El legado Da Vinci (31 page)

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Authors: Lewis Perdue

Tags: #Intriga, #Histórico

—Bueno —concluyó, mirando ostensiblemente su reloj—. No tenemos mucho tiempo. ¿Nos ponemos manos a la obra?

Vance asintió y Suzanne sonrió. Ambos se encaminaron con el inglés hacia su Fiat, aparcado en un callejón a unas dos manzanas del café. Suzanne ocupó el puesto del acompañante. Vance se sentó en el asiento trasero.

—Si alguien llegara a enterarse de que me he reunido con vosotros, me llamarían al orden por no haberos entregado, aunque como jefe de la delegación de… —se contuvo antes de pronunciar el nombre— mi sucursal, me resultaría fácil explicarlo. Sin embargo, tendréis que poneros una capucha para entrar en el edificio. No os preocupéis, es el procedimiento estándar cada vez que hay que introducir a un informador en nuestra central. Y no lo olvidéis, no debéis decir una sola palabra cuando haya personal presente. No quiero correr el riesgo de que alguien reconozca vuestras voces.

Suzanne y Vance accedieron en voz baja y se recostaron en sus asientos, mientras, con mano experta, Tony conducía el Fiat por las calles atestadas de tráfico como un taxista romano. Eran las dos y media cuando llegaron ante una sencilla puerta que daba a un estrecho y sinuoso callejón cercano al Foro.

Capítulo 18

En la habitación insonorizada sólo había tres sillas de plástico, una mesa de fórmica con quemaduras de cigarrillo en los bordes y un terminal de ordenador. El aire parecía sólido, cargado del olor acre de seres humanos asustados. Eran las 15.11 horas, y todos los Hashemis que Tony había podido sacar del ordenador habían resultado ser unos perdedores absolutos. Todos estaban en prisión, o en otro país. Detrás de él, Vance y Suzanne observaban ansiosos.

—¿No puedes volver sobre los datos de Kimball, a ver si nos da una especie de
accomp-rost
? —preguntó Suzanne con escaso optimismo.

Vance estaba de pie cerca de ellos, silencioso y expectante. ¿Qué diablos era un
accomp-rost
? ¿Dónde habría aprendido Suzanne tan bien esa jerga? A esas alturas, estaba convencido de que su relación con Tony Fairfax no sólo había sido personal, sino también profesional. Pero eso significaba que Suzanne había sido algo así como una espía.

Suzanne advirtió la confusión en sus ojos.

—«Accomp-rost» es una forma abreviada de lista de cómplices
[1]
—le explicó rápidamente, volviendo a centrarse en la pantalla donde Tony estaba introduciendo las órdenes pertinentes.

Tony sacudió la cabeza desalentado.

—Dios santo, es una lista muy larga. Es imposible que obtengamos algo a tiempo.

Miró su reloj. Habían pasado otros dos minutos. Se habían vuelto a poner en contacto con seguridad del Vaticano, pero la respuesta había sido la prevista: el papa se atendría al plan establecido. No se podía desairar a los fieles.

—Espera —dijo Suzanne pensativa—. Hagamos una
accomp-rost
por nacionalidades. Empecemos por iraníes, por árabes.

Normalmente, Tony tenía a un ayudante para llevar a cabo esa tarea. El no era muy ducho en el manejo del sistema, y agradeció la sugerencia de Suzanne. El sonido amortiguado de sus dedos deslizándose por el teclado llenó la habitación, atravesando un silencio animado sólo por el murmullo del aire acondicionado y por la respiración ansiosa de los tres.

El texto de la pantalla del ordenador parpadeó, y a continuación empezó a desplegar, línea por línea, la información requerida: un nombre seguido por la nacionalidad y luego un código alfanumérico que permitiría la recuperación del expediente completo. Diecisiete nombres aparecieron en pantalla.

—Mierda —explotó Suzanne—. Ningún Hashemi.

—Podría tratarse de un alias —apuntó Tony—, pero tendríamos que revisar todos los expedientes para encontrarlo.

—¿Se te ocurre alguna otra cosa? —preguntó Suzanne.

Tony negó con la cabeza y pinchó el primer código para entrar en el primer dossier, después pasó al segundo. Vance observaba impotente mientras Suzanne y Tony manipulaban el ordenador. ¿Dónde estaría en ese momento el vehículo del papa?, se preguntaba cada vez que terminaban con un expediente. ¿Dónde estaría el asesino? ¿Se saldría con la suya ese Hashemi, suponiendo que ése fuera de verdad su nombre? Vance se dijo con desánimo que aquélla era una muestra de cómo a las organizaciones de Inteligencia más complejas del mundo se les podían escapar cosas realmente importantes.

Lo que estaba en juego no era sólo la vida de un destacado líder internacional. Si la Delegación de Bremen y los Hermanos Elegidos de San Pedro conseguían reunir las dos mitades de los dibujos de Da Vinci, sería posible construir el arma más espantosa de cuantas había conocido el mundo; y estaría en manos de unos locos y unos déspotas.

Vance miró la confusa fotocopia que tenía en la mano, manchada ahora por el sudor producido por los nervios. Era un esquema, manzana por manzana, del recorrido del vehículo papal que le había proporcionado el Vaticano a la gente de Tony. A las 15.22, el todoterreno abierto en el que iba el papa estaría entrando en el corso Vittorio Emanuele II, encarando el tramo final antes de llegar a la plaza de San Pedro. El personal de avanzada del pontífice se movía con una disciplina estricta, precisa, había dicho Tony. Se atenían a sus itinerarios con puntualidad férrea.

Eran las 15.22. Al papa le quedaban treinta y ocho minutos de vida.

—¿No podemos hacer
ninguna
otra cosa? —preguntó por fin.

—¿A usted qué se le ocurre? —le soltó Tony exasperado. Su fría flema británica había desaparecido—. Como no quiera recorrer toda la plaza de San Pedro buscando entre las decenas de miles de personas que habrá allí reunidas. ¿Le gustaría cachearlos a todos?

—¡Tony! —En la voz de Suzanne había reproche. Tony la miró con furia. Sus ojos lanzaban llamas bajo el ceño fruncido.

—Estaba pensando —empezó Vance cauteloso— que aunque tuviéramos una foto de Hashemi, ¿cómo podríamos encontrarlo?

Tony lo miró. El y Suzanne empezaron a hablar al mismo tiempo.

—Adelante. —Tony la dejó hablar primero.

—Bien, tenemos el itinerario del papa —dijo Suzanne—. Sabemos exactamente dónde se encontrará a las cuatro en punto, la hora en que está previsto el asesinato.

—También sabemos cuáles son los tejados y edificios en los que podría apostarse un francotirador con un rifle de gran alcance —añadió Tony—. El Vaticano ha extremado las medidas de seguridad.

—Eso significa que el asesino tiene que estar entre la multitud —dijo Vance. Tony y Suzanne asintieron—. Y que deberá estar cerca del papa, ya que evidentemente tendrá que usar una pistola o una granada de mano, algo fácil de esconder, ¿no es así? Y según el itinerario, está previsto que el coche desemboque en la plaza de San Pedro a las cuatro en punto. Allí el papa, como es su costumbre, avanzará a pie entre los fieles para saludarlos personalmente.

Tony y Suzanne lo miraron. Una certeza asomaba a sus rostros. La agitación de la tarde, el choque de tres personas que, lo quisieran o no, estaban emocionalmente implicadas, había sesgado el frío discernimiento profesional con que dos funcionarios del Servicio de Inteligencia deberían haber enfocado la situación. A Tony y Suzanne se les había pasado por alto el lugar donde obviamente tendría que estar el asesino.

—Sabemos dónde estará el papa a las cuatro —repitió Vance—. Y el asesino sabe dónde estará el papa a las cuatro. Entonces, ¿por qué no llevamos, lleva usted —miró a Tony— a algunos hombres y peina la zona en busca de sospechosos?

—Eso es fácil de decir —contestó Tony—. Allí habrá decenas de miles de personas y…

—Veamos, ¿cuál es el alcance de una pistola? —intervino Suzanne—. Estamos hablando de una arma que sólo es precisa a poca distancia. Nuestro hombre tiene que estar en un radio de diez metros alrededor del pontífice. Así pues, podemos trazar un círculo en torno al punto donde estará el papa a las cuatro y empezar a buscar.

—Pero ¡entre tanta gente! —protestó Tony.

—Tony —lo interrumpió Vance—. Es la única posibilidad que tenemos. Ahora son las 15.33 y, a menos que hagamos algo, al papa le queda menos de media hora de vida.

Miró a Tony con ojos expectantes, como si dijera: Bueno, vamos. ¿A qué estamos esperando?

Tony se disculpó con un encogimiento de hombros.

—Me temo que no estamos preparados para actuar con tanta perentoriedad. Como Servicio de Inteligencia extranjera, tenemos una relación delicada con el gobierno italiano. Tendríamos que solicitar y obtener permiso para llevar a cabo semejante misión. Y no hay manera de hacer eso en veintisiete…

—Ya son veintiséis.

—… minutos. Y, aunque fuera posible conseguir el permiso, tendría que revelar mis fuentes de información, lo que equivaldría a entregaros a las autoridades. No creo que estéis dispuestos a eso, ¿verdad?

La frustración y el enfado de Vance ya se habían convertido en furia.

—¡Maldita sea! ¿Vamos a respetar sus normas burocráticas aunque eso signifique dejar que maten al papa? ¿Qué clase de jodido pusilánime es usted, Fairfax? ¿No tiene cojones para dejar a un lado el maldito papeleo por salvar la vida de alguien?

Se volvió hacia la puerta.

—Vamos, Suzanne —dijo indicándole que lo siguiera—. Vamos a hacerlo nosotros. Al menos yo voy a intentarlo. ¡No puedo quedarme sentado en esta habitación con aire acondicionado, masturbando a un ordenador, mientras el papa va directo hacia una trampa!

—Espere un minuto, señor Erikson —dijo Tony por fin—. No he dicho que no fuera a ayudarlos. No puedo ordenar a mi personal que participe en la operación… pero eso no significa que yo no esté dispuesto a actuar.

Apresuradamente, Vance y Suzanne volvieron a colocarse las capuchas y pasaron por seguridad acompañados por Tony. Una vez en la calle, los tres se abalanzaron al Fiat de Tony. «Muchacho —pensaba Vance mientras se ponían en marcha con un rugido del pequeño motor del coche—, si sales de ésta tendrás que hacerle unas cuantas preguntas a Suzanne».

Elliott Kimball se paseaba furioso alrededor de la plaza de San Pedro. Las cuatro personas apostadas para apoyar a Hashemi habían desaparecido. ¿Qué diablos estaba pasando?

El rubio alto parecía un exitoso ejecutivo mientras recorría con paso seguro el contorno de la enorme multitud que llenaba la plaza. La expresión de Kimball era confiada, tranquila, no permitía sospechar la ira y el miedo que había bajo la superficie.

Aquel cambio tenía que ser obra de aquel escurridizo iraní. Seguro que Hashemi se había enterado de lo de los asesinos de reserva y los había eliminado. Pero ¿cómo? Mientras sus ojos escudriñaban entre la multitud, Kimball se devanaba los sesos tratando de imaginar cómo podría haberlo hecho Hashemi. Una cosa estaba clara: había subestimado a aquel asesino de cuerpo menudo.

Conteniendo la respiración, se metió entre la gente después de haber evitado el contacto físico todo lo que había podido. Las masas apestaban. Sus cuerpos apestaban, su respiración apestaba, y los pocos pensamientos que tenían también apestaban. Le resultaba odioso tener que caminar entre muchedumbres.

Sin embargo, era algo que tenía que hacer personalmente, del mismo modo que había tenido que ocuparse del Maestro. Hashemi también era suyo y sólo suyo. La idea de matar a Hashemi Rafiqdoost era lo que lo sostenía mientras se abría camino entre la apiñada multitud que se movía como una ola enorme en el mar.

Kimball era todo un espectáculo en medio de la multitud: su elevada estatura hacía que su cabeza y sus hombros sobresalieran, y que pudiese dominar con la mirada todo lo que lo rodeaba. Su pelo rubio y su traje de corte impecable lo diferenciaban claramente de la gente, que en su mayoría eran bajas, anodinas, de pelo predominantemente oscuro. A medida que se abría camino a empujones hacia las primeras filas, hacia el lugar donde estaba previsto que se detuviera el papa, la multitud se volvía más espesa y ofrecía más resistencia a su paso. Unos y otros se volvían hacia él, fastidiados, pero cuando veían su expresión fría, inclemente, lo dejaban pasar. Se daban cuenta de que aquel hombre podía ser peligroso. Kimball iba dejando atrás a gruesas matronas con la cabeza cubierta por pañuelos y a trabajadores de edad vestidos con ropa de faena; a madres jóvenes cargadas con sus hijos, que lloriqueaban bajo el sol ardiente. Kimball notó con disgusto la sensación pegajosa del sudor en sus propias axilas.

De repente se detuvo. Por delante de él, a no más de diez metros, estaba el iraní, bajo y enjuto, que se apoyaba ora en un pie, ora en el otro, en primerísima fila de la multitud. En ese preciso momento, Kimball sintió un nudo en el estómago. No era la idea de matar al iraní lo que lo ponía nervioso; tampoco la anticipación del placer que le iba a proporcionar. ¡Maldita sea! Miró su reloj una vez más: todavía iba a tener que esperar un cuarto de hora. Suspiró. Primero, el asesinato del papa, después la muerte del asesino. El cuchillo extraordinariamente afilado pareció revolverse un poco en la funda que llevaba bajo la chaqueta. El silencio era caro, pensó, y sólo la muerte podía garantizarlo.

Cerca de él, alguien llevaba un transistor que iba dando la información sobre el avance del coche del papa. Todos hablaban con nerviosismo de la inminente llegada del pontífice. ¿Podrían tocarlo? Se contaban cosas increíbles que les habían sucedido a los que habían conseguido tocar a aquel hombre, a aquel representante de Dios en la tierra. Tal vez le aliviara la artritis, pensaba en voz alta una anciana de dedos sarmentosos y deformes. Tal vez… tal vez… tal vez. Kimball sintió que le hervía la sangre. ¡Tontos! ¡Son todos unos ilusos! Sintió la tentación de gritarles a todos que eran unos fantoches por creer en la charlatanería de aquel farsante de la religión.

Pero Kimball se sobrepuso a la ira. Para algo tenían que servirle tantos años de autocontrol. Sabía muy bien que la furia sólo era útil cuando actuaba en su propio provecho.

Se encontraba a unos seis metros por detrás de Hashemi. Kimball se acercó un poco más. «¡Muerte al asesino!», gritaría, y en el tumulto que se produciría a continuación, su cuchillo se introduciría sibilinamente entre la maraña de brazos y piernas en movimiento y aseguraría el silencio de uno más entre los asesinos del mundo. Sonrió para sus adentros. Los asesinos políticos sabían demasiado, y el exceso de conocimiento acarreaba la muerte. Los segundos iban pasando. El ruido de la multitud mecía a Kimball como las olas que rompen en la playa, trayendo consigo recuerdos de otros días, de otros asesinos. Recordó al Maestro, en Pisa; pensó en un asesino a sueldo, que yacía en un charco reluciente de su propia sangre en un callejón de Milán; también le vino a la memoria una escena en un corredor escasamente iluminado de un tribunal de Dallas. Todos eran asesinos y habían muerto, bien a sus manos o bien, como en el caso del asesino de Lee Harvey Oswald, a manos de personas que después habían fundado la Delegación de Bremen.

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