Vance se apartó de los ojos un mechón rebelde y trató de imaginar qué podría haber en un diario de casi seiscientos años como para que alguien se tomara el trabajo de eliminar a todos los que lo habían leído.
Se sirvió otro vaso de vino y sacó de su bolsa unas fotocopias que empezaban a arrugarse y a perder el color por el uso. Era su copia del diario de De Beatis. El museo sólo le había permitido hacer una por temor a que la luz brillante dañara las delicadas páginas.
Tomó un sorbo de vino y hojeó el diario y las pocas notas añadidas por él o, con menos frecuencia, por Martini, en el margen.
El mundo se redujo a un hombre leyendo ante una mesa. Ni una luz, ni un sonido, ni una visión penetraban en su espacio de concentración. Tal vez hubiera un significado oculto en las palabras de De Beatis, algo que se le hubiera escapado antes. Pero no pudo desentrañar nada. Por fin decidió que no podía ser el diario en sí mismo e hizo a un lado las hojas. Tenía que tratarse de algo que relacionara las páginas que faltaban y el propio diario.
Tanto el diario de De Beatis como el Códice Kingsbury habían estado supuestamente perdidos en los archivos de la Biblioteca de Madrid, víctimas de una catalogación descuidada y de la combinación de demasiados libros y poco espacio. Ambos habían sido descubiertos por investigadores que habían revisado de manera poco ortodoxa los fondos de la biblioteca y que sólo andaban rebuscando, como Vance cuando descubrió el diario.
Nadie había leído una u otra obra durante siglos, pero ahora alguien, ¿quién?, temía que al leer el diario se pudiera deducir… ¿qué?… ¿el paradero de las páginas del Códice Kingsbury perdidas y reemplazadas por la falsificación? Asintió con la cabeza mientras miraba sin ver a través de las ventanas del restaurante a la gente que pasaba por la acera. Sí, ésa debía de ser la razón por la que mataban a los lectores del diario.
La mera idea de que secretos de más de quinientos años pudieran ser una amenaza para personas de nuestro siglo parecía ridícula. Y sin embargo había tres muertos, y eso era algo que no podía pasarse por Dalido vueltas al asunto, Vance dejó el importe de la comida sobre la mesa y se marchó, abriéndose camino entre la multitud.
Entrecerró los ojos deslumbrado por la luz del sol y, por la via Dante, se encaminó hacia el Castello Sforza. Un enorme estandarte con la imagen de Leonardo colgaba de la torre del castillo. Abajo, en el paseo circular que rodeaba el edificio, había filas de taxis recogiendo y dejando pasajeros. Supuso que serían turistas. Los asistentes a la conferencia accederían al enorme castillo por el otro extremo, y entrarían directamente a una moderna sala de conferencias habilitada en la fortaleza renacentista.
Al pensar en la conferencia se acordó otra vez de Martini, y se preguntó qué harían los organizadores. El trabajo de Martini tenía que ser la piedra angular.
En busca de información al respecto, se dirigió al despacho del coordinador del simposio. Observó que en la antesala había una actividad frenética, casi desesperada. Los ayudantes y secretarios —en su mayor parte sacerdotes y monjas— iban de un lado a otro disparando frases en italiano. Sus voces destilaban nerviosismo y ansiedad.
Era un encuentro importante y las cosas no iban bien.
La puerta del despacho se abrió de golpe y el director soltó aún otras dos frases apresuradas por encima del hombro a un ayudante que había a sus espaldas.
—¡Dios mío! —sonrió al ver a Vance, y lo abrazó con entusiasmo—. ¡Me alegro de verlo! ¡Estuve tratando desesperadamente de ponerme en contacto con usted! Supongo… —Su expresión se volvió sombría—. Ya se habrá enterado…
—El profesor Martini —respondió Vance.
—Sí… horrible, horrible —dijo el director bajando la vista como si pudiera verse las punteras de los zapatos, que quedaban ocultos por su enorme barriga.
—Fue…
—No hablemos de ello ahora —lo interrumpió el director alzando la mano como si estuviera dirigiendo el tráfico—. No me veo capaz de soportarlo. Después de que este… este circo —agitó la mano para señalar el caos en su oficina— haya terminado, voy a dedicar mucho tiempo a llorar, pero ahora… hay que seguir el ritmo, y es un ritmo absolutamente frenético —añadió cogiendo a Vance por el brazo y conduciéndolo hacia la puerta—. Por eso me alegro tanto de verlo. Eso no significa que no me alegre también de verlo otras veces, pero bueno, ahora necesito su ayuda.
»Usted fue el alumno preferido de Martini —prosiguió cuando dejaron atrás la barahúnda de la oficina y entraron en la relativa paz del corredor—. Por eso me gustaría que mañana abriera la sesión en su nombre. —Y, sin esperar respuesta—: Puede optar entre exponer su propio texto o leer el que él tenía preparado.
—Para mí sería…
—¡Fantástico! —exclamó el director, y antes de que pudiera decir nada más, se vio arrastrado por una marea de agitados empleados que necesitaban su ayuda.
—¿Ha visto usted al doctor Tosi? —le gritó Vance mientras se alejaba.
El director negó con la cabeza.
—Pruebe en el Excelsior. Creo que se hospeda allí —fue todo lo que consiguió decir antes de que la puerta del despacho se cerrara de nuevo.
Vance miró su reloj. Eran apenas las tres y media de la tarde. Tenía tiempo de sobra y decidió ir a visitar a Tosi a su hotel. Tal vez pudieran aclararlo todo sin el melodramático encuentro de la tarde en la iglesia.
Tres horas después, Vance estaba más confuso que nunca. Había tomado un taxi hasta el Excelsior, un lujoso y moderno hotel de muchos pisos con todas las comodidades.
—El signore Tosi se ha marchado esta tarde —fue la lacónica respuesta del empleado de recepción. Pero su reticencia se desvaneció después de que Vance agitó un billete de cien euros bajo su perilla impecablemente recortada—. Sí, ahora lo recuerdo mejor. El signore Tosi lamentó tener que adelantar su partida y se marchó —consultó un libro de registro— alrededor del mediodía. Se fue con dos sacerdotes.
¿Sacerdotes? A pesar de su herencia italiana y de su amor por el arte del Renacimiento, alojado en su mayor parte en las iglesias, Tosi era un hombre que sentía antipatía por la religión y por la gente que la practica. Algo relacionado con la escuela católica y sus normas.
Vance Erikson caminó por el corso Magenta. Su cabeza era un torbellino bajo el sol de la tarde. El mundo giraba como un caleidoscopio más parecido a un cuadro surrealista de Dalí que a una obra de Da Vinci. El ajetreo comercial empezaba a decaer y la tarde adquiría tonos más humanos de niños jugando, aparatos de televisión y preparativos para la cena. Todo se oía claramente a través de las ventanas abiertas de los edificios que bordeaban la calle.
Cuando tuvo a la vista la forma familiar de la torre con columnata de la iglesia de Santa María delle Grazie, todavía faltaban quince minutos para la hora de la cita. Vance decidió aprovechar ese cuarto de hora para visitar la cuidadosa restauración de
La última cena
de Da Vinci. Aunque la obra maestra de Leonardo había sobrevivido milagrosamente al bombardeo de los Aliados de agosto de 1943, había estado a punto de sucumbir ante un enemigo menos dramático pero más virulento: el tiempo. La pintura se había ido descoloriendo y empezaba a desprenderse en algunas partes. Era un tesoro que habría llegado a desaparecer de no haber mediado una restauración que en sí misma era también un milagro.
En la puerta del refectorio, Vance pagó la entrada a un guardia aburrido y soñoliento y entró en el frío y húmedo recinto. Ante él, iluminado por varios focos de luz difusa, estaban Cristo y sus atónitos discípulos, que acababan de oír las palabras de su maestro: «Uno de vosotros me traicionará». El más antiguo de los dramas humanos representado un millón de veces al día y un millón de veces en la vida. La confianza indebidamente depositada y que, una vez destruida, ya no podía recuperarse.
Vance no sabía lo que creía realmente sobre Jesús, y no le importaba nada si ese hombre era la encarnación de Dios, pero reconocía la verdad en cuanto la veía. Lo destacable era la verdad revelada: que aquellos que amamos siempre traicionarán nuestra confianza. Vance vio esa verdad en Jesús: he aquí un hombre que confió y amó, y que murió por su fe en Dios y en los demás seres humanos.
Un zapato rozó el sucio suelo de cemento a sus espaldas y Vance se volvió nerviosamente hacia el origen del ruido.
—Vamos a cerrar, signore —dijo el guardia en italiano mientras se tapaba un bostezo con una mano sucia.
Desde la puerta, Vance echó una última mirada al cuadro antes de salir al exterior. En la pequeña
piazza
había una única farola con una bombilla colgando de un delgado cable que se mecía suavemente con la brisa. En lo alto, las sombras eran cada vez más densas.
Vance miró su reloj. Era hora de reunirse con Tosi en la iglesia. Atravesó a buen paso los veinte metros que lo separaban de la entrada del templo. Empujó la pesada puerta de madera y entró en el santuario.
Dentro, estaba tan oscuro como fuera, y sólo se veía a una persona, una anciana con un vestido oscuro e informe y un chai que le cubría la cabeza. La observó colocar una vela en un soporte a la derecha del ábside, profusamente decorado, y marcharse a continuación. Vance se estremeció. Estaba solo en una iglesia apenas iluminada. Se sentó en el banco más próximo a la puerta junto al pasillo central, y esperó.
Quince minutos después, Tosi aún no había llegado.
También van a por mí
. El sonido más fuerte que se oía en la iglesia era la respiración de Vance, que se iba haciendo más agitada y rápida a medida que pasaban los minutos.
A las siete y media empezó a cuestionarse su decisión de ocuparse de todo aquello él solo. Pensó que, nada más salir del hotel de Tosi, debería haber ido a la policía. En ese momento tomó la decisión de hacerlo y se puso de pie para marcharse.
Cuando estaba casi llegando a la puerta, junto a él en la oscuridad, se materializó la cara blanca y el alzacuello aún más blanco de un sacerdote. El resto del hombre, salvo el brillo del crucifijo que llevaba sobre el pecho, se confundía con las sombras.
—¿Señor Erikson? —preguntó el sacerdote en inglés.
Vance lo miró en silencio.
—Sí —dijo por fin—. ¿Lo conozco?
—No —respondió el otro sin hacer el menor intento de salir de las sombras—, pero tenemos un amigo común que me pidió que le transmitiese sus disculpas por no haber podido acudir a la cita que tenía con usted.
Entonces Vance vio que el hombre rebuscaba algo en uno de los bolsillos de la sotana. Supuso que le entregaría un mensaje de Tosi, pero lo que sacó fue una pistola, y lo apuntó con ella.
El sacerdote sostuvo el arma sin titubeos frente a la cara de Vance.
—No quiero hacerle daño, señor Erikson.
Dio un paso adelante, saliendo al fin de la espesa sombra y penetrando en la débil iluminación del templo. Era de baja estatura, algo más de un metro sesenta, mediana edad, pelo entrecano muy corto pegado a la cabeza en apretadas ondas. Llevaba unas gafas de montura negra.
Vance se había quedado sin habla. Se aclaró la garganta nerviosamente.
—Bueno… Si no quiere hacerme daño, ¿por qué no aparta eso? —Hizo una pausa—. ¿Es algo que utilizan en la nueva misa? —Trató de esbozar una sonrisa, pero ésta se le congeló al ver que la expresión del hombre se endurecía. Aquel sacerdote se tomaba muy en serio su religión.
—Vendrá conmigo —lo conminó.
Vance no se movió, en parte por miedo, en parte por rebeldía. No le gustaba que le dijeran adonde tenía que ir, especialmente si lo hacían apuntándolo con una pistola. Pero pensó que al menos eso quería decir que no tenía pensado matarlo… todavía.
—¿Adonde quiere que vaya?
—Eso no es de su incumbencia. Vamos, muévase.
El sacerdote señaló hacia la puerta y se hizo a un lado para dejarlo pasar. Vance vaciló.
—¡Dese prisa! Y, una vez fuera, no intente gritar pidiendo socorro.
Vance pasó por delante del hombre y fue hacia la salida, sintiendo la fría dureza de la pistola en la región lumbar. Abrió la puerta principal y salió al exterior. Un instante después, oyó un golpe y un arrastrar de pies a sus espaldas. Al volverse vio que el sacerdote trataba de recobrar el equilibrio. Era evidente que había tropezado en el umbral. Vance salió corriendo.
Detrás de él, el cura lanzó una blasfemia. Se oyó el eco de un disparo. Vance se refugió en un recodo de la entrada y después bordeó a toda velocidad el frente de la iglesia hasta el corso Magenta. Corría como loco, tratando de sostener la bolsa que llevaba al hombro y que le iba golpeando contra el muslo. En cuanto llegó a la calle, otro disparo atravesó la oscuridad. Sintió cómo impactaba en los papeles que llevaba en la bolsa. Con los ojos desorbitados miró hacia atrás y vislumbró la masa negra e informe de la sotana del sacerdote flotando en las sombras. Vio el fogonazo de otro disparo y oyó el sonido de la bala, que fue a estrellarse, inofensiva, en el edificio del otro lado de la calle.
Los dos disparos que habían estado a punto de alcanzarlo provocaron una descarga de adrenalina en Vance. Asió la bolsa con un brazo y echó a correr por el corso Magenta gritando en italiano.
—¡Socorro, policía, un asesino!
A lo largo de la calle empezó a agolparse la gente entre exclamaciones, y desde los restaurantes, los clientes atisbaban con cautela por las ventanas abiertas.
Sonó otro disparo, pero Vance no tenía la menor idea de adonde había ido a parar la bala. De repente se dio cuenta de que sus pasos eran los únicos que sonaban. Se refugió en un portal y se arriesgó a mirar hacia la iglesia. Vio con alivio que el sacerdote estaba de pie en la esquina de Santa Maria delle Grazie, inmóvil, como si estuviera dudando entre proseguir o no la persecución. Luego, cuando los gritos de la vecindad subieron de tono, el hombre se dio la vuelta abruptamente y salió corriendo en dirección opuesta.
Temblando de miedo, Vance se quedó unos segundos en el portal, con las piernas flojas y la respiración entrecortada. Temiendo en todo momento que el clérigo pudiera regresar, salió de su refugio y, a paso lento, se dirigió hacia su alojamiento. Sólo cuando se encontró tras la puerta cerrada con llave de la pensión se permitió un respiro.
Se dirigió en taxi hacia la comisaría y se pasó una hora y media hablando con un detective, repasando una y otra vez la descripción del sacerdote.