El legado Da Vinci (15 page)

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Authors: Lewis Perdue

Tags: #Intriga, #Histórico

En la mano derecha llevaba un revólver. Detrás de ellos, la criada del abogado sofocó un grito. Había permanecido de pie junto a la puerta y todos se habían olvidado de ella.

—¿Eso es una especie de nuevo sacramento? —preguntó Vance. El sacerdote dio un paso cauteloso hacia adelante y se colocó junto a Southworth. El abogado reparó entonces en el arma y palideció a ojos vistas.

—No creo que eso sea necesario —le dijo al sacerdote—. No aquí, en mi oficina.

Los ojos del sacerdote apenas parpadearon.

—Cállese —ordenó.

Vance se quedó mirando el cañón del arma.

—Estoy teniendo una sensación de
déjá vu
—dijo—, pero parece que tendré que acostumbrarme a que los sacerdotes me apunten con una arma. —Por el rabillo del ojo pudo ver a Suzanne. Parecía tranquila.

—Es usted un engorro permanente, señor Erikson —dijo el religioso amartillando el revólver.

Vance y Suzanne se tiraron al suelo mientras la habitación resonaba con el atronador mensaje del revólver. A gatas, Vance siguió a Suzanne, que trataba de buscar la protección de un sofá tapizado con brocado.

—Oh, Dios mío. Oh, Dios mío. ¡Oh, Dios mío! —no dejaba de repetir la criada de Southworth. Había sido alcanzada por la primera bala.

La habitación volvió a estallar: un proyectil atravesó el respaldo del sofá y dejó un breve surco en el suelo de madera dura.

—¡Maldita sea! —Era la voz de Southworth—. Deme eso. ¡No tiene derecho!

Suzanne y Vance permanecieron agachados tras el sofá, escuchando el forcejeo.

—¡Suélteme, maldito loco británico! —gritaba el sacerdote.

Vance se puso en pie de un salto. Al principio resbaló sobre el suelo encerado pero luego se incorporó a la refriega. Southworth tenía ambas manos sobre el revólver; el sacerdote luchaba por recuperar el control al tiempo que golpeaba al abogado con su mano libre. El primer puñetazo de Vance lo alcanzó en un lado de la cabeza y lo hizo vacilar, el segundo en plena nariz. Se oyó el ruido seco del cartílago al romperse.

—¡Bastardo! —gritó el sacerdote aflojando la mano que sujetaba el arma. Southworth se apoderó entonces de ella y tiró con todas sus fuerzas, pero el otro se había recuperado y, con una extraordinaria demostración de fuerza, hizo girar el revólver hasta dejarlo apuntando a la cara del abogado y apretó el gatillo.

El grito de Southworth electrizó el aire un instante para después desvanecerse. Soltó el arma con un espasmo y su cuerpo, elegantemente vestido, cayó al suelo, donde siguió sacudiéndose un momento.

Vance dio un salto hacia el revólver, y casi tenía la mano sobre él, cuando el religioso le asestó un tremendo golpe en la mandíbula. A través de la galaxia de luces multicolores que estalló ante sus ojos, Vance vio al fraile apuntándolo con el arma. Rápidamente se apartó con una voltereta evitando el nuevo disparo. El destello atravesó el aire y pasó rozándole Ja nuca. Amortiguados, le llegaban los gemidos de la criada de Southworth y, desde el otro lado de la puerta, los sonidos ahogados de voces nerviosas. Alguien golpeaba frenéticamente con el llamador.

El religioso se volvió con una sonrisa demoníaca mientras Vance echaba mano a una lámpara de bronce.

Sentía en todo su cuerpo el escozor del miedo. Entonces sonó un disparo, más agudo, menos sonoro que el del revólver del sacerdote. Y luego otro, y otro y otro más en rápida sucesión. Vance se quedó mirando atónito cuando un pequeño orificio rojo apareció bajo el ojo derecho del religioso seguido de otro en la sien y dos en el cuello. El sacerdote soltó el revólver, que cayó al suelo y descargó su proyectil contra las tablas del piso. Luego él mismo cayó, primero de rodillas con un golpe sordo para, a continuación, quedar tendido de bruces. Vance soltó la lámpara y se volvió despacio. De rodillas junto al sofá estaba Suzanne Storm sosteniendo con ambas manos, muy profesionalmente, una pequeña pistola automática. Vance miró entonces a la criada muerta, que estaba junto a la puerta, a Southworth, que yacía de espaldas sobre el suelo, su cara transformada en una enorme herida, al sacerdote y, por fin, nuevamente a Suzanne.

—Este asunto en el que nos hemos metido no tiene nada de saludable —dijo temblando sin parar.

Suzanne se puso de pie y se acercó a él lentamente. Vance sintió en la cara su respiración agitada y entrecortada por el miedo.

—¿De dónde ha sacado eso? —la interrogó, señalando la pistola.

Suzanne pasó por alto la pregunta.

—Vamos, tenemos que salir de aquí —soltó bruscamente. Recogió su bolso y metió el arma dentro. Fuera se oían, ahora más nítidos, los sonidos de la multitud y los intentos de abrir la puerta—. Sólo es cuestión de tiempo que alguien consiga entrar —añadió rápidamente—, tal vez con la policía.

—En eso tiene razón —dijo Vance con gesto adusto metiéndose el revólver del sacerdote en la cintura del pantalón—. Por aquí.

Y condujo a Suzanne a través del despacho de Southworth hasta la cocina, que estaba al fondo, y, desde allí, salió a un callejón que subía colina arriba con escalones semejantes a los de la parte delantera. Se encaminaron hacia la cima, intentando adoptar el aire displicente de dos inocentes turistas que se apartan de los caminos trillados.

«¡Corre!», le decía a Suzanne su cuerpo, su instinto; «camina», le decía en cambio su mente, su disciplina. Se cogió del brazo de Vance para asegurarse de que también él caminara, pero cuando lo hizo, su calor le resultó reconfortarte, y la firmeza de sus músculos, tranquilizadora.

Cinco minutos duró el ascenso hasta llegar a la cima.

—Bien ¿y ahora qué? —preguntó irónicamente Suzanne al llegar, volviéndose hacia Vance.

—No lo sé. —El esbozó apenas una sonrisa—. Voy improvisando sobre la marcha. Creo que sería mejor hacia la izquierda. Iríamos a parar al Grand Hotel; está a poca distancia de aquí. Allí podemos perdernos entre la multitud, y después…, después alquilamos un coche y vamos al Castello Caizzi. Tengo el presentimiento de que Guglielmo Caizzi estará encantado de vernos. —Y se volvió, dirigiéndose hacia el norte a paso rápido.

—Me temía que ésos fueran tus planes —dijo ella con aire cansado mientras se disponía a seguirlo.

—No,
signore
, no tenemos coches de alquiler —les informó el conserje del Grand Hotel—. Sólo para huéspedes del hotel. Lo siento.

Salieron del elegante vestíbulo y bajaron los escalones de mármol hasta la acera, que siguieron en dirección a la parte principal de Bellagio.

—Es un camino largo —dijo Vance.

—Sigo pensando que deberías dejárselo a la policía.

A lo lejos se oyó la bocina impaciente de un coche.

—¿Y qué íbamos a decirle a la policía? ¿Que tres de los hermanos Caizzi han sido asesinados y que creo que Guglielmo será el siguiente… si es que no está muerto ya? ¿Quién iba a creer eso?

Suzanne asintió.

—De todos modos… no creo que debamos ir a meter las narices por allí —opinó.

—Si quieres, puedes volver a Como —dijo Vance—, o puedes esperarme aquí, en un café de Bellagio. Pero yo voy a ir a ver a Guglielmo Cazzi.

Inadvertidamente, habían empezado a tutearse.

Con un chirrido de neumáticos apareció en la curva un Mercedes negro 450SL, a toda velocidad. Vance y Suzanne se quedaron mirando, horrorizados, cómo un viejo obrero montado en una vapuleada bicicleta con una oxidada cesta llena de huevos y leche saltaba de la misma al ver que el Mercedes iba directo contra él. Se oyó un ruido metálico cuando el parachoques del Mercedes rozó la cesta e impulsó la bicicleta fuera de la curva. Una bolsa de malla llena de huevos rotos salió lanzada contra la acera y dos cartones de leche se estrellaron contra las paredes estucadas de un edificio vecino.

Atónito, el anciano intentaba incorporarse mientras el Mercedes clavaba los frenos.

—Aparta de en medio, desdentado saco de mierda. ¡Tienes suerte de que no te haya matado!

A continuación, el conductor pisó el acelerador y se marchó a toda velocidad, dejando sus negras rodadas sobre el pavimento y un olor sulfuroso a goma quemada en el aire.

Vance se lo quedó mirando furioso mientras el Mercedes entraba en el aparcamiento del Grand Hotel y desaparecía en su interior.

—Bastardo —farfulló.

A continuación se acercó a echarle una mano a Suzanne, que había conseguido ayudar al anciano a levantarse. El pobre hombre negaba con la cabeza.

—Estoy bien, estoy bien —decía una y otra vez mientras recogía su bicicleta, la colocaba sobre la calzada y se alejaba pedaleando.

—Un hueso duro de roer —observó Vance—. Es probable que nos sobreviva a los dos.

—Eso no es demasiado difícil, considerando los dos últimos días.

—Vamos —la interrumpió él cogiéndola por el brazo y encaminándola otra vez hacia el Grand Hotel.

—¿Adonde vamos? —preguntó ella.

—Tengo una idea.

—Oh, no, otra vez no.

—Oh, sí —la contradijo Vance—. Observa esto. —Se acercaron al 450SL que acababa de llegar. El capó emitía chasquidos al enfriarse el motor—. Camina conmigo como si el coche te perteneciera. Si aparece el aparcacoches no lo mires.

—Pero Vance, ¿es que vamos a…?

—Tú limítate a subirte a él como si fuera tuyo —le ordenó.

—Pero esto va contra la ley.

—Atropellar a un pobre hombre también —le replicó él—. Confía en mí. Actúa como si el coche fuera tuyo y nadie nos mirará dos veces.

Tal como Vance suponía, las llaves estaban puestas.

—Esto es totalmente ilegal —repitió Suzanne mirando por el espejo retrovisor mientras conducían por la sinuosa carretera que llevaba al Castello Caizzi.

—Ya te he oído la primera vez.

La carretera de asfalto desgastado subía hasta las colinas que dominaban Bellagio describiendo una curva tras otra, entre huertos de olivos, pequeñas granjas próximas al camino y viñedos cargados de uvas que maduraban al sol. El tráfico era escaso.

En Vance se había producido un cambio, observaba Suzanne mientras lo veía conducir. Había desaparecido la crispación de dos días atrás. Entonces parecía inseguro, y… muy suspicaz. Ahora tenía otra vez el control absoluto de sí mismo, pensó mientras contemplaba su expresión inteligente, su mandíbula cuadrada y fuerte y sus penetrantes ojos azules.

Le gustaban sus ojos, la forma en que irradiaban vida. Se dijo que, si lograba descifrar su lenguaje, podría leer en ellos todos sus pensamientos. Eran tan expresivos.

Al frente, la blanca construcción del Castello Caizzi se veía cada vez más grande, como símbolo orgulloso de una orgullosa familia. Vance redujo la marcha momentáneamente para abordar una curva cerrada. Buscaba en su memoria los detalles del castillo maldiciéndose por no haber estado más atento el día que él, Kingsbury y Martini, acompañados de una pléyade de abogados, habían acudido allí para firmar los documentos finales, entregar un cheque monumental y tomar posesión del Códice Caizzi, ahora Códice Kingsbury.

—El castillo es una mezcla de castillo medieval y una villa del siglo xvm como las que hay a orillas del lago —le contó a Suzanne—. En 1427, al conde Caizzi le adjudicaron un viejo castillo del siglo xn que había soportado numerosas batallas y asedios. A lo largo de los siglos el conde y sus descendientes fueron renovando, modificando y haciendo añadidos a la estructura, así como a las imponentes murallas de piedra que rodeaban la finca de setenta hectáreas.

Mientras hablaba, por el rabillo del ojo observaba a la mujer reponer el cargador de su arma y comprobar otro que llevaba en el bolso.

—Ésos sí que han sido unos disparos de lujo —comentó Vance—. ¿Dónde aprendiste?

—Hice un curso —respondió ella.

—Hiciste un curso —repitió Vance sin matices—. Y allí te enseñaron a disparar con tanta precisión, con tanta… ¿cómo diría yo?, ¿con tanta profesionalidad?

Suzanne volvió la cabeza al oír la palabra «profesional» y le dirigió una mirada de desconfianza, pero decidió que no había querido darle ningún sentido especial.

—Fui muy buena durante el curso. Hice los deberes.

—Sin duda —concedió Vance—. Estoy seguro de que el fraile te habría puesto un diez en el examen final.

—¿Cómo puedes bromear con eso? —le dijo Suzanne con tono de reproche mientras Vance reducía la marcha buscando el lugar donde el camino se desviaba—. Allí ha muerto gente.

—¿Y qué vamos a hacer? ¿Echarnos a llorar? —replicó él—. Sí, todo este asunto es tan absurdo que los dos deberíamos estar llorando, pero de risa: un geólogo que cree ser un experto en Leonardo se une a una remirada periodista de revista cultural para seguir el rastro a una conspiración que está matando a gente a diestro y siniestro. Y aquí estamos los dos, armados con un par de licenciaturas, tu pequeña pistola de fantasía, un revólver con una sola bala y mucha chulería.

—Y estupidez más que suficiente —añadió Suzanne.

—Sí, una gran dosis de estupidez —coincidió él.

La carretera dejó de ser lisa cuando Vance apartó el Mercedes del asfalto y tomó un sendero de grava que se adentraba en el bosque, y que pronto se transformó en meras roderas de tierra. Estaban al pie de una cresta, en un lugar que no se veía desde el castillo. En cuanto quedaron ocultos por un bosquete de álamos jóvenes, Vance apagó el motor. La vibración del escape decreció hasta desaparecer y reinó el silencio. Por debajo de donde ellos estaban, un hidroavión pasaba rozando las aguas cerca de Tremezzo y se posaba graciosamente junto al embarcadero. A lo lejos se oía el ladrido de unos perros, pero más que nada, los sonidos provenían de la conversación del viento con los álamos que los rodeaban.

Las hojas y la hierba seca crujían suavemente bajo los pasos de Vance y de Suzanne, que avanzaban silenciosos por un estrecho y sinuoso camino forestal abierto entre los álamos. Este seguía una trayectoria paralela a la carretera a lo largo de más o menos un kilómetro, y a continuación subía colina arriba hacia el castillo de blanco alabastro. La mansión casi no podía verse, ya que la maleza iba haciéndose cada vez más espesa y reemplazando a los árboles.

De repente, salieron a una zona de viñedos, a un terreno labrado con esmero.

—¿Dónde estamos? —preguntó Suzanne apoyándose en el hombro de él.

—En los viñedos de la familia Caizzi —susurró Vance. Volvió la cabeza y se encontró muy cerca con la cara de ella. Su perfume llenó el pequeño espacio que quedaba entre los dos—. Los Caizzi siempre han hecho vino —explicó—. Estos son sus viñedos, todo uvas para champán. En sus bodegas sólo se hace champán, pero no se vende; es sólo para las fiestas, recepciones y celebraciones de la familia.

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