—… no queda más alternativa que usarlo como escarmiento —resonó la voz. Kimball se apresuró a bajar el volumen antes de que sonara otra voz.
—Pero no puedes hacer eso. Es un miembro demasiado valioso de la delegación. Tiene más cabeza que todos los demás miembros juntos.
La que había hablado era Denise Carothers, presidenta de la Delegación de Bremen y antigua amante de Kimball.
—De eso se trata —continuó Larsen.
Kimball se recostó en el diván y cerró los ojos, visualizando la habitación donde se había realizado la grabación y las caras de los que hablaban. Larsen debía de estar reclinado en un sillón de la biblioteca de la casa de Bolonia. Carothers estaría paseándose de un extremo a otro, con su estilo nervioso y dramático.
—La cuestión es —insistió Larsen enfáticamente— que todos hemos llegado a depender demasiado de Elliott Kimball, de su conocimiento y de sus habilidades. Y esa dependencia le permite mantener su poder, tenernos dominados, de modo que su suerte y su éxito se convierten en nuestra propia suerte y nuestro propio éxito.
Hubo una pausa en la grabación. Kimball se imaginó a Carothers de pie ante Larsen y mirándolo intensamente. Después volvió a oírse la voz de Larsen, en tono bajo y siniestro. Ahora no se lo oía con la misma claridad. Seguramente se había alejado del micrófono.
—Y sus fracasos también son los nuestros, Denise —insistió en voz baja—. Y no podemos permitirnos un fracaso. Ya no tiene salvación.
—Bueno, tampoco exageremos —protestó Carothers indignada.
—¡No hay absolutamente nadie que sea indispensable, Denise! ¡Ni tú, ni yo, ni tu Elliott Kimball! En la prescindibilidad reside precisamente nuestra
fuerza
. El señor Kimball ha puesto en peligro esa fuerza y debe pagar por ello.
Hubo otro silencio en la cinta. Kimball casi podía ver a Larsen dejándose caer en un sillón y tomando un sorbo de brandy.
—¿Sabes, Denise? —continuó el hombre—. Me desagrada que tú y Kimball no parezcáis haber entendido el sentido de la pequeña lección de Pisa. Después de todo, la Delegación de Bremen ha funcionado bastante bien desde entonces… incluso después de que su tesorero fue ahorcado y atravesado por una cruz.
—Pero eso fue diferente —^protestó Carothers—. ¡Aquel hombre era un traidor! Él…
—Sí, sí, es verdad, Denise, pero yo, es decir, nosotros, queríamos también dar una lección que no pudiera pasar por alto ningún miembro de la delegación, ni ninguno de los que trabajan para nosotros. De verdad lamento que no lo hayas entendido, Denise, porque si bien echaré de menos a Kimball, mucho más sentiré no contar ya con tus servicios en el consejo.
—¿Mis servicios? —La voz de Carothers era de pronto más chillona que de costumbre—. ¿A qué te refieres?
—Denise, no creerás realmente que te vamos a permitir continuar después del absoluto fracaso del asesinato.
—No seas ridículo, Merriam. —El pánico que se iba apoderando de ella se advertía en su voz—. Yo soy la cabeza de la delegación. Estas cuestiones hay que discutirlas en el consejo… hay que votar.
—Ya lo hemos hecho. El voto fue unánime.
Ahora se oían ruidos amortiguados en la grabación. ¿Pasos, acaso? Kimball abrió los ojos y se acercó al altavoz. No quería perderse nada. Se oyó el ruido metálico del picaporte.
—¡Has hecho cerrar las puertas!
—Sí, claro que sí, Denise. —La voz de Larsen era absolutamente calma—. Claro que las he hecho cerrar.
—¡No! ¡No! ¡No! —Los gritos de Carothers llenaron los oídos de Kimball mientras la cinta seguía adelante, impasible.
—Sí —se oyó pronunciar a Larsen sin más.
A continuación se oyó el «
fuut
» de una pistola con silenciador.
—¡Maldito bastardo!
—Sí —volvió a decir Larsen. La cinta reprodujo otros tres disparos amortiguados y a continuación el ruido sordo de un cuerpo al caer.
—Así es. —Por el altavoz se oyó el ruido cristalino de la frasca del brandy y otro suspiro contenido—. Así es, querida, tienes razón.
Kimball hizo una mueca mientras apagaba el reproductor y se recostaba en los mullidos cojines del diván. Supuso que dentro de un par de días estaría completamente recuperado. Lo estaría, pensó sombríamente, pero nunca volvería a tener otro cuchillo como el que había perdido. Cerró los ojos y volvió a ver cómo se le caía al suelo. Recordó luego los golpes furiosos de los hombres que lo habían visto atacar a la anciana… y a Suzanne Storm. Por supuesto, había devuelto los puñetazos y lo habían gratificado los gritos de dolor a modo de respuesta a sus poderosos golpes. Había tenido que hacerlo para escapar. Y ahora, lo sabía, su mayor reto era seguir con vida.
El pronunciamiento de Larsen acerca de que él debía ser eliminado no lo cogió por sorpresa, por eso hacía tiempo que tenía planes para cuando llegara el caso. La cinta era sólo una parte de ese plan de contingencia.
Llevaba más de una década dándole forma minuciosamente. En el epicentro del mismo estaba el Glavnoye Razvedyvatelnoye Upravleniye, más conocido por el acrónimo, GRU, las siglas de la Inteligencia militar de los rusos. Pocos sabían que, incluso antes del desmembramiento de la Unión Soviética, el número de agentes de Inteligencia del GRU era seis veces superior al del más conocido KGB. Y que, mientras el resto de Rusia se desintegraba transformándose en una rémora de épocas pretéritas, el GRU contaba con satélites espía y tecnología de interceptación de comunicaciones equiparable a la americana, si no mejor. Y gran parte de eso se lo debían a Kimball, que subrepticiamente les proporcionaba información y tecnología que obtenía de las empresas que formaban parte de la Delegación de Bremen.
Todo eso había permitido a Kimball entablar importantes relaciones dentro del GRU en nombre de la Delegación de Bremen, en parte gracias a la información que podía proporcionar y en parte para ayudar a establecer vínculos económicos y contratos comerciales. Al mismo tiempo que, por su parte, le había facilitado desarrollar relaciones personales encubiertas que favorecían sus propios intereses, incluso cuando éstos entraban en conflicto con la Delegación de Bremen.
Mediante esas relaciones, Kimball se había enterado de la desesperada búsqueda de nueva tecnología militar que llevaba a cabo el GRU. Si bien esa desesperación se debía en parte al deseo de los militares de tener armas más nuevas y más potentes, la principal preocupación era de orden económico. En pocas palabras, la venta de armas era una fuente importante de ingresos para Rusia. La empresa oficial de comercio de armas, la Rosoboroneksport, vendía alrededor de veinte mil millones de dólares al año en armas militares a otras empresas, pero su capacidad se estaba viendo mermada porque las armas que vendía se iban quedando anticuadas frente a la tecnología de Estados Unidos. Ningún país quería comprar armas a un país al que veían en franco declive. Para la antigua Unión Soviética, las armas habían sido un medio de dominar el mundo; para la nueva Rusia eran una cuestión de negocios y de cuota de mercado.
Con gran esfuerzo, Kimball subió los pies al diván y los estiró, tomándose un momento para que se pasara el dolor antes de cerrar los ojos y revisar los demás elementos de su plan de supervivencia.
El GRU llevaba tiempo operando desde un pequeño pero importante centro de procesamiento de información que tenía en Pisa. El segundo al mando de ese centro de operaciones le debía a Kimball muchos y variados favores, y uno de los que le había devuelto, no insignificante, era precisamente la cinta que él acababa de escuchar sobre el asesinato que había tenido lugar en la casa de la Delegación de Bremen en Bolonia. Esa grabación se había conseguido mediante micrófonos que él mismo había ayudado a instalar al GRU hacía años.
Allí tendido, con los ojos cerrados entre el dolor y la contemplación, Kimball sabía que lo único importante ahora era robar el Códice Da Vinci a los Hermanos y llevárselo al GRU. Eso serviría para comprar toda una vida de lujo y asesinatos. Las lealtades no eran importantes, pensó mientras empezaba a quedarse dormido, lo importante era matar. Una sonrisa se difundió por su cara mientras se sumía en el sueño.
Nadie en Italia hace la lasaña como los boloñeses, y si bien otros pueden hacer algunos platos tan
bien
como los chefs de Bolonia, nadie los hace
mejor
. Vance pensó en el mote por el cual entre los gourmands del mundo se conocía a la ciudad:
Bologna la Grassa
, o sea, Bolonia la Gorda, como reconocimiento de los efectos inevitables de comer demasiadas cosas buenas. Así se sentía ahora él, mientras dejaba lentamente el tenedor en el plato, con los ojos y el paladar todavía ávidos, aunque su estómago ya pedía clemencia.
Miró a Suzanne que, lentamente, mordisqueaba sus tortellini, saboreando en vez de tragar, como había hecho Vance, antes incluso de que le hubieran traído el plato fuerte.
Bologna la Grassa
, pensó Vance, también era conocida como
Bologna la Dotta
—Bolonia la Docta—, como reconocimiento a la Universidad de Bolonia, la más antigua de Europa.
La
Dotta
, la
Grassa
. Esos apelativos los habían atraído a él y a Suzanne hasta aquella ciudad. Vance comió otro bocado de lasaña y lo regó con un trago de un Sangiovese del lugar.
Echó una mirada a su reloj. Se las habían arreglado para huir de la plaza de San Pedro, con el resto de la aterrada multitud, hacía ahora exactamente cuarenta y ocho horas. Con el dinero que Tony le había dado a Suzanne, habían comprado ropa decente y se habían registrado en una pensión pequeña y limpia situada en la via Nazionale, cerca de la estación de tren. Sin probar bocado, se habían quedado dormidos el uno en brazos del otro, y no se habían despertado hasta el mediodía del día siguiente.
El sueño había borrado el cansancio, y con él gran parte del desaliento en que se habían sumido tras el atentado contra el papa. Según los médicos, el pontífice viviría. Al parecer, un hombre menos vigoroso nunca hubiera sobrevivido a un atentado como aquél.
También Tony Fairfax había sobrevivido a su prueba. A través de un amigo común, Suzanne se había enterado de que Tony había sufrido un infarto leve y se estaba recuperando en el hospital.
Pero la mayor noticia del día la habían recibido tras la llamada telefónica que Vance había hecho a las oficinas centrales de Santa Mónica de la Continental Pacific Oil Company. Había llamado desde los teléfonos internacionales del SIP ubicado en la via Fossalta, cerca de la piazza Nertun de Roma. Había tenido que esperar, ya que le dijeron que Harrison Kingsbury no era directamente localizable, y que debía esperar a que le devolviera la llamada.
No habían pasado diez minutos cuando el empleado del SIP dirigió a Vance a una cabina telefónica insonorizada. Este se sorprendió al oír la voz áspera y fría de Merriam Larsen al otro lado del teléfono.
—En este momento, Harrison Kingsbury está bajo nuestra custodia —le comunicó Larsen—. Si sigue insistiendo en interferir en los planes de la Delegación de Bremen, Kingsbury morirá. ¿Está claro?
—Por supuesto. —Vance se tragó la furia y, segundos después, fue reconfortado por la voz de Kingsbury.
—Vance …, ¿estás bien?
—Bien, señor —respondió Vance—. ¿Y usted? ¿Dónde está?
—Estoy bien. Y… —Su voz se vio interrumpida de repente.
A través de una mano que tapaba el microteléfono, Vance oyó que alguien reconvenía a Kingsbury. Instantes después, volvió a oír la voz de su jefe.
—¿Vance? —dijo en voz baja y cansada.
—Sigo aquí.
—Como comprenderás, mi paradero debe seguir siendo secreto. Me han advertido muy seriamente de que no te lo revele. Al parecer, los tienes muy preocupados. En cuanto al resto, sólo puedo decirte que sigo gordo y docto. Sí, señor, gordo y docto, y están cuidando bien de mí.
La conversación había terminado abruptamente.
Gordo y docto.
Kingsbury era delgado y elegante. Jamás había estado gordo. Además, su formación académica nunca había pasado del instituto, y generalmente se enorgullecía de ello. Kingsbury trataba de decirle algo y a Vance no le llevó nada de tiempo descifrar el mensaje: ¡Bolonia! Kingsbury sabía que los estudios de Vance sobre Italia le permitirían identificar lo obvio. De modo que por eso Vance y Suzanne habían cogido un tren a Bolonia aquella misma noche.
Se habían registrado en el hotel Milán Excelsior, un cómodo hotelito frente a la estación de tren, y habían disfrutado haciendo allí el amor, calladamente y con agradecimiento; esa forma de hacer el amor que sólo conocen quienes han estado al borde de la muerte y saben que deberán enfrentarse de nuevo a ella.
—¿En qué piensas? —le preguntó Suzanne ahora.
Con un esfuerzo, Vance volvió al presente.
—En Kingsbury y en Tosi —le respondió—. Y en nosotros, en ti.
—Bueno —dijo ella tendiéndole la mano a través de la mesa redonda—. Ya sé lo que estás pensando sobre Kingsbury y sobre Tosi, pero ¿qué piensas sobre mí?
—Oh, cosas —contestó Vance apretándole la mano.
—¿Qué cosas?
—Por ejemplo, por qué no reparé antes en algunas cosas tuyas.
—Vamos —se quejó ella, nerviosa—. Estás eludiendo la respuesta. Recuerda la promesa que hicimos: se acabaron los juegos.
—Sí… bueno, me estaba preguntando cómo no reparé antes en todas esas pequeñas cosas que indicaban que eras… una…
—¿Espía? —lo interrumpió Suzanne riendo—. Claro que podrías haberlo hecho. Si no hubiéramos corrido tanto peligro, seguro que te habrías dado cuenta.
Vance asintió con tristeza.
—Pero no me has explicado por qué lo hiciste.
—¿Por qué mandaste tú al mundo a hacer puñetas y te convertiste en jugador de blackjack?
—En primer lugar, nunca fui un jugador —se defendió Vance—. Por eso me echaron. Mi sistema no tenía nada de juego.
—Está bien. Ya sabes lo que quiero decir —insistió Suzanne—. ¿Por qué lo hiciste?
—Porque no tenía más remedio. Necesitaba el dinero.
—Vaya, vaya —lo contradijo Suzann^—. Podrías haber conseguido dinero de otra manera. No fue por eso por lo que te dedicaste a jugar. Lo hiciste por otro motivo.
—Sí, bueno… —Vance se sentía desnudo ante la intuición de Suzanne—. Está bien, lo hice porque me dio la gana. —No estaba seguro de que le gustara que alguien, especialmente una mujer de la que estaba enamorado, conociese tan bien los recovecos de su mente—. Porque me dio la gana, y por el reto que significaba.