El legado Da Vinci (21 page)

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Authors: Lewis Perdue

Tags: #Intriga, #Histórico

¿Le había dicho realmente que la quería? ¿Era posible que ella hubiera dicho que lo amaba? Todo era demasiado fantástico como para que su cabeza sacara alguna conclusión, pero su corazón lo sabía todo. «Pero si yo no creo en el amor a primera vista», se dijo sonriendo al recordar que más bien había sido odio a primera vista… ¿Había sido así realmente? ¿Importaba acaso? El tiempo y una sucesión de mañanas se lo dirían.

Se levantó y atravesó la habitación sin hacer ruido. Usó el teléfono del baño para pedir el desayuno. Estaba desfallecido. Después se acercó en silencio a la cama y miró de nuevo a Suzanne. De repente, ella abrió los ojos sobresaltándolo y arrancándolo de su ensoñación.

—No te sorprendas tanto —dijo Suzanne—. Además, soy yo la que debería escandalizarse. —Y lo miró como si lo estuviera evaluando, lo que hizo que Vance tomara conciencia de su desnudez—. Mi madre solía prevenirme sobre lo de estar en una habitación con hombres desnudos. —Le tendió los brazos—. Y me aconsejó que nunca los dejara escapar. Ven aquí.

—Pero si acabo de pedir el desayuno —protestó él sin convicción.

—Siempre me han encantado los huevos fríos —respondió ella mientras le rodeaba el cuello con los brazos.

Suzanne bebía té de una taza de porcelana mientras proseguía su relato.

—Y el motivo de que tuviera notas tan bajas en la Sorbona era que no paraba de buscar una historia que obligara al
New York Times
a contratarme como corresponsal en el extranjero. Por entonces yo era muy ingenua —se rió.

Vance la miró sorprendido.

—No sé por qué, pero no puedo imaginarte como una ingenua —comentó mientras le acariciaba el brazo.

Estaban sentados uno junto al otro en el borde de la cama, con la bandeja del desayuno frente a ellos.

Suzanne sonrió con tristeza.

—Supongo que espabilé la última vez que fui a Beirut.

—¿Fuiste a Beirut y volviste con vida? —preguntó Vance con aire de incredulidad.

—Oh, sí… tres veces —corroboró ella con despreocupación—. Pero la última vez fue determinante. Pretendía entrevistar a uno de los líderes del sector musulmán y me vi envuelta en un ataque con morteros. Pasé un miedo espantoso. De repente, un trabajo agradable y tranquilo empezó a parecerme muy deseable.

—¿Fue en Beirut donde aprendiste a disparar una arma?

Suzanne asintió, pero no dio más información, y Vance optó por no preguntar.

Se quedaron mirándose un largo instante. Después ella le cogió la mano y se la apretó. Parecía sumida en sus ensoñaciones.

—Estás muy lejos —dijo Vance—. ¿Adonde has ido?

—A Saratoga. Una fiesta en Skidmore, la primera vez que te vi y
me fijé
en ti.

—¿Te sentiste atraída por mí?

—¿Y tú? —preguntó ella a su vez.

—Por supuesto. Sobre todo cada vez que te ensañabas conmigo en un artículo.

—Oh, Vance —dijo Suzanne en voz baja, y apoyó la cabeza sobre el hombro de él—. He sido tan tonta. Me he estado comportando como una niña. Yo… —Lo miró—. ¿Sabes eso que dicen de que el amor y el odio se parecen? Tal vez me enamoré de ti a primera vista, pero decidí odiarte porque no podía tenerte.

—Pero es que podrías haberme tenido.

Ella lo miró desconcertada.

—Yo estaba allí con una acompañante casual —explicó Vance—. Era una cita a ciegas. Te vi en cuanto entré en el salón, pero… bueno, no podía dejarla plantada para abordarte a ti. Ganas no me faltaron. Pensé que tú te acercarías y te presentarías. —Hizo memoria. A pesar del tiempo pasado, el recuerdo estaba muy claro—. Pero no lo hiciste, y durante el resto de la noche, cada vez que te echaba una mirada reaccionabas como la mujer de hielo.

Suzanne movió la cabeza contrariada.

—Oh, Vance, pensar que si nosotros… si yo… —No siguió.

—No seríamos los que somos ahora —la tranquilizó Vance—. No podemos lamentarnos de eso. Tal vez entonces nos habríamos conocido y no nos hubiéramos gustado. Las experiencias que hemos vivido desde entonces han hecho de nosotros lo que somos, y por lo que a mí respecta, me gustas como eres.

La atrajo hacia sí y la besó.

Dos horas después, Vance se paseaba por la mullida alfombra del dormitorio intentando dar caza a sus pensamientos, a las soluciones que le eran esquivas. Suzanne se había aventurado a ir a Como a comprarle la ropa que él había tenido que abandonar en su habitación del hotel y para ver qué podía averiguar sobre la policía que había estado preguntando por él en el Metropole.

Se había quedado a solas con sus propios pensamientos, y éstos no lo dejaban en paz. Su llamada a Kingsbury había sido una pérdida de tiempo. Estaba en España o en Italia negociando una fusión, le había dicho su secretaria. Ella intentaría ponerse en contacto con él; si quería podía dejarle un número. No muy con vencido, había acabado dándole el de la habitación de Suzanne. Aunque creía que era inútil: cuando Kingsbury estaba enfrascado en ese tipo de cosas, podían pasar días antes de que devolviera una llamada.

Se sentó ante el antiguo escritorio de cerezo y cogió papel del hotel. Tal vez si lo ponía todo por escrito conseguiría encontrar algún sentido a toda aquella situación. Escribió varias páginas, pero la solución continuó sin aparecer. Retiró la silla y reanudó sus paseos, cada vez más rápidos a medida que aumentaba su frustración.

—¡Maldita sea! —le dijo a la habitación vacía.

Si por lo menos Kingsbury llamara. Sabía que el magnate del petróleo era capaz de desenredar las madejas más enmarañadas.

Pero Kingsbury no estaba allí para ayudarlo. «Estamos solos, compañero», se dijo mientras volvía al escritorio y se enfrentaba a sus notas. Había escrito la crónica de los últimos días en media docena de hojas que ahora extendió sobre el escritorio.

Siguiendo un consejo del mundo del periodismo, había tratado de consignar los hechos en columnas: quién, qué, cuándo, dónde, por qué y cómo. Rápidamente eliminó el cuándo, el dónde y el cómo por irrelevantes. Los asesinatos eran el gran «qué», y él sabía cuándo, dónde y cómo habían matado a la gente. No lo olvidaría jamás.

Eso dejaba sólo quién y por qué. Se dedicó a pensar en quién con la mirada fija en el papel y la barbilla apoyada en la palma de las manos. Un hombre en Amsterdam con una curiosa marca en la cara, un grupo de frailes lunáticos. La idea era casi absurda, pero los disparatados fanáticos religiosos de Oriente Medio, pasando por Cachemira o Irlanda del Norte, los habían convencido a todos de que el fanatismo religioso era una fuerza muy real dentro de la violencia global. El quién: el profesor Martini, y otros inofensivos especialistas en Da Vinci en Viena y Estrasburgo, todos muertos; otro erudito, Tosi, desaparecido. Un puñado de testigos casuales muertos en Milán. Y todo parecía confluir en él, un estudioso de Da Vinci más bien aficionado y errático, locamente enamorado de una periodista que llevaba una pistola…, o por lo menos, la llevaba hasta que la perdieron. Negó lentamente con la cabeza. Quién estaba más claro, pero por qué… Eso era lo que más lo desconcertaba.

Cambió la disposición de las hojas, con la esperanza de ver saltar una nueva conexión. Los sacerdotes y el escritor, De Beatis, eran católicos. De Beatis era secretario del cardenal de Aragón. De Beatis estaba prendado de los dibujos de Leonardo, escribía sobre ellos rebosante de entusiasmo. Entonces, ¿qué? Vance abandonó esa vía.

Tosi era licenciado en física. «Al igual que en mi caso —pensó Vance—, su formación académica no tiene que ver con el arte. Yo todavía sigo vivo, y es probable que Tosi también». Vance tomó nota mentalmente de que tenía que leer el ejemplar de
Il Giorno
que le habían traído con el desayuno. La muerte de Tosi sería publicada en caso de descubrirse su cadáver. Martini y los otros dos especialistas en Da Vinci no eran científicos. ¿Por qué querría alguien salvar a los científicos? ¿O acaso sería mera coincidencia?

¡Mierda! ¡Mierda! Vance echó de nuevo la silla hacia atrás y se puso de pie. Se dirigió hacia la ventana y se quedó contemplando sin verlos los hermosos jardines y el lago. Volvió al escritorio, se sentó y siguió escribiendo. ¿Sería la ciencia una conexión? Tal vez hubiera algo en el Códice Kingsbury relacionado con la ciencia que… podía abarcar toda una gama de temas, desde la sombra y la perspectiva hasta las tormentas eléctricas. ¡Las tormentas eléctricas! ¡Esa era la sección en la que había encontrado la falsificación! Un estudio científico de las tormentas eléctricas. Vance cerró los ojos y trató de recordar las páginas. Contenían numerosos dibujos, referencias a la naturaleza eléctrica de la fuerza de los rayos. Los dibujos eran grandiosos. Leonardo tenía un don sorprendente. Sus dibujos de las aves, de las olas, del agua en movimiento y del rayo hablaban de una rapidez casi estroboscópica de la vista para congelar la acción. Sus representaciones de relámpagos eran tan precisas como las fotografías modernas, e incluso más espectaculares.

La ciencia, los científicos, la Iglesia católica. Quizá se hubiera cometido una herejía. La Iglesia había condenado a Copérnico por su atrevimiento al sugerir que la tierra giraba alrededor del sol y no al revés, que era lo que la Iglesia había decidido. Sin embargo, exceptuando algunos problemas con el Vaticano por culpa de sus estudios anatómicos, con disección de cadáveres, no se tenía noticia de que la Iglesia hubiera perseguido a Leonardo.

¿O acaso sí? A lo mejor en las páginas falsificadas había algo… ¿Se habría apoderado la Iglesia de una parte del texto por considerarlo herético o peligroso y habría colocado una falsificación en su lugar para encubrirlo? Eso no tenía el menor sentido. ¿Y qué interés podían tener en ello los frailes chiflados? Por lo que Vance había oído en su primera visita a Como, ellos mismos constituían un grupo de desafectos, herejes, o algo semejante. Había quien decía incluso que toda la orden había sido excomulgada hacía años, pero nadie sabía nada, y la gente era reacia a hablar del monasterio.

—Se cuentan cosas,
signore
—decían los lugareños, y se negaban a dar más explicaciones—. Nuestros antepasados los dejaron en paz, y nosotros también.

En una hoja aparte, Vance escribió: «Ciencia, científicos, tormentas eléctricas, De Beatis, frailes, la Iglesia».

En algún punto había una conexión, pero la idea se negaba a salir a la superficie.

Sus pensamientos volvían una y otra vez a los monjes, al monasterio que se alzaba imponente en lo alto de Bellagio, al otro lado del lago. Tal vez allí encontrase una respuesta. Cuanto más pensaba en esa alternativa, más lógica le parecía. Sí, hizo un gesto afirmativo y definitivo con la cabeza. Visitaría el monasterio sin previo aviso. Y pronto.

Con suavidad, Vance dejó la pluma sobre la pila de notas que había tomado y lentamente se puso de pie y se acercó a la ventana. Algo le preocupaba, y no era sólo el miedo a que lo apresaran en el monasterio. Durante un momento largo y tranquilo estuvo mirando los veleros que cortaban las pequeñas ondas del lago. A lo lejos, el casco rojo de una lancha brillaba contra el verde profundo de la orilla. De repente se dio cuenta de que su intranquilidad provenía del miedo de no volver a ver a Suzanne. Ella complicaba las cosas, pero, santo Dios, daba las gracias por esa complicación.

Vance se apartó de la ventana. Recordó entonces su intención de mirar el periódico por si decía algo de Tosi y lo cogió de donde estaba, encima de la cama, entre las sábanas revueltas. Se arrellanó en una cómoda butaca y lo repasó detenidamente. Nada en la primera página.

Pasó algunas hojas y sus ojos se abrieron horrorizados al ver su propia cara y la historia que la acompañaba.

Elliott Kimball estaba tranquilamente sentado en la elegante terraza de un café en la asimismo elegante via Veneto. Leyó por quinta vez la noticia del periódico bebiendo a pequeños sorbos un Chivas con soda y sintiéndose muy satisfecho de sí mismo. Junto a la pequeña fotografía de Vance Erikson había un artículo que era en esencia la historia que él mismo había indicado al detective de la policía de Milán que transmitiese a la prensa. Terrorismo, de eso era de lo que Kimball le había hablado al detective. Erikson había aprovechado su puesto en la ConPacCo para encubrir sus desplazamientos internacionales como un terrorista liberado. No se trataba de un fanático religioso, Erikson sólo actuaba movido por la codicia: lo hacía por dinero. Con el creciente control que, después del 11 de setiembre había sobre las transferencias internacionales, los desplazamientos de Erickson resultaban vitales para ayudar a los fanáticos a mover grandes sumas de dinero para la financiación de células terroristas por todo el mundo. Una vez convencido, el detective se había mostrado sumamente dispuesto a cooperar con el representante de una organización internacional de probada oposición al terrorismo.

Kimball sonrió. «Genio, puro genio», pensó mientras dejaba de nuevo el periódico sobre la mesa. De un solo golpe había neutralizado a Erikson y a su jefe, Harrison Kingsbury. El artículo decía que Vance era buscado por la policía de Milán, además de ser sospechoso de haber participado en la muerte del profesor Martini en Amsterdam, y de tener algo que ver con las de los especialistas en Da Vinci de Estrasburgo y Viena. Por otra parte, el artículo sostenía que era considerado responsable del tiroteo de Milán y de la muerte de la camarera del Hilton.

En cuanto a Kingsbury, la historia de Vance Erikson era sólo el golpe inicial. La alegría de Kimball se convirtió momentáneamente en fastidio cuando echó una mirada a su reloj. ¿Dónde estaría aquel maldito iraní? ¿Y dónde estaba Suzanne Storm? ¿Adonde había ido? Le había sido de gran ayuda para saber que Vance Erikson estaba en Como. Si conseguía dar con ella, encontraría a Erikson.

Pero bueno, pensó, en realidad no importaba. Erikson y Kingsbury estaban neutralizados, al menos no podrían impedir la transacción. De todos modos…, odiaba dejar cabos sueltos. Le gustaría encontrar a Vance Erikson y acabar con él. Ahora que habían llegado a Kingsbury no había razón alguna para mantener a Erikson vivo.

Kimball volvió a mirar el reloj. «¡Vamos, maldito bastardo iraní! No tengo toda la noche».

La ropa no había representado ningún problema, pensó Suzanne Storm, sentada en el vestíbulo del hotel Metropole, en un alto sillón de orejas que la ocultaba del recepcionista y de los oficiales de policía que iban y venían del vestíbulo a la habitación de Vance Erikson. Había comprado ropa nueva para él y había pagado generosamente para que se la llevaran a la habitación del hotel, a continuación, se había dedicado a averiguar por qué la policía de Milán buscaba a Vance con tanto ahínco.

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