Finalmente, con un enorme esfuerzo de voluntad, se enderezó y se sacó de encima el cuerpo inerte al tiempo que accionaba el picaporte y abría la puerta. Se deslizó fuera del coche y se arrastró por el suelo como un cangrejo. Una línea de proyectiles lo siguió, levantando el polvo. Vance se lanzó hacia adelante y dio una voltereta. Los disparos lo siguieron sin conseguir alcanzarlo.
A sus espaldas oyó voces gritando y, en algún lugar distante, el aullido intermitente de una sirena policial. No conseguirían llegar a tiempo, pensó Vance con desesperación, con la cara contra la acera.
Jadeante, se puso de pie de un salto y se dirigió a un callejón situado a unos veinte metros. A escasos centímetros de su cabeza, un único disparo de revólver hizo impacto sobre los ladrillos. Una sucesión de proyectiles siguió a ése. Respirando agitadamente, corrió a refugiarse tras un contenedor de basura, pero al verlo bailar bajo el empuje de las balas mientras se acercaba, siguió corriendo.
—Ahí está —se oyó gritar a un hombre en italiano.
Vance buscó la seguridad de la pared del callejón cuando un disparo aislado sonó en el estrecho pasaje. Se oyeron otras voces. Enloquecido, siguió corriendo por la sinuosa calleja hasta ir a desembocar en una calle céntrica donde vio la brillante señal roja del metro.
Respirando con dificultad, se abrió camino entre la gente y bajó la escalera. Una vez en el andén, miró alrededor en busca de alguna señal de sus perseguidores. Se dio cuenta entonces de que era inútil: no había tenido ocasión de verle la cara a ninguno de ellos.
Ese pensamiento alimentó su paranoia. ¿Quién estaba tratando de matarlo? ¿La anciana de aquel banco con un lunar del tamaño y el color de una uva pasa en la mejilla? ¿El hombre de negocios que hojeaba un ejemplar del
Wall Street Journal
? Sacudió la cabeza intentando aclarar sus ideas. No, no podían ser ellos. «Cálmate —se dijo—. Busca a alguien que vaya de prisa». A lo mejor había conseguido despistarlos. Tal vez había conseguido poner distancia suficiente de por medio antes de meterse en el metro. Allí se sentía más seguro, había mucha gente alrededor. Miró agradecido a un par de policías que estaban en un extremo, hablando despreocupadamente.
Pero entonces se dio cuenta de que no podía pedirles ayuda. Lo volverían a llevar a la comisaría y tarde o temprano se encontraría frente al mismo detective que había sospechado de él aquella misma mañana. Tendría que explicarle lo del guardaespaldas y el taxista muertos y le harían más preguntas que no podría responder.
Dio la espalda a los policías y permaneció en el andén. No le importaba qué metro pudiera tomar, ni en qué dirección. Sólo quería alejarse todo lo que pudiera de los hombres que lo perseguían.
—¡Eh! ¡Cuidado! —Vance oyó voces furiosas a su espalda. Al volverse, vio a un hombre bien vestido que, a unos treinta metros de él, trataba de abrirse camino a empujones entre la multitud de la hora punta.
Sus miradas se encontraron: depredador y presa, y a Vance no le cabía ninguna duda de cuál de los dos papeles era el suyo. El hombre estaba empujando el torniquete, pero no había sacado billete. Un empleado del metro le llamó la atención. Vance aprovechó para acercarse al borde del andén.
Una corriente de aire, leve en un primer momento, se fue haciendo más fuerte, soplando desde el túnel. Venía un tren. Vance estaba en segunda fila. Entre él y el borde del andén sólo había una mujer de anchas caderas con un vestido de algodón estampado. Vance miró hacia atrás. El hombre había sacado billete y estaba ahora a unos veinte metros. Se miraron fijamente por encima de las cabezas de la mayoría de los pasajeros.
El traqueteo distante de maquinaria pesada se oyó primero débilmente, después más fuerte. El hombre estaba a diez metros. Ahora Vance podía verlo con claridad: mediana edad, unos cuarenta y cinco, cabello gris y gafas con montura dorada. Tenía una cara alargada y de expresión triste, como la de un perro de caza. Los ardientes ojos oscuros tenían un aire malévolo.
Con un chirrido de metal, el tren frenó y se detuvo. La multitud presionó hacia adelante esperando que se abrieran las puertas. Desoyendo las protestas de la mujer que tenía delante, Vance empujó, se abrió paso entre la multitud y se acercó al vagón. Detrás de él la gente protestaba también por los empujones del hombre con cara de perro. Las puertas del metro se abrieron y de él salió una marea humana que frenó el avance del hombre mientras Vance seguía su carrera a lo largo del vagón, hasta que también él se vio bloqueado en la siguiente puerta.
La multitud empujó a cazador y presa dentro del tren. Las puertas se cerraron, pero volvieron a abrirse automáticamente al chocar con un codo o con un maletín en alguna parte. Aprovechando el momento, Vance se agachó y se lanzó con todas sus fuerzas contra la puerta en el momento en que ésta se cerraba de nuevo.
De vuelta en el andén, Vance pudo ver la furia maligna en los ojos del hombre que lo miraba desde el otro lado del cristal, atrapado en el vagón mientras el tren abandonaba la estación.
Media hora después de que Suzanne Storm hubo salido de Chez Jules, Vance Erikson salió con ímpetu del restaurante y partió calle abajo. Kimball no había esperado una partida tan intempestiva a pie. A toda prisa, dejó el Jaguar junto a la acera y se fue tras Erikson.
Al ojo experto de Kimball no le llevó mucho tiempo darse cuenta de que no era el único que lo estaba siguiendo. Delante de él dos hombres, uno a cada lado de la calle, observaban con atención y fingida displicencia al americano que recorría el bulevar buscando un taxi. Kimball los adelantó y tomó el taxi siguiente al de Erikson, pero observó que llevaban pequeños audífonos color carne, y que sus chaquetas abultaban por el volumen de algo que no eran billeteros. Era indudable que estaban en contacto con alguien que iba a interceptar el taxi de Erikson.
No pasó mucho tiempo antes de que los acontecimientos demostraran que tenía razón. Cerca de la via Monte Rosa, tres hombres que podrían haber sido hermanos de los otros dos matones aparecieron en la acera y abrieron fuego sobre el taxi en el que viajaban Erikson y su guardaespaldas. Rápidamente Kimball dio instrucciones al conductor de que lo dejara allí y se encaminó entonces hacia el lugar del ataque a buen paso. Destacaba entre los demás, aunque sólo fuera porque corría en dirección contraria a la de los viandantes presas del pánico.
Cuando apenas medio minuto después llegó al lugar de los hechos, los pistoleros habían matado ya al conductor y al guardaespaldas, y se acercaban con cautela al taxi agujereado por las balas que se había empotrado contra el lateral de uno de los tranvías de Milán, de color naranja brillante.
«Deben de estar desesperados», pensó Kimball al aproximarse, reduciendo un poco la marcha para no llamar tanto la atención. Nadie atacaba así, abiertamente, con tantos testigos, a menos que tuviera miedo. Los Hermanos no lo hubieran hecho de ese modo. Tenía que ser…
Alguien salió dando tumbos del otro extremo del taxi y se dirigió corriendo hacia un callejón que había al otro lado de la calle.
Con un movimiento calmo y fluido, Kimball sacó su Walther PK38 y mantuvo el arma quieta a un lado. Su mortífero color negro se fundió con el de su traje. Se refugió tras la columna de un pórtico del lado opuesto a donde estaban los pistoleros, y se agachó entre aquélla y un enorme contenedor de basura. Cuando los atacantes desplazaron su atención del taxi a la figura que huía, apuntó con su Walther y soltó dos disparos mortales que fueron a dar en la sien del primer pistolero en el momento en que éste disparaba su automática contra Erikson. Sus compañeros, que habían salido en persecución de Erikson, no se dieron cuenta de que había caído. Mientras veía cómo Erikson desaparecía, Kimball colocó la Walther en su cartuchera. «Ahora no lo cogerán», pensó con cierta decepción.
Martes, 8 de agosto
Las verdes aguas del lago Como batían suavemente los cimientos de piedra del antiguo monasterio de los Hermanos Elegidos de San Pedro. Los campesinos que recorrían la estrecha y sinuosa carretera que bordeaba la enorme construcción la llamaban simplemente «
il Monastero
», y decían la palabra a media voz, sofocando incluso el pensamiento, si es que eso es posible, ya que nadie de la región había traspasado jamás sus misteriosas murallas. Los monjes raras veces acudían al pueblo, situado unos siete kilómetros al norte y, cuando lo hacían, sólo hablaban de lo que los había llevado allí: «Clavos,
signore
, cinco kilos, por favor», o «Una carga de gasóleo para la calefacción…, enviaremos nuestro vehículo para recogerlo».
Generación tras generación se habían ido multiplicando las historias sobre el lugar, alimentadas por el secreto que lo rodeaba: los monjes eran frailes a los que el papa había apartado de la Iglesia por herejía, y que habían sido torturados por verdugos del Vaticano por no querer arrepentirse. El monasterio era el lugar donde el papado almacenaba oro y joyas, ya que disponía de enormes cámaras acorazadas donde se descargaban las embarcaciones que atracaban allí por la noche. Las habladurías locales habían poblado además las doscientas hectáreas de bosque de hombres lobo, vampiros y todo tipo de anticristos transformados en horripilantes reptiles de pesadilla.
El hermano Gregorio no tenía objeciones a esas leyendas. Ayudaban a que los habitantes de la zona que rodeaba el monasterio lo trataran con respeto y le tuvieran un temor reverencial. También le gustaban los rumores porque en todos ellos había algo de verdad, aunque muy aumentada. Pero por encima de todo, al hermano Gregorio, rector del monasterio y miembro de más alto rango de los Hermanos Elegidos de San Pedro, le gustaban los rumores porque el miedo que inspiraban mantenían alejados a los curiosos, jóvenes o no, con más eficacia incluso que los muros de piedra de mil años de antigüedad y seis metros de altura, con todos sus modernos dispositivos de detección y sus espirales de alambre cortantes como navajas.
A unos diez metros por encima del lago, el hermano Gregorio permanecía apoyado, con aire pensativo, en la balaustrada de piedra de la galería porticada que se proyectaba sobre el agua. Se reacomodó el negro hábito y siguió mirando el lago que se extendía a sus pies. Normalmente, allí se sentía seguro, pero los acontecimientos de las seis últimas semanas eran inquietantes.
A decir verdad, el infortunado cariz que habían tomado las cosas en las últimas setenta y dos horas era lo que más le corroía las entrañas. Había sido por su culpa. El error había sido suyo. Qué tonto pensar que podrían llevar allí a Vance Erikson. Se había dejado arrastrar por su ansia de contar con la experiencia de aquel hombre más joven, con sus vastos conocimientos sobre el magnífico Leonardo. Se ajustó mejor las gafas de negra montura sobre la nariz y pensó con codicia en las miles de hojas de códices de Leonardo que los vastos archivos del
Monastero
guardaban en sus entrañas; códices a los que sólo él tenía acceso. Se echó atrás la capucha y se pasó los dedos por el pelo corto, ondulado y entrecano. Erikson podría haber desentrañado los secretos de los tanto tiempo ocultos misterios del genio de Leonardo.
Todo ese material había permanecido escondido desde que Antonio de Beatis se lo había entregado a los Hermanos Elegidos a mediados del siglo XVI. ¡Cuánto se había esforzado el secretario del cardenal para hacerse con la totalidad de la obra del genio! Su visita astutamente organizada al lecho de muerte de Leonardo casi lo había conseguido. En esa ocasión, había llegado a apoderarse de muchas de sus obras, pero Melzi, amigo de Leonardo, impidió por la fuerza que se las llevaran todas, incluso cuando De Beatis se presentó con una orden papal de incautación.
¿Acaso Melzi conocía la relación del secretario con los Hermanos Elegidos? ¿Se había opuesto a aquella orden porque sabía que no provenía del papa sino de un grupo de asistentes del pontífice leales a los Hermanos Elegidos de San Pedro? El hermano Gregorio tuvo un acceso de furia al pensar en ese anticristo, y en todos los anticristos que poblaban el Vaticano. Abruptamente, abandonó su asiento, se irguió todo lo que daba de sí su metro sesenta de estatura y se encaminó al sendero que llevaba a los jardines.
Los Hermanos Elegidos necesitaban todos los inventos de Leonardo, especialmente sus armas, para derrotar al Príncipe de las Tinieblas que se ocultaba tras el rostro del pontífice. Ahora los tenían casi todos. A lo largo de los siglos habían robado y matado por los cuadernos de Leonardo que necesitaban, usando el diario de De Beatis como catálogo. Los escritos e inventos de aquél que ahora estaban en museos o en manos privadas, como las del petrolero Kingsbury, no versaban sobre nada de importancia para ellos. Los que eran de conocimiento público contenían, en su mayor parte, sólo lo que era benigno e inofensivo, lo excéntrico y lo esotérico, con la única excepción de los dibujos del cañón de Leonardo que habían hecho rico a Krupp. Pero incluso esa arma, pensaba el hermano Gregorio mientras recorría el sendero de grava, incluso esa arma no era nada comparada con las que tenían ellos en los archivos del monasterio. Y, a su vez, ésas resultaban insignificantes al lado de los secretos que quedarían revelados con la inminente transacción.
Esta permitiría recuperar las páginas dispersas de las notas de Leonardo que habían sido robadas hacía doscientos años por un traidor de los Hermanos Elegidos que se las había entregado al Vaticano, y que contenían los dibujos y notas completos del arma más poderosa jamás inventada por Leonardo o, mejor dicho, por cualquier hombre de cualquier época.
Los Hermanos habían dado a aquel traidor un castigo espantoso del que todavía se tenía un vivido recuerdo en el monasterio. Le habían ido cortando pequeños trozos de su propia carne que, después de asada, le habían obligado a comer hasta que por fin murió. El Vaticano había inventado aquella tortura, había sido usada por la Inquisición, por lo que resultaba adecuado que el que había sido instrumento del papa muriera según un método sancionado por los papas anteriores.
Ese horror que se cernía sobre la orden servía para disuadir a cualquiera que considerase cambiar su lealtad a los Hermanos Elegidos por la lealtad a Roma. Y desde entonces, esa primera represalia se había convertido en modelo de castigo para todos los traidores.
Gregorio se detuvo un momento y se agachó para sacarse un guijarro de la sandalia. Torció el gesto.