—¿Está seguro, absolutamente seguro de que era un sacerdote? —le preguntó hasta el cansancio el detective, evidentemente un católico devoto.
Todas las veces Vance le contestó que el hombre iba vestido como un sacerdote, aunque por supuesto no tenía ninguna prueba de que lo fuese.
—Terroristas —dijo el detective—, o tal vez la Mafia.
El policía examinó el agujero en su bolsa, le tomó declaración y a continuación lo dejó marchar con la advertencia de que no abandonara Italia sin notificárselo. Genial, pensó Vance.
Tomó otro taxi hasta la oficina de Telégrafos del Estado en la piazza Vittorio Emmanuele II. Eran poco más de las nueve y media cuando atravesó la magnífica arcada en forma de cruz con su intrincada cúpula de hierro y cristal. Al cabo de menos de diez minutos, el operador lo había puesto en contacto con Harrison Kingsbury en la sede central de ConPacCo de Santa Mónica. Cuando había llamado el día anterior para contarle lo de la muerte de Martini, Kingsbury no estaba en la ciudad, pero esta vez sintió un gran alivio al oír la voz del viejo magnate al otro lado del hilo.
—Vance —dijo la voz—, ¿eres tú?
—Sí —respondió—. Yo…
—Es horrible lo de Martini —lo interrumpió Kingsbury—. ¿Tienes alguna idea de por qué alguien querría matarlo? ¿Podría guardar relación con tu visita?
—Sí —contestó Vance—. Parece una locura, pero creo que hay una conexión. —Hizo una pausa—. Le dejé unos informes sobre las muertes en Viena y Estrasburgo…
—¿Y crees que todas esas muertes están relacionadas?
—Al principio creía que no era más que una coincidencia, pero con lo de Martini y…
—He hecho algunas llamadas a Amsterdam y La Haya —volvió a interrumpir Kingsbury antes de que Vance pudiera contarle sus experiencias de esa noche—. He movido a la policía holandesa y a su servicio de información antiterrorista. Me deben un par de favores y estoy invocando uno de ellos.
Vance escuchó en silencio a Kingsbury, maravillado una vez más de la energía de su viejo jefe. A los setenta y tres años, el hombre no daba muestras de decaimiento.
Sí, debía de tener a alguien en casi todos los países del mundo que le debiera favores.
—… la policía holandesa ha asignado personal extra para dedicarse a tiempo completo a resolver el misterio de la muerte de Martini. —Proseguía el otro.
—Jefe —por fin Vance consiguió interrumpir el soliloquio de Kingsbury—, jefe, tengo algo importante que decirle.
Vance le contó lo de esa noche y lo de los acontecimientos del día, y que estaba incluido en la lista de ponentes del simposio sobre Da Vinci.
—Es fantástico que te hayan invitado a intervenir, Vance, pero quiero que vuelvas a casa esta misma noche. Te quiero vivo, majadero —añadió con afecto—. Después de todo, eres mi geólogo prospector más valioso. No puedo permitirme el lujo de que te maten.
—Jefe —respondió Vance—, comprendo que esté preocupado, y se lo agradezco, pero no puedo salir corriendo. Sería un insulto para Martini que no leyese su intervención de mañana.
Vance esperó una respuesta, pero sólo le llegó el silencio.
—Es cierto —convino Kingsbury al cabo de un rato—, pero quiero que esta misma noche abandones ese pequeño tugurio donde sueles alojarte y te mudes a algún lugar donde jamás hayas estado, donde a nadie se le pueda ocurrir buscarte.
—De acuerdo —dijo Vance—. Me cambiaré de hotel, pero lo de abandonar Milán voy a tener que posponerlo hasta que me entere de lo que está pasando. —Iba a ser un choque de voluntades, ambos lo sabían. Los dos eran obstinados—. Aunque no estoy mucho más cerca que hace un mes de hallar las páginas que faltan, en cierto modo ahora me parece mucho más importante encontrarlas. Si no lo hago, la vida de tres buenos hombres, tal vez cuatro si Tosi está muerto, no habrá servido para nada.
—Está bien —Kingsbury aceptó sin entusiasmo.
—Sabe que tengo razón —insistió Vance—. No me va a decir que no quiere, ahora más que nunca, conseguir esas páginas.
—Desde luego que sí —admitió Kingsbury—, pero no estoy seguro de quererlas tanto como para que te maten o maten a nadie más. Además, ¿qué puedes hacer tú que no puedan hacer las autoridades de Holanda y de Italia?
—Creo que ya conoce la respuesta, señor —contestó Vance—. ¿Acaso se van a creer que alguien está matando para proteger el contenido de unos papeles con siglos de antigüedad? Y aunque así fuera, ¿podrían seguirles la pista mejor que yo?
—Maldita sea, Vance —exclamó el anciano—. Sabes que odio que tengas razón…, especialmente en cuestiones como ésta. Podrías salir mal parado. Lo sabes.
—Creo que es innecesario que me recuerde eso —dijo Vance pasándose los dedos por el corte que tenía en la ceja izquierda y pensando en el agujero de su bolsa—. Pero lo mismo podría sucederle al que mató al profesor Martini, y pretendo encontrarlo, sea quien sea.
Mentalmente, Vance se imaginó a Kingsbury sentado ante el enorme escritorio de su despacho, desde donde veía el Pacífico. El viejo estaría jugueteando con una hoja de algún memorándum escrito con su compleja caligrafía y asintiendo con la cabeza.
—Lo entiendo —afirmó Kingsbury—, y estoy de acuerdo, pero con una condición. El subjefe de la inteligencia italiana es un viejo amigo mío. Voy a hacerle una llamada. Quiero que aceptes toda la ayuda que pueda proporcionarte. ¿Está claro?
Esa misma noche, Vance compró media botella de Barolo y tomó un taxi hasta el Hilton. Volvería a la pensión al día siguiente a recoger sus cosas. Se sentó y se bebió el vino en su nueva habitación, con las luces apagadas, observando el tráfico de la calle. Finalmente, se metió en la cama.
La noche pasó como era de esperar. La misma pesadilla se le repitió una y otra vez hasta el amanecer. Siempre se encontraba en Santa María delle Grazie, frente al arma del sacerdote. La última vez, el clérigo llevaba una horrible máscara de calavera y apretaba el gatillo una y otra vez. Vance se despertó cuando las balas le estaban atravesando el cuerpo.
Domingo, 6 de agosto
El abrasador sol mediterráneo se reflejaba feroz e implacable sobre los tejados de Milán y sobre las cabezas de sus ciudadanos. Absorbía hasta la última gota de agua, convirtiéndose en un suplicio. La temperatura era excesiva hasta para el sistema de aire acondicionado de la sala de conferencias, que emitía apenas imperceptibles soplos de aire fresco.
Maldiciendo para sus adentros, Suzanne Storm trataba de contener con pañuelos de papel el sudor antes de que éste le estropeara el cuidado maquillaje. El director del simposio sobre Da Vinci permanecía estoicamente sentado frente al podio con el traje abotonado. El resto de los asistentes, en cambio, se había despojado de chaquetas y corbatas y se había remangado la camisa.
Añorando el calor seco de Florencia, o de Los Ángeles, Suzanne se removió por enésima vez en el asiento y alisó las arrugas de su falda. Había sido una pérdida de dinero y de tiempo para
Haute Culture
enviarla a cubrir aquel encuentro. Pensó que todo era agobiante y aburrido. ¿Era posible morir de tedio? Los asistentes al simposio eran todavía menos interesantes que aquellos personajes envarados y afectados a los que había tenido que aguantar en las recepciones de su padre cuando éste era embajador en Francia.
Sofocó un bostezo y se enjugó una gota sudor que se le deslizaba por la nuca. Debería haberse recogido el pelo, pero el fresco de la mañana no presagiaba que la tarde fuera a volverse tan asfixiante.
Se levantó la brillante cabellera cobriza un momento para retirarla de su cuello y la dejó caer nuevamente sacudiendo la cabeza para recolocársela. Echó una mirada al reloj: casi las tres y media. Un ponente más después de aquél y a continuación el cóctel inaugural. Qué no hubiera dado en ese momento por un martini helado.
Miró a su alrededor y se dio cuenta de que no era la única a punto de quedar anestesiada por la monótona voz del conferenciante. Bajó la vista hacia el programa. Al siguiente al menos no se lo podía tachar de soso. Pensó que, en todo caso, lo que se podía decir de él es que era en exceso interesante, tal vez demasiado como para que ella pudiera tomárselo en serio en su papel de estudioso de Da Vinci.
«Maldita sea, Suzanne —se reprochó—. Ya estás otra vez».
Recordó aquel día, hacía ya un mes, en que, mirando las noticias de la noche, vio la conferencia de prensa de Harrison Kingsbury en la que había anunciado que Erikson había descubierto una falsificación en el códice que acababa de comprar. Pasaron la parte en la que ella cuestionaba las conclusiones de Erikson. Desde luego se había comportado como una auténtica bruja. ¿Era ella así realmente? ¿Era posible que se hubiera portado de ese modo? Pensó en su forma de entrevistar e interrogar a la gente y otra vez en Vance Erikson.
No, se dijo, no empleaba con los demás la aspereza que le dedicaba a él. Durante los dos últimos años, desde que trabajaba para
Haute Culture
, se había tropezado con ese hombre una y otra vez. El mundo del arte era pequeño e incestuoso y uno se topaba constantemente con la misma gente.
Se había encontrado por primera vez con Vance Erikson en una fiesta, cuando ella acababa de volver al país y cursaba su primer año en Skidmore. El había entrado en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, el MIT, y todas sus amigas lo encontraban terriblemente interesante, nada que ver con los típicos ratones de biblioteca del MIT. Su acompañante de aquella noche, una alumna de Skidmore, lo lucía como si llevara una joya, mientras pregonaba ante sus amigas la no muy respetable suerte de él en el juego.
—¡Imagina lo que es que te echen a patadas del casino de Montecarlo por ser demasiado bueno! —coreaban todas con aire adulador.
Todas menos Suzanne, que aunque se derretía bajo su intensa mirada azul y su maliciosa sonrisa, resistía. Lo encontraba demasiado seguro de sí mismo, demasiado irreverente. ¿Quién se creía que era para burlarse de las convenciones sociales? ¿Cómo pensaba que podía prescindir de todo eso?
Ella
no había podido. Había tenido que desempeñar su papel en las recepciones políticas de su padre. Tal vez no le gustara, pero había cumplido con su obligación. Aquel joven engreído, con sus maneras inconformistas, era un insulto para su sentido del deber.
No obstante, en esa calurosa tarde de domingo en Milán, sus pensamientos la turbaban. El espectáculo que había visto por televisión, su comportamiento, seguían atormentándola. ¿Estaría equivocada sobre Erikson? Todo era tan confuso.
El ponente, un frágil anciano de la Universidad de Padua, abandonó el podio arrastrando los pies, y ayudado por uno de los asistentes del director mientras éste tomaba el relevo en la tribuna para presentar a Vance Erikson. Leyó su historial, que llevaba escrito en una hoja mecanografiada. Por primera vez, Suzanne admitió ante sí misma que era impresionante.
Observó mientras el director terminaba su presentación y Erikson recorría el escenario hasta el podio. En la sala se produjo una notable reactivación al volver los asistentes a la vida y disponerse a prestar atención. Varios recién llegados ocuparon asientos que llevaban vacíos casi todo el día.
Aquel andar seguro… aquella confianza. No, era algo más que confianza. Era como si a él todo le diera igual. No le importaba lo más mínimo lo que la gente pensara. Desde su asiento, a doce filas del escenario, Suzanne Storm lo observó allí, en el podio, animado, cautivador, esperando que cesara el aplauso. Detestaba tener que admitir que se había equivocado, pero empezaba a reconocer que así había sido. Mientras Erikson iniciaba su introducción, ella pensó que le debía como mínimo una oportunidad, una oportunidad justa.
Vance sonreía mientras esperaba que el aplauso finalizara. Paseó la vista por la sala y vio muchas caras conocidas. Allí, en primera fila, estaba el guardaespaldas que le había asignado el policía amigo de Kingsbury. El hombre era enorme y se veía totalmente fuera de lugar. Estaba esperándolo en la puerta por la mañana y lo había seguido a todas partes como un cachorro perdido…, eso suponiendo que los cachorros perdidos fueran armados con metralletas Uzi.
De repente su mirada tropezó con Suzanne Storm. Se le hizo un nudo en el estómago.
«Maldita sea», dijo para sus adentros.
De no muy buena gana volvió a centrarse en las páginas de Martini, cuyos márgenes estaban llenos de notas que el propio Vance había escrito apresuradamente la noche anterior.
Desde aquel primer encuentro en Skidmore… ¿Qué había dicho aquel día? ¿Qué había hecho? Fuera lo que fuese, estaba seguro de que ella estaba allí para atormentarlo.
Al aplauso le siguió el silencio y Vance empezó su ponencia.
—Esta debería haber sido la ponencia de Geoff Martini, no la mía —empezó—. Hoy, aquí, soy sólo el mensajero, y espero que mientras hablo lo honren viéndolo a él y no a mí, porque no hay nada que yo sepa sobre Leonardo que no le deba a él, a su generosidad y a su genio.
Vance continuó su homenaje describiendo la inmensa contribución del profesor al estudio de Leonardo, y contando cómo lo había conocido en un pequeño pub cerca del campus de la Universidad de Cambridge y que eso había cambiado el curso de su vida. Cuando acabó, tenía los ojos húmedos y su voz se había suavizado. Notó que entre el público también había muchos que compartían su sensación de pérdida. Hizo un esfuerzo y prosiguió.
—Pero lo que debemos hacer ahora es continuar el trabajo del profesor Martini y mantener viva su obra aunque él no vaya a seguir escribiendo.
»Como de otros artistas del Renacimiento, se esperaba de Leonardo que fuera más que un artista. —Retomó el tema en tono pausado, volviendo las páginas que tenía ante sí—. Al igual que su contemporáneo Miguel Ángel, Leonardo era un magnífico arquitecto y planificador militar. Mientras Miguel Ángel rediseñaba las fortificaciones de la amurallada ciudad de Florencia, Leonardo aplicaba su talento más al norte, donde trabajó como ingeniero militar para César Borgia y para el conde Ludovico Sforza, el duque de Milán, que hizo construir este magnífico castillo en el que hoy estamos reunidos.
»En realidad, éste es el campo al que el profesor Martini dedica… dedicó la mayor parte de su tiempo.
Consultando sus notas de vez en cuando, Vance mencionó algunos de los inventos militares del presente que ya habían sido concebidos por Leonardo: el submarino, el tanque blindado, el paracaídas, el equipo de buceo, el helicóptero y algunas formas incipientes de misiles teledirigidos y de material de artillería. No se detuvo en ninguno de ellos porque todos los presentes los conocían muy bien.