El sol se había puesto cuando Suzanne y Vance regresaron a Como. La oscuridad supuso un alivio. Al menos ahora no atraerían las miradas curiosas de los automovilistas que invariablemente se quedaban con la boca abierta ante el aspecto del Fiat con sus ventanillas rotas y su techo aplastado. Al acercarse a Como, Vance descubrió algo todavía más milagroso que su huida de Castello Caizzi: una plaza de aparcamiento vacía. Estacionó el coche. Era una zona prohibida, pero decidió actuar a la italiana y allí lo dejó.
En silencio, se dirigieron a pie hacia el arbolado paseo del Lungo Lario Trieste. Cuando llegaron a la ancha acera que daba a la escollera y al pequeño puerto, Suzanne se acercó más a él.
—Podríamos intentar pasar desapercibidos —dijo mientras se cogía de su brazo.
Estaban rodeados por parejas de todas las edades, que daban sus paseos. El sintió la mano cálida y firme de Suzanne sobre su brazo. Se pararon junto a la balaustrada, como si estuvieran mirando los barcos, mientras exploraban la multitud en busca de alguien que pudiera estar siguiéndolos. Vance suspiró. Aquel territorio extranjero de intriga y violencia empezaba a resultarle cada vez más familiar. Se estaba acostumbrando a él; estaba alerta y despierto, y reparaba en cosas que antes le habían pasado inadvertidas.
Pero algo más estaba creciendo en su interior, no sólo ese nuevo instinto de supervivencia. A cada momento conocía algo más de Suzanne Storm. Ahora, apoyados en silencio en la barandilla de hierro negro sobre el lago, pensaba asombrado en la habilidad con que había engañado al centinela que vigilaba la puerta de Caizzi y en la sangre fría de que había hecho gala durante toda la tarde. Una mujer notable.
Sentía su mano y el suave contacto de su cadera. ¿Realmente se limitaba a dar una impresión a los demás; sólo se trataba de pasar desapercibidos, como había dicho? Se sorprendió pensando que ojalá fuera algo más, tal vez incluso algo que llenara su desolación emocional.
Ella le apretó el brazo suavemente y se pegó más a él. Una fresca brisa nocturna sopló desde el lago y jugueteó con sus cabellos. Aquel airecillo resultaba agradable. Las luces de la ciudad danzaban animadas sobre las crestas de las olas que las transportaban hasta romper deslumbrantes en la escollera y deshacerse en un leve murmullo de espuma.
—He estado pensando en ello —repitió él en voz baja, casi un susurro—. Por supuesto, tú tenías razón. Fue una locura por mi parte pensar que podía hacer esto solo. Iría a la policía esta misma noche si no estuviera tan endemoniadamente cansado.
Ella lo miró. A pesar de la fatiga, los ojos de Vance tenían una expresión fuerte, decidida, una mirada que ella empezaba a conocer muy bien. Sí, antes había estado segura de que ir a la policía era lo más adecuado.
Mejor dejar que los profesionales se hicieran cargo; mejor que fueran
ellos
y no unos aficionados los que recibieran las heridas. Pero mientras Vance decidía que ella tenía razón, Suzanne había cambiado de idea. Ahora sabía que ir a la policía era lo menos indicado.
Todavía cogidos del brazo, se encaminaron hacia la piazza Cavour, brillantemente iluminada. En las aceras de ambos lados había terrazas con profusión de luces, de mesas y de plantas en maceteros de terracota.
Cruzaron la calle hacia la esquina norte de la plaza, hasta el café al aire libre del Metropole, haciendo un alto para dejar que un montón de niños y padres pasaran hacia el puesto donde vendían helados. Una matrona robusta y elegante protestaba en italiano.
—¡Pero,
cara
, te va a quitar el apetito! Todavía no has cenado.
Suzanne y Vance se miraron sorprendidos y rieron.
—Parece que haga un millón de años desde que desayunamos, ¿verdad? —comentó Vance moviendo la cabeza admirado.
—Por lo menos —coincidió Suzanne—. Yo estoy muerta de hambre.
Se detuvieron junto al bordillo, de camino al Metropole.
—¡Espera! —dijo Suzanne de repente, tirando del brazo de Vance y haciéndole perder momentáneamente el equilibrio—. Por ahí, entre el Metropole y la oficina de turismo. ¿Qué ves?
Vance entrecerró los ojos. Era difícil ver algo que no estuviese brillantemente iluminado, tal era la profusión de luces.
—Un coche de la policía —dijo por fin—. No, dos coches de policía. ¿Y qué?
—¿Suele haber coches de policía aparcados frente al Metropole?
—Maldita sea.
—Vamos. —Suzanne tiró de él para que cruzara la calle hasta una parada de autobús.
—¿Adónde vamos?
—A mi hotel.
Vance asintió a media voz y la siguió en silencio.
Uno de los autobuses color naranja los recogió tras menos de diez minutos de espera. Iban sentados en silencio, uno junto al otro, mientras el autobús seguía la costa occidental del lago, pasando por Villa Olmo, atravesando pequeños grupos de casas de polvorientos tejados rojos a lado y lado de la carretera, como incrustados entre el lago y las empinadas laderas. Enormes villas con jardines escondidos al público mediante hábiles obras de arquitectura paisajística. Hacía siglos que Como atraía a los ricos como un imán, y éstos construían allí sus villas y se quedaban a vivir en ellas, porque en aquel sitio tenían asegurada su intimidad. Las autoridades no hacían preguntas. Las historias de depravación y misterio que corrían sobre el lugar; de altos acuerdos políticos, de poderosos que se repartían los continentes, eran legión. Muchas de ellas eran ciertas.
Por fin, el autobús encaró jadeante la breve pendiente de Cernobbio y se detuvo con alivio. Vance y Suzanne se bajaron rápidamente.
Ella volvió a cogerse de su brazo cuando empezaron a caminar hacia el norte, por la calle principal, pasando por una destartalada gasolinera que parecía un decorado para
Las uvas de la ira
, y bajando después una leve pendiente; pasaron por algunas tiendas y dejaron atrás la elegancia decadente del hotel Regina.
Poco a poco, las luces empezaron a ser más escasas y los edificios del pueblo fueron reemplazados por árboles y por un alto muro de piedra a un lado. No tardaron en girar a la derecha, siguiendo la calle que llevaba al Villa d'Este.
La villa, hoy convertida en hotel, había sido construida en la segunda mitad del siglo XVI por Tolomeo Gallio, el inmensamente rico cardenal de Como y secretario de Estado del papa Gregorio XIII. A lo largo de los siglos, había pasado por las manos de gente rica y poderosa, entre ellos Caroline de Brunswick, la esposa repudiada del rey Jorge IV de Gran Bretaña, cuyas costumbres libertinas dieron lugar a multitud de leyendas. La última propietaria privada había sido la emperatriz Fedoróvna, madre del zar Alejandro II.
Fue transformada en un hotel de gran lujo en 1873 y seguía siendo uno de los últimos del lago que conservaba un aire de elegancia y majestuosidad, acompañado de unos precios reales y suntuosos.
—¿Cómo diablos vas a colarme dentro? —preguntó Vance. Habían dejado atrás el minigolf por un túnel de árboles magníficos sabiamente iluminado para preservar la intimidad—. Es inevitable que alguien repare en mi ropa. —El día se había cobrado su tributo. Tenía la camisa blanca manchada de tierra y de pequeñas salpicaduras de sangre. Sus pantalones color caqui estaban desgarrados en una rodilla, producto de una caída—. Parece que hoy me he llevado la peor parte.
Suzanne rió alegremente, le dijo que no se preocupara y pasó a explicarle su plan.
Veinte minutos más tarde, Vance entraba en la habitación de Suzanne tras trepar por la escalera de incendios del hotel. Mientras ella cerraba las ventanas y echaba las cortinas, Vance se sacudió la ropa.
La habitación tenía una elegancia muy inglesa: muebles de madera oscura, butacas tapizadas de cuero, pesados cortinajes de seda, satén y brocado, y una alfombra tan mullida que parecía capaz de engullir a perros y niños pequeños. El papel y el revestimiento de las paredes eran de diseño tradicional, de tonos tostados y con ornamentadas molduras pintadas del mismo color. Una gigantesca cama ocupaba la mayor parte de la habitación junto con un sofá y dos butacas en torno a una lámpara con base de querubines. Frente a la cama había una reproducción de un Manet, y un Pissarro miraba desde la pared que quedaba detrás del sofá. Vance echó una mirada alrededor, contemplando el lujo. Dio un paso hacia Suzanne, que todavía estaba ante las cortinas cerradas, pero se detuvo de golpe al oír que sofocaba un sollozo. Después se tapó la cara con las manos y, entre lágrimas, dijo enfadada:
—¡Maldición! Siempre me pasa igual. Estoy bien mientras la situación hierve, pero en cuanto se enfría, yo… yo…
Se volvió y lo miró, con los ojos anegados en llanto. Automáticamente, Vance abrió los brazos y la acogió entre ellos, mientras ella apretaba la cara contra su pecho y sollozaba sin consuelo, llorando y jadeando.
El le acarició el pelo y trató de tranquilizarla. Entendía su arrebato. Había conocido a gente como ella en su vida. En una crisis, tenían un temple de acero, pensaban fríamente, con rapidez, tomaban decisiones precisas. Eran personas en las que se podía confiar cuando uno se jugaba la vida, pero cuando la presión aflojaba, se desmoronaban.
Suzanne sofocó los últimos sollozos y levantó la vista hacia él. Tenía los ojos enrojecidos y le temblaban los labios, aunque intentaba controlarse.
—Tal vez pienses que soy una estúpida —dijo, mordiéndose el labio.
—No —respondió Vance con tono firme pero suave—. No creo que seas estúpida, lo que te pasa es normal.
En su interior se agitaban sentimientos con los que no estaba familiarizado. Había alguien que lo necesitaba, aunque sólo fuera por unos cuantos minutos, y eso le hizo sentir una calidez desusada, se sintió útil, algo que no había sido frecuente en los últimos meses. Comprobó con agrado que todavía era capaz de experimentar ese sentimiento de protección. Y sin embargo, aquella mujer que ahora tenía entre sus brazos también era capaz de cuidar de él. Pensó en el día que acababan de pasar, y en las veces en que podrían haberlo matado de no ser por el coraje y el buen tino de ella. Jamás había tenido cerca a alguien que pudiese cuidarlo. Con Patty no había sido así, desde luego. Suzanne le rodeó la cintura con los brazos y él la apretó mucho contra sí. Ahora los sollozos eran menos frecuentes.
«Henos aquí —pensó Vance—, dos supervivientes que han compartido la experiencia de engañar a la muerte, unidos de por vida por una experiencia común que ninguno de los dos olvidará». Suzanne alzó la vista hacia él, sus caras estaban muy próximas. Vance la miró a los ojos.
Al cerrarlos, ella pensó en que en los de él había tanto sentimiento, tanta… ternura. Un segundo después, sintió los labios de Vance sobre los suyos.
Volvió a atraerlo hacia sí mientras el cuerpo del hombre encontraba el suyo y la abrazaba tan fuerte que por un momento casi no pudo respirar. Entreabrió los labios y entonces el aire se volvió incandescente, consumiéndolos a ambos mientras ella lo arrastraba hacia la cama y tiraba de él para que se tendiera junto a ella.
Vance sintió las manos de Suzanne explorándolo, sondeándolo, acariciándolo mientras él besaba sus labios, su cuello. Ella gimió mientras la boca de él recorría la piel sensible bajo su mentón y dejaba un reguero de besos por sus pechos. De esa forma sutil en que los cambios graduales parecen manifestarse en un relámpago, de pronto los dos lo vieron claro.
—Yo… —Vance vaciló.
—Lo sé —dijo ella—. Yo también te amo.
Harrison Kingsbury iba pensando en mil cosas mientras conducía su Mercedes de alquiler entre el caos del tráfico que salía del aeropuerto Fiumicino. A menudo se había preguntado por qué la gente del lugar insistía en llamarlo así y no por su nombre formal: aeropuerto Leonardo da Vinci.
Pero este día del verano romano, aquélla era la menor de sus preocupaciones. El presidente del consejo de administración de la mayor empresa petrolera del mundo, un hombre con el que había librado una lucha encarnizada durante más de tres décadas, lo había invitado con cortesía, casi podría decirse que con deferencia, a una reunión privada en la villa que su empresa tenía a orillas del lago Albano, al sureste de Roma. Hasta entonces, desde que Kingsbury dejó fuera a su empresa de concesiones en Libia, Perú y media docena más de países en un período de seis meses, el hombre no había tenido con él ni siquiera la más elemental cortesía. Era un mal perdedor, y eso para Kingsbury significaba que era débil, inseguro.
Rió para sus adentros mientras avanzaba rápido y seguro entre el tráfico. Otros de su posición iban por ahí en limusinas con chófer, rodeados de guardaespaldas. «Necios», pensó mientras adaptaba su aventajada estatura al asiento para ir más cómodo. Ese tipo de lujos hacían débiles a los hombres… y también a las mujeres, supuso. Se volvían dependientes de otros, que hacían el trabajo por ellos, y, sin darse cuenta, se convertían en unos peleles patéticos a los que les importaba más el lujo y el oropel de su función que el desafío del propio trabajo.
Ahí estaba Merriam Larsen, reflexionó Kingsbury mientras tocaba el claxon para advertir a un vehículo más lento de que se apartara de su camino. «¿Qué ha hecho Larsen en las tres décadas que lleva como presidente de la mayor compañía petrolera del mundo? Ha engordado y se ha vuelto aburrido y poco creativo. Su empresa ha obtenido beneficios obscenos, no porque los beneficios lo sean en sí mismos, sino porque fueron conseguidos mediante la especulación, los sobornos a funcionarios públicos, el asesinato, la extorsión, la imposición de precios y la venta de favores políticos». Los insulsos intelectos de las empresas gigantescas tenían que valerse de este tipo de fuerza cuando su creatividad, inventiva y sentido de la aventura quedaban anulados por unas ansias insaciables de riquezas.
Kingsbury había obtenido sus beneficios, comparativamente superiores a los de la empresa de Larsen, con orgullo, encontrando petróleo donde los gigantes no se habían tomado el trabajo de explorar; arriesgando su dinero en nueva tecnología en la que las grandes empresas temían invertir. Kingsbury pensaba orgullosamente que sus beneficios provenían de la productividad mientras que los de Larsen eran fruto de la extorsión. Frunció el ceño: era casi como si Larsen y su brigada de bandidos de la Delegación de Bremen estuvieran desafiando a los gobiernos a castigarlos. Prácticamente no pagaban impuestos; violaban y saqueaban las economías del mundo y cometían una tropelía tras otras dándose aires de centro de asistencia social mientras explotaban el trabajo honesto de las clases media y baja. Eso en algún momento se tenía que acabar. Lo que más preocupaba a Kingsbury era que su empresa, que pagaba religiosamente sus impuestos y a pesar de todo obtenía beneficios, en un momento dado se vería envuelta en el torbellino de sanciones que caerían sobre todas las multinacionales.