El legado Da Vinci (36 page)

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Authors: Lewis Perdue

Tags: #Intriga, #Histórico

Aquel hotel era fantástico, pensaba Vance mientras salía del baño de suelo de mármol y se inclinaba para abrir el pequeño refrigerador que había junto al televisor del dormitorio.

—¿Zumo de naranja? —le ofreció a Suzanne, que estaba sentada en la cama viendo la televisión.

—Claro —aceptó ella—. En cuanto hago un poco de ejercicio tengo sed. Escucha, Vance, son las siete y tenemos que… —Se interrumpió abruptamente para escuchar una noticia sobre el estado del papa que apareció en la pantalla del televisor.

Decían que se estaba recuperando satisfactoriamente. Las balas del asesino le habían dañado el intestino y habían tenido que practicarle una colostomía temporal para dar tiempo a que cicatrizaran las heridas. El presentador decía que el papa estaba consciente, y que había orado pidiendo perdón para el que había disparado.

Este, un iraní llamado Hashemi Rafiqdoost, había sido puesto bajo custodia de la policía de Roma y estaba pendiente de juicio. Rafiqdoost, dijo el presentador con evidente disgusto, era buscado en Alemania por asesinato; al parecer, era sospechoso de haber matado a disidentes iraníes y se creía que estaba bien financiado por Hezbolá, aunque el hombre declaraba que trabajaba por su cuenta.

En la pantalla del televisor se lo vio mientras era trasladado de un coche blindado a la cárcel de Roma. Tenía una mirada hipnotizadora, feroz.

—¡Soy la Espada de Alá! —proclamó como un poseso primero en italiano y después en inglés y en farsi—. ¡AláAkbar! ¡He matado al papa!

Vance se sentó al borde de la cama, junto a Suzanne, y bebió a sorbos el zumo de naranja con aire ausente mientras miraba las noticias. Al vídeo de Rafiqdoost le siguió una instantánea del asesino y del papa tomada desde detrás del pontífice, justo antes del tiroteo. En ella se veía a Rafiqdoost apuntando con la pistola. Vance miró la imagen y a punto estuvo de dejar caer el vaso: a la izquierda de la foto, claramente identificable, estaba su propio rostro, distorsionado por el esfuerzo, mientras se lanzaba para impedir que Rafiqdoost disparara.

—¡Oh, Dios mío! —dijo Suzanne lentamente—. ¡Oh, Dios mío, Vance!

Dijeron el nombre del turista que había hecho la foto y luego un círculo blanco superpuesto en la pantalla rodeó el arma, lista para disparar, a continuación a Rafiqdoost y, finalmente, la cabeza de Vance.

—Las autoridades no han sido capaces de encontrar a este hombre —dijo el presentador—, pero creen que es el mismo al que buscan por varios atentados terroristas cometidos recientemente en Milán y en la campiña en torno al lago Como. Las autoridades también han dicho que no están seguros de si el hombre estaba intentando ayudar al asesino o impedir que disparara contra el papa.

El vertiginoso telediario dedicó rápidamente su limitada atención a otros aspecto del suceso: a la repercusión internacional del atentado, a peticiones de pena de muerte, etcétera. Vance no oyó nada más. Se hundía en un pozo de negrura cada vez más hondo. Su amada Italia se había convertido en terreno movedizo bajo sus pies.

—¿Qué? Ah, sí, buenos días.

El agente de policía se puso de pie de un salto. El recepcionista de día había llegado. Eran la siete menos seis minutos. Carducci tardó unos instantes en despejarse. Después le enseñó la foto de Vance Erikson.

El hombre se sobresaltó al verla, miró al techo, se pasó la lengua por el labio inferior mientras pensaba, musitó algo y por fin dijo:

—Sí, recuerdo a este hombre.

Carducci se animó de golpe. Aquello podía representar el ascenso que necesitaba para dejar los turnos de noche. Había encontrado a su hombre y lo había hecho excediéndose en sus funciones. Imaginó lo que diría su madre.

—Sí —prosiguió el recepcionista—. Recuerdo perfectamente a la mujer que iba con él, una mujer hermosa, realmente hermosa. Es probable que no me hubiera acordado de él de no ser por la belleza excepcional de la mujer que lo acompañaba. Se registraron como… —Entrecerró los ojos mientras trataba de recordar el nombre y después se dirigió a la recepción.

Carducci lo siguió. Sus pies casi no tocaban el suelo de mármol del vestíbulo del hotel.

Mientras el recepcionista buscaba el nombre correcto en el registro (sólo se habían registrado doce personas el día anterior, dijo pasando las páginas), Carducci trataba de recordar lo que les habían enseñado en la academia de policía. Tuvo que hacer un esfuerzo, no porque hubiera sido un mal estudiante, ya que había quedado el segundo de su promoción, sino porque a duras penas podía apartar la imagen de sí mismo abriendo una puerta de una patada y arrestando al hombre sin ayuda. Ya imaginaba los titulares. Puede que incluso una foto.

Pero también recordó la instrucción y se acordó de su sargento que, sin duda, una vez olvidados los titulares y la foto, se ocuparía de que lo expedientaran por no respetar el procedimiento. De mala gana, Carducci decidió llamar a la comisaría y pedir ayuda. El recepcionista le permitió usar el teléfono mientras revisaba el registro.

—¡Maldita sea! —dijo Vance—. ¿Por qué tiene que pasar todo al mismo tiempo?

Ya se había enfundado sus Levi's y un polo azul claro y caminaba de un lado a otro de la habitación mientras Suzanne terminaba de vestirse, también con vaqueros y una camisa azul con las mangas remangadas.

—Nuestra gran ventaja es que nadie sabe que estamos aquí —pensó Vance en voz alta sin dejar de pasearse—. Nadie, salvo los Hermanos, y nos ocuparemos de ellos cuando corresponda.

—A menos que tengan un acuerdo con la policía de aquí, como lo tenían en Milán y en Como —intervino Suzanne.

—Bueno, Bolonia está demasiado lejos del monasterio. No creo que tengan tanta influencia aquí. Sin embargo, debemos tener cuidado de que la gente no nos reconozca… no me reconozca. Eso significa dejarnos ver lo menos posible hasta la noche, cuando vayamos al santuario de San Lucas.

Podían robar un coche y dirigirse al campo. Las carreteras de montaña tenían poco tráfico. Comprarían pan, queso, vino y agua mineral y se irían de picnic. Sí, un picnic. Claro que no era fácil ocultar un coche… Una moto, pues. Echaba de menos su potente moto, a buen recaudo en un espacio reservado para él en los bajos del edificio de la ConPacCo, en Santa Mónica. Qué lejana parecía ahora aquella vida.

Diez minutos después, cerraron la puerta tras de sí y se dirigieron al ascensor. No habían oído llegar los coches patrulla, las motos y las furgonetas de la policía porque se habían acercado en silencio, usando sólo las luces.

Al final del pasillo Vance pulsó el botón de llamada del ascensor.

—Hum, un momento —dijo Suzanne.

—¿Sí?

—Supon que el recepcionista de noche nos reconoce.

Vance negó con la cabeza.

—Lo dudo. Esos tipos no prestan atención a los clientes en hoteles de este tamaño. Lo único que les interesa es saber si vamos a pagar la cuenta, y dejamos dinero adelantado para que no se preocuparan.

—De todos modos… —Suzanne estaba inquieta.

El ascensor llegó y se abrió la puerta.

Enrico Carducci manoseaba nerviosamente la solapa de la cartuchera de su pistola mientras caminaba de un lado a otro del vestíbulo. Tenía el número de la habitación de su sospechoso, pero los refuerzos no habían llegado todavía. ¿Por qué tardaban tanto? La comisaría está al lado de la piazza Maggiore, a un tiro de piedra de la via dell'Indipendenza. Su corazón desbocado no se daba cuenta de que no habían pasado ni diez minutos desde que el recepcionista había encontrado el nombre. Carducci vio que el indicador del ascensor llegaba al tercer piso y se paraba. Tal vez fuera él, fantaseó. «Entonces caerían en mis manos y yo me llevaría todo el mérito por haberlos capturado sin ayuda».

—De acuerdo —accedió Vance, dejando que las puertas del ascensor se cerraran sin entrar en él—. Podrías tener razón.

—Bueno, al menos no nos hará daño —dijo Suzanne—. Haremos un poco de ejercicio.

Vance la siguió hasta la escalera, situada en el extremo opuesto del pasillo. El eco de sus pisadas tranquilas los siguió mientras bajaban los cinco tramos de escalones de cemento hasta el sótano del hotel. Una vez allí, recorrieron un breve pasillo atestado de personal de limpieza y subieron hasta la planta baja, metiéndose en el solar que se utilizaba como aparcamiento y que Vance había visto desde la habitación.

Atravesaron el polvoriento solar entre los coches y las motos estacionados sin orden ni concierto. Por tres de sus lados, el terreno estaba rodeado de edificios, y el cuarto estaba cerrado por una alta empalizada de madera. Al acercarse a la entrada, el sonido de motores revolucionados y de chirriantes frenadas llegó a sus oídos.

El ruido de los motores subió de tono. Cuando Vance y Suzanne estaban llegando ya a la parte de delante, una furgoneta de la policía, con sus luces azules destellando con urgencia, atravesó la entrada y levantó una nube de polvo. Dos coches patrulla y una moto se zambulleron en la nube siguiendo a la furgoneta y llenando de polvo el solar.

—¡Abajo! —gritó Vance arrastrando a Suzanne detrás de un Fiat rojo desvencijado cuyos parachoques estaban llenos de óxido.

Vance se asomó apenas por detrás del coche, y vio salir de la furgoneta a un grupo de hombres que corrían hacia el edificio, seguidos por el motorista y los ocupantes de los coches patrulla.

—Esto no parece un simulacro —observó Vance asustado—. Larguémonos de aquí.

Se levantaron y empezaron a caminar hacia la puerta cuando un tercer coche patrulla llegó rugiendo y clavó los frenos bloqueando la salida.

—¡Alto! —dijo uno de los policías sacando su arma reglamentaria—. ¡Quedan arrestados!

—No mientras podamos evitarlo —respondió Vance dando la vuelta e internándose entre el barullo de coches aparcados mientras empujaba a Suzanne por delante.

Detrás de ellos se oyó un disparo; el parabrisas del Fiat rojo explotó a su lado. El motor del coche patrulla aceleró. Pudieron oír las ruedas traseras patinando sobre la grava mientras se lanzaba hacia adelante. Más disparos sonaron en la hermosa mañana italiana.

—¡Mantén la cabeza agachada! —gritó Vance.

La ráfaga de una arma automática punteó la tierra delante de ellos en el momento en que Vance tiraba de Suzanne hacia atrás. El coche patrulla se detuvo a medio camino entre la entrada y la puerta trasera del hotel. Se oyeron gritos atropellados mientras las puertas se abrían y sonaban pasos sobre la grava.

—¿Todavía tienes el arma de Tony? —preguntó Vance. Al mirar hacia abajo comprobó que ella ya la tenía en la mano—. Cúbreme —le dijo—. Voy a por la moto del policía.

Vance atravesó a la carrera el espacio que quedaba entre dos coches y, cuando el policía armado con metralleta se detuvo para dispararle, Suzanne fue más rápida; el hombre herido saltó poniéndose a cubierto. Ella se desplazó hasta un coche más próximo a la puerta, mientras una lluvia de balas caía sobre su anterior posición.

Vance saltó de la protección de un coche hasta la del siguiente mientras Suzanne atraía la mayor parte del fuego policial.

Uno de los otros tres ocupantes del coche patrulla corrió y arrastró a su camarada caído poniéndolo a salvo mientras los otros dos se concentraban en Suzanne, intentando cortarle el camino con sus armas reglamentarias.

Vance llegó a la moto, una-poderosa Guzzi, y observó con satisfacción que tenía la llave puesta. Saltó sobre la máquina y la puso en marcha. Detrás de él se oían los pasos de los policías subiendo la escalera desde el sótano del hotel en medio de una gran agitación.

La moto dio un salto hacia adelante al accionar Vance el acelerador, se encaminó con ella hacia la entrada y redujo la marcha para recoger a Suzanne. Los hombres que la habían estado acorralando dieron la vuelta y los apuntaron con sus armas. Vance vio cómo el parabrisas de la moto se convertía de repente en una telaraña de grietas cuando la bala impactó en él. Sorprendido, observó a Suzanne refugiarse de un salto tras la seguridad de la empalizada de madera mientras sonaba otro tiro. A sus espaldas oyó más disparos.

Siguiendo una trayectoria en zigzag para esquivar las balas de los hombres que tenía detrás, Vance acercó la moto a Suzanne. Antes de que se detuviera del todo, ella subió de un salto al asiento del pasajero. La rueda trasera giró sobre la tierra hasta que finalmente se agarró al pavimento. Por detrás de ellos, una sucesión de balas se estrellaron contra el suelo de piedra.

Tomaron a toda velocidad por la via Boldrini. La moto se inclinaba a un lado y a otro esquivando a los paseantes que recorrían los jardines próximos a la porta Galliera, y luego se dirigió hacia el sur por la via dell'Indipendenza. El potente motor les había permitido poner distancia rápidamente entre ellos y los coches patrulla. No obstante, sabían que por toda Bolonia se estarían emitiendo mensajes por radio y que la policía estaría tras la pista de la moto robada. Cuando se hiere a uno de los suyos, no se puede esperar clemencia de la policía.

Vance aceleró abriéndose paso entre el escaso tráfico mañanero. Avanzaba pisando la línea continua del centro de la calzada cuando un destello de luces azules apareció de frente. A la vez, detrás de ellos, el primer coche de la caravana del hotel doblaba la esquina.

«Si no puedes vencerlos, únete a ellos», pensó Vance mientras manipulaba los conmutadores del salpicadero. Primero empezaron a destellar las luces de emergencia y a continuación sonó la sirena. A derecha e izquierda, los coches comenzaron a abrir paso a la moto, hasta que por fin sólo quedaron, empeñados en una loca carrera, ellos con la motocicleta y sus perseguidores con refuerzos de la comisaría local.

Vance casi pudo ver la expresión de los dos hombres del coche patrulla que les venía de frente, cuando, en el último momento, hizo virar la moto a la izquierda, hacia la piazza dell'Otto Agosto.

Suzanne miraba los coches que venían en dirección contraria con terror cada vez más acusado, mientras con una mano se aferraba a la cintura de Vance y con la otra sujetaba su bolso, donde llevaba la pistola de Tony y todo el dinero que tenían.

Las dos columnas que iban tras ellos desde direcciones opuestas estuvieron a punto de chocar entre sí al intentar coger todas a la vez por la piazza dell'Otto Agosto.

Vance se internó por las estrechas y sinuosas calles de la ciudad vieja; la moto era veloz y maniobrable, y él sabía que tendría que aprovechar al máximo todas esas ventajas a su favor.

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