Repasó los titulares en busca de alguna noticia sobre el tiroteo del día anterior, pero no vio nada. Leyó la información sobre las protestas contra el estacionamiento de barcos de guerra americanos en Italia; sobre una marcha antinuclear; sobre la renuncia de otros cuatro miembros del gabinete italiano, cuya pertenencia a una sociedad secreta había sido descubierta; sobre un informe de una convocatoria para examinar la sábana de Turín, que reiteraba la casi certeza de que se trataba del sudario de Cristo; sobre anuncios de que la inflación había subido al cuarenta y siete por ciento y sobre el aumento de la contaminación en toda Italia.
Una brisa procedente del lago agitó las páginas del periódico. Vance pasó unas cuantas hojas más. Al comienzo de la página cuatro un titular le llamó la atención: MUEREN CUATRO PERSONAS EN UN ATAQUE TERRORISTA EN MILÁN.
Un agente que trabajaba para la agencia antiterrorista del gobierno y un sacerdote de paisano figuran entre las cuatro víctimas de un tiroteo que se produjo en el nordeste de Milán el lunes por la tarde.
Vance leyó la lista de los muertos: el conductor del taxi, casado y con cuatro hijos; un transeúnte, un estudiante de bachillerato de apenas dieciséis años; un hombre armado que trabajaba para una importante empresa de seguridad y un sacerdote. ¡Un sacerdote!
Investigadores de la policía han que el sacerdote de paisano había sido relevado de su servicio a la Iglesia y excomulgado en 1969 por encabezar una manifestación que entró en una iglesia de Empoli y destruyó estatuas, iconos y otras imágenes sagradas. Según la policía, el hombre, que aparentemente era uno de los que habían disparado contra el taxi, no tenía antecedentes penales de otro tipo.
«Esto se está complicando demasiado», pensó Vance al terminar el artículo. Aunque vio con alivio y perplejidad que su nombre no se mencionaba, y que no había tampoco ninguna declaración de la agencia antiterrorista italiana sobre las razones por las que estaba allí el guardaespaldas.
Menos preocupado, al llegar su desayuno Vance se dio cuenta de que había recuperado el apetito. El día se presentaba con mejores perspectivas. Volvió a leer la historia para asegurarse de no haber pasado por alto ningún detalle, y estaba a punto de dejar el periódico sobre la mesa cuando otra pequeña noticia llamó su atención: LA EXPLOSIÓN DE UNA BOMBA MATA A UNA CAMARERA EN EL HILTON.
Volvió a sentir el estómago encogido, como si alguien se lo estuviera retorciendo. Siguió leyendo:
La señora Anna Sandro, de 47 años, del servicio de habitaciones del hotel Hilton de Milán, murió el lunes por la noche al explotarle una bomba cuando abrió la puerta de una habitación para cambiar las toallas. La policía de Milán dijo que la bomba estaba adosada al picaporte y que tal vez estuviera destinada a matar al ocupante de la habitación. La policía se negó a dar el nombre de esa persona, pero lo identificó como el empleado de una compañía petrolera americana que estaba en Milán para asistir a una conferencia.
—¡Maldita sea! —musitó Vance. De inmediato se apoderó de él un miedo como no había experimentado antes en su vida. Superior al que había sentido en Iraq, superior a… Mientras su corazón latía desbocado, trataba de recordar cuándo había conocido antes un terror tan profundo. Gente para él desconocida estaba tratando de matarlo, pero en lugar de eso, estaban acabando con personas inocentes. Esas personas habían muerto por estar demasiado cerca de él en el momento equivocado. Entonces pensó en las muertes de Viena y Estrasburgo, en la desaparición de Tosi, en el brutal asesinato de Martini. Vance hizo una mueca y se cogió la cabeza con las manos. La muerte se estaba cobrando un elevado tributo, y parecía decidida a sumarlo a él a su lista. Sacudió la cabeza y se puso en pie. La decisión ya estaba tomada.
Tenía una deuda con Martini y con esas pobres personas de Milán que se habían interpuesto entre él y la muerte. Tenía que hacer justicia. Sabía que la respuesta estaba en el diario de De Beatis. La policía se reiría de él. ¿Quién iba a creer que un diario de quinientos años de antigüedad fuera el responsable de todo aquello? Sí, la ocurrencia le hubiese parecido ridícula también a él, de no ser por los muertos. La idea podía ser graciosa, pero los muertos no lo eran.
—¿Qué es lo que está tratando de hacer? —gritó Elliótt Kimball mientras sentía cómo le palpitaban las sienes—. ¿Está tratando de sabotearlo todo? ¿Es usted capaz de echar a perder todo lo que hemos organizado tan minuciosamente?
Iba y venía por el sencillo suelo de terracota, respirando agitadamente, con resoplidos que recordaban los chorros de vapor de una caldera recalentada.
—¿Cómo puede quedarse ahí sentado? ¡Maldita sea! —prosiguió inclinándose sobre el escritorio espartano mientras miraba al hombre que permanecía tranquilamente sentado al otro lado. Como fondo a los gritos de Kimball, se oía el suave batir de las olas contra los cimientos del edificio.
El hermano Gregorio contemplaba el furioso estallido de Kimball con aire indulgente en tanto el hombre alto, de pelo color arena, cerraba y abría los puños, y los músculos de su cara se tensaban y temblaban.
—Por supuesto que no —contestó por fin el sacerdote. Habló en voz tan baja que el otro tuvo que contener la respiración para oírlo—. Olvida usted que llevamos más de medio milenio trabajando en esto, mientras que su organización empezó hace menos de un siglo.
—Mire, Gregorio —le dijo Kimball con acritud—, estoy empezando a hartarme de toda esa mierda de «nosotros hemos trabajado más». Lo cierto es que ustedes no han sido más que un puñado de malditos perdedores durante siglos, y que finalmente tienen una oportunidad para enmendar eso y están a punto de joderlo todo otra vez, y por Dios —Kimball vio la mueca de disgusto del monje al oírle pronunciar el nombre en vano—, que no voy a dejar que arrastre a la delegación en el proceso.
Sólo el gesto duro de su mandíbula traicionó la expresión plácida del hermano Gregorio. A menudo les decía a sus novicios que cualquier demostración de ira significaba una pérdida de control.
—Creo que está usted un poco crispado, señor Kimball. No veo que se haya hecho ningún daño.
—Pues no habrá sido gracias a ustedes —le espetó Kimball apartándose del escritorio y dirigiéndose a través de la estancia escasamente iluminada hacia una sencilla cruz de madera que había en la pared de piedra desnuda. Cerró los ojos, aspiró hondo y contuvo la respiración, tratando de sofocar su ira—. En primer lugar —retomó en un tono más bajo, más controlado—, no deberían haber abordado a Erikson sin informarnos. Ya sabe la estrecha relación que hay entre él y Kingsbury, y sabe de sobra que, de proponérselo, Kingsbury podría ser un obstáculo formidable. Y lo del lunes… ¿cómo diablos…? —Se interrumpió para dominar otra vez su furia creciente—. ¿Qué pensaba conseguir con esa emboscada, aunque hubiera sido un éxito?
—No tengo que justificar mis acciones ni ante usted ni ante nadie, señor Kimball —dijo el hermano Gregorio con tono contenido y frío—. Ante nosotros han tenido que justificarse durante siglos reyes y prelados y no estoy dispuesto a que ni usted ni nadie cuestione los motivos o la autoridad de la voluntad de Dios.
Kimball abrió la boca para decir algo pero la volvió a cerrar. No había forma de discutir con un fanático. Ningún acuerdo era posible con quienes mataban en nombre de Jesús, de Alá o de Yavé.
—Sí —contestó Kimball en tono tranquilo mientras tragaba bilis—. Tiene razón.
Las comisuras de los finos y crueles labios del hermano Gregorio se empezaron a plegar hacia arriba.
«Pulsar los botones adecuados —pensó Kimball sardónicamente—; basta con pulsar los botones adecuados».
—Lo perdono —dijo melifluamente el monje—. Y habiendo oído su confesión, lo absuelvo de su pecado y de su blasfemia.
Kimball evitó con dificultad cualquier expresión de disgusto.
—Gracias —respondió con el aire más arrepentido de que fue capaz—. Como usted mismo ha dicho en innumerables ocasiones, usted cree que la Delegación de Bremen es un instrumento que Dios puso en sus manos y en las de los Hermanos Elegidos para llevar a cabo la obra divina.
El hermano Gregorio asintió imperceptiblemente. «¡Santo Dios! ¿Cómo puede creerse todo esto en serio?», pensó Kimball y prosiguió:
—La Delegación de Bremen sólo quiere ayudarlos en esa tarea que, por nuestra parte, intentamos hacer lo mejor posible. Por eso le pido, con todo respeto, que evite cualquier enfrentamiento con Vance Erikson, al menos hasta que se haya completado la transacción, yo…
—No veo razón alguna para esa cautela, señor Kimball —lo interrumpió el hermano Gregorio—. Es voluntad de Dios que se lleve a cabo la transacción. No hay nadie, ni usted, ni yo, ni el señor Erikson o su poderoso aliado Harrison Kingsbury, capaz de impedir que se haga la voluntad de Dios.
Kimball fue a abrir la boca furioso, pero rápidamente alzó los ojos hacia el techo y se persignó. «¡Por Santa María, menuda chorrada! —pensó—. Pero ahí va eso. Ya ha funcionado cien veces antes; Jesús no me fallará ahora».
—Sí, sí —dijo en voz alta—, tiene razón, pero como instrumentos de Dios, debemos determinar cómo desea El que tratemos al señor Erikson y cómo puede ayudar ese tratamiento a la feliz conclusión de la transacción. —El hermano Gregorio frunció el ceño—. Para ello —continuó Kimball—, le rogaría que usted, en su santidad, orara y me aconsejara sobre cómo debemos proceder.
Un silencio expectante se cernió sobre la estancia. ¿Funcionaría también esta vez? Kimball se lo preguntaba con nerviosismo.
Finalmente, el monje de negro habló.
—Para ser un seglar, a veces me sorprende usted. Tal vez yo no haya orado lo suficiente en este caso. Es fácil estar tan obsesionado por el resultado final que no se preste atención a los pequeños pasos para llegar a él. —Kimball contuvo un suspiro de alivio—. Por supuesto, comprenderá que no puedo tomar ninguna decisión basándome en sus consejos —Kimball inclinó la cabeza en actitud reverente—, sino que debo esperar que la voluntad de Dios se manifieste —y una vez dicho esto, se persignó.
¡Lo había conseguido! «Un pequeño paso para la Delegación de Bremen —pensó Kimball exultante— y un salto gigantesco para librarnos de usted y de su macabro imperio, hermano Gregorio».
Con un movimiento de cabeza que le era característico, el hermano Gregorio indicó que la audiencia había terminado. Kimball fue acompañado a su habitación por uno de los Hermanos, que habría de quedarse junto a la puerta para asegurarse de que Kimball permaneciera allí hasta que se hiciera de noche, momento en que abandonaría el monasterio y volvería a Como.
Vance Erikson atravesó el vestíbulo del hotel Metropole con la cabeza baja y las manos hundidas en los bolsillos. Llevaba el ejemplar plegado de
Il Giorno
bien apretado bajo el brazo. Absorto en sus pensamientos, no vio a una mujer joven que estaba allí sentada y que, al verlo, se levantó y echó a andar con gracia y a buen paso para interceptarlo. Le dio alcance cuando él se disponía a subir la escalera y, extendiendo una bien cuidada mano, le dio un golpecito en el hombro.
—Vance.
Al hombre se le cayó el periódico al suelo al sacar las manos de los bolsillos y girar sobre sus talones. Tenía la cara cenicienta.
—Vance, soy yo. —Suzanne sonrió tranquilizadora.
El seguía respirando con agitación.
—Vaya, me ha dado un susto de muerte —dijo disculpándose.
—¿Podemos tomarnos un café? —Sin esperar su respuesta lo cogió del brazo y lo condujo hacia la cafetería—. Acabo de llegar y estoy desfallecida.
Cuando se hubieron sentado y tras pedir un desayuno continental, fue ella la primera en hablar.
—Recibí sus disculpas. Se lo agradezco mucho.
—Creo que usted también me debe una. Una disculpa, quiero decir.
Ella frunció el ceño.
—¿Por qué?
—Por haberme dado semejante susto.
Ahora sonreía, y ambos se echaron a reír. Suzanne lo miró y le gustó lo que vio: una cara fuerte y atractiva de la cual iba desapareciendo la preocupación; y un indestructible sentido del humor, especialmente para ser un hombre que había pasado por lo que él en los últimos días. Se quedó observando cómo la brisa movía las hojas de uno de los arbustos y cómo el sol que las traspasaba daba en la cara de Vance haciendo que sus ojos se volvieran de un azul intenso.
—Está bien —dijo con ecuanimidad—. Le ruego que me disculpe.
—Disculpa aceptada.
Suzanne se preguntaba qué se había hecho del recelo de él respecto a ella. Tal vez ella había dejado de ser una amenaza, al menos en comparación con la gente que estaba intentando matarlo.
—¿Cómo me ha encontrado? —preguntó Vance.
—¿Recuerda la comida, antes de que las cosas se pusieran mal? Pues usted dijo que tal vez vendría a Como, a visitar el castillo de los herederos suizos que habían vendido el códice a Kingsbury.
—Parece que de eso haga un millón de años. —Vance trataba de recordar. No lo tenía claro en su mente, pero la verdad era que nada relacionado con aquel día había salido ileso después de los acontecimientos que habían tenido lugar—. Sí —mintió—. Lo recuerdo perfectamente. Pero eso no responde a la pregunta de cómo me ha encontrado precisamente aquí.
—¿Ha contado alguna vez cuántos hoteles hay en Como? —preguntó Suzanne—. Según la autoridad regional de turismo son veinticinco. Pues utilicé la lista que me dieron —prosiguió sacando la susodicha lista de una cartera de cuero rojizo hecha a mano.
Vance cogió la hoja. La relación estaba organizada alfabéticamente y sólo había tres hoteles de primera clase en Como; el Metropole era el tercero. Se quedó preocupado al ver la facilidad con que ella lo había encontrado. Eso quería decir que…
—Muy inteligente —dijo con sinceridad—, aunque ha tenido suerte de que no me gusten los hoteles de cuarta categoría.
Ella se echó a reír.
—Pero haber venido aquí no ha sido en cambio tan inteligente, dadas las circunstancias. Se habrá dado cuenta de que me acechan cosas muy poco saludables.
—Lo sé —concedió Suzanne—. Esa ha sido la razón de que viniera.
—¿Que ésa ha sido…?
—Por supuesto. —=Suzanne respondió con entusiasmo—. Es una historia increíble. ¿Cree que estaría dispuesta a volverme a casa y dejar que fuera otro el que la cubriera?
Se quedaron mirándose en silencio durante algunos minutos, tratando de adivinar lo que estaba pensando el otro.