapés y tomó un sorbo de su copa mientras observaba a Vance y a su círculo de admiradores. Acabó su bebida, pidió otra y se acercó de nuevo al grupo reunido en torno a Vance. A medida que la gente se iba marchando, ella iba quedando cada vez más cerca de él.

Vance intentó premeditadamente no hacerle caso, evitando mirarla y apartándose para no tener que hablarle.

Señor
Erikson —dijo por fin la mujer. Todos los que estaban cerca se volvieron a mirarla—. ¿Puedo tener unas palabras con usted?

Vance abrió la boca para decir algo y entonces reparó en que la gente los miraba, de modo que cerró la boca y dejó que ella lo condujera a un rincón más tranquilo del patio.

—¿Por qué diablos ha hecho
eso
? —preguntó irritado—. ¿Acaso no nos ha causado ya bastante daño a mí y a mi reputación? ¿Por qué…?

—¡Maldita sea! Al menos deme una oportunidad de hablar —dijo Suzanne bruscamente—. Si tuviera usted la amabilidad de mantener la boca cerrada durante un minuto, se daría cuenta de que estoy tratando de ver si existe alguna manera de lograr una tregua en esta situación.

—¿Una tregua? —Vance frunció el ceño—. Usted es la que está siempre atacando, no yo.

Suzanne tragó saliva.

—Tiene razón —reconoció.

Vance se quedó atónito, como si alguien lo hubiera abofeteado.

—¿He oído bien? —preguntó sin demasiada seguridad—. ¿Ha dicho que yo tengo razón? ¿La he oído bien?

Ella asintió, matizando:

—Sobre lo de la tregua. Sólo sobre lo de la tregua.

Vance inclinó la cabeza hacia un lado y torció la boca, pensando.

—No lo entiendo —dijo él por fin.

—¿Qué es lo que hay que entender?

—¿Por qué?

—¿Por qué qué? —preguntó ella—. No sé a qué se refiere.

—¿Por qué de repente esta oferta de paz?

—Porque yo… Porque estoy reconsiderando… no, no es eso. Porque estoy intentando ver si realmente lo he estado tratando tan mal como usted parece creer.

—¿Y por qué ahora? —insistió Vance—. ¿Por qué aquí, en Milán, en esta conferencia?

—No lo sé —respondió ella con sinceridad.

—Bueno, es la primera vez que la veo sin una respuesta.

Suzanne Storm respiró hondo y a continuación soltó un sonoro suspiro.

—Está bien —convino él—. Una tregua. Yo contendré la lengua y usted contendrá su pluma. ¿Es un trato?

—Es un trato —se mostró de acuerdo ella, y de su cara desapareció la expresión de preocupación.

—¿Y adonde quiere que nos lleve esto? —preguntó Vance—. Sé que no desea entrevistarme. ¿Qué es lo que quiere? ¿Puedo llevarla a hacer un recorrido turístico por Milán… ya sabe, un artículo para su revista sobre el Milán de Leonardo, o algo así?

—No, no es precisamente lo que yo tenía en mente…, aunque reconozco que es una buena idea. Lo que me gustaría averiguar… —buscó una forma diplomática de decirlo—, lo que me gustaría averiguar es cómo puede tener otro trabajo a jornada completa y mantener su reputación como especialista en Da Vinci.

No había estado mal, pensó. Al menos no había dicho lo que de verdad estaba pensando: Me gustaría saber si se merece su fama o ésta es una consecuencia de su habilidad para hipnotizar a la gente, como ha hecho hoy en la sala de conferencias».

—No estoy seguro de que sea eso lo que realmente quiere —objetó Vance intuitivamente—, pero daré por supuesto que así es. A cambio quiero saber por qué lleva dos años atacándome.

—Está bien —concedió ella después de un momento, y le tendió la mano.

El se la estrechó y se dio cuenta de que la tenía fría y húmeda. La inveterada devorahombres que llevaba dos años asediándolo en la prensa estaba nerviosa. Pensó que tal vez fuese sincera.

—¿Por dónde empezamos, entonces? —preguntó.

—¿Qué es lo que le va mejor?

—Bueno, yo no voy a volver a Estados Unidos durante un tiempo —explicó Vance.

—Ya —dijo ella—. La búsqueda de Kingsbury. El caballero en busca del Santo Grial. —No había sarcasmo en su voz.

—Eso es —respondió él con tono tranquilo—, de modo que lo que sea tendremos que hacerlo por aquí si tiene usted prisa.

—Me parece bien —sonrió—. ¿Qué le parece si cenamos juntos? Ya sabe, territorio neutral, romper el hielo y todo eso.

—Bien. ¿Cuándo? ¿Esta noche?

—No, esta noche no —objetó ella disculpándose—. Ya había hecho planes —Vance se encogió de hombros—. Pero podría ser mañana o pasado mañana. También podríamos almorzar si usted lo prefiere.

—No, no. Cenar está bien. Prefiero comer algo ligero a mediodía, aunque… —Miró hacia arriba y pareció cambiar de idea—. ¿Qué tal mañana para almorzar… en uno de los café-trattoria de la Gallería Vittorio Emanuele? ¿Podríamos tomar un almuerzo ligero?

—Perfecto, ¿dónde quedamos?

—En la oficina de British Airways a mediodía.

Ella dijo que le parecía bien, y volvió la cabeza al ver a alguien entre los asistentes al cóctel.

—Ahí está la persona con la que había quedado —dijo con naturalidad señalando a un rubio alto que a Vance le resultó vagamente familiar.

Oyó cómo Suzanne lo llamaba mientras se abría camino con gracia entre la multitud. Elliott, creyó entender. O Edward. Los dos desaparecieron rápidamente entre el torbellino de los invitados al cóctel.

Capítulo 9

Lunes, 7 de agosto

Una suave brisa soplaba a través de los altos arcos abovedados de la Gallería Vittorio Emanuele II a modo de balsámica disculpa por el opresivo calor que había atenazado Milán los dos últimos días.

Sin embargo, Vance Erikson no experimentaba bienestar ni alivio allí apoyado, en la puerta cerrada a cal y canto de la oficina de British Airways. Al contrario, se sentía irritable e inquieto. A unos treinta metros de donde él se encontraba, la corpulenta aunque elegantemente vestida figura de su guardaespaldas arrancaba miradas de admiración en las mujeres que pasaban. Aunque fingía interés por un escaparate de libros, el hombre no hacía sino mirar lo que se reflejaba en el cristal. Vance sospechaba que no se le escapaba nada.

Tosi seguía desaparecido.

Nadie conocía su paradero. La policía de Milán había mandado llamar a Vance esa misma mañana para hacerle más preguntas sobre su agresor de Santa María delle Grazie. Tosi no se había dejado ver en la conferencia y tampoco se había puesto en contacto con su oficina en la Universidad de Bolonia.

El detective que había interrogado a Vance actuaba como si pensara que era el responsable de la desaparición de Tosi. Había hecho sugerencias no demasiado sutiles: ¿drogas?, ¿la Mafia?, ¿conexión con elementos políticos «indeseables»?, ¿está usted
totalmente
seguro, señor Erikson?

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