Un torrente de acero y fuego culebreaba por el antaño inexpugnable bastión que el Valle había sido hasta la fecha.
Al frente de la columna, la caballería pesada francesa, protegida por amplios escudos ovalados, con bruñidos yelmos rematados con vistosos penachos. La flor y nata de la nobleza francesa. Jóvenes educados para la caza y la guerra en orden cerrado de batalla, con sus colores y cuarteles iluminados por el resplandor de antorchas y hachones, para quienes las matanzas eran un simple divertimento.
A los flancos de los escuadrones, compañías de infantería que avanzaban en prietas filas, hombro con hombro, disciplinados e implacables, al mando de sus oficiales, infantes revestidos de acero de pies a cabeza y armados con largas espadas rectas, picas y alabardas; soldados profesionales, embrión y núcleo de lo que en un futuro próximo empezarían a ser los ejércitos nacionales y no temporales levas feudales.
Hormigueando con teas encendidas, como tétricas luciérnagas en la noche, diseminadas por llanos y cañadas, avanzaban tropas de segundo orden, pero mucho más terribles y despiadadas que las primeras. Mercenarios a sueldo del francés, ávidos de sangre y oro, dedicados al pillaje y el asesinato.
Con violencia restallaban en el aire de la noche los pendones de Francia y Roma, las insignias de Felipe IV de Francia, llamado «el Hermoso» y del papa Clemente V. Poder temporal y espiritual de nuevo con el mismo estandarte.
Con un supremo esfuerzo, la mujer alcanzó los restos del muro de un antiguo aprisco cubierto de musgo, para dejarse caer con la espalda contra la pared. La sangre le latía con fuerza en las sienes; flores negras, producto del agotamiento, bailoteaban ante sus ojos.
—Templario… —pidió con voz ronca, desfallecida, al dirigirse al hombre que en apariencia mandaba el pequeño grupo—, no puedo más; descansemos un poco y luego permitiré que lleves a la niña.
Ambos monjes cruzaron sus miradas, para luego dirigirlas al fondo del Valle y evaluar la peligrosa situación.
Los dos soldados de la milicia de Cristo sabían que la mujer había entorpecido la marcha y la dificultaría aún más; no habrían dudado un instante en abandonarla, y aun matarla, a fin de ahorrarle sufrimiento en manos de sus seguros captores. Tenían una sagrada misión que cumplir y todo lo demás, incluidas sus vidas, era sacrificable.
—Sé lo que pensáis, jovencitos. Sí, soy un lastre en la huida —reconoció con aplomo la mujer—, pero a la vez os digo, ¿quién daría de comer a la niña si me matáis? —concluyó la matrona mientras se palpaba ostensiblemente los enormes pechos.
Era una zafia pueblerina que siempre había andado en el castillo, y no entendían cómo era posible que hubiera entrado al servicio de la señora Charité, pero ambos sabían que por el momento era indispensable.
Como si hubiera podido leer los pensamientos, fiel a un instinto ancestral, la niña se puso a gemir con debilidad.
—Charité, pequeña Charité, tendrás los hermosos ojos verdes que tuvo tu madre —le susurraba con dulzura al oído la oronda matrona mientras la acunaba.
Los dos soldados se miraron consternados. No podían hacerlo.
—Es que tiene hambre —les dijo mientras alzaba hacia ellos la mirada.
Luego, se sacó sin recato del escote un monumental pecho surcado de venas azules, rematado por un oscuro pezón del tamaño de un doblón de oro.
—Puede que tenga frío también —apuntó uno de los monjes.
A continuación, se desabrochó a la altura del cuello la raída capa de lana blanca con la cruz Paté y se la tendió a la mujer, pese al hecho indiscutible de que, escasos instantes antes, había calibrado seriamente, con su compañero de Orden, la posibilidad de degollarla.
Ninguno de los dos monjes guerreros superaba los veinticinco años. Eran demasiado jóvenes para ser caballeros, y más aún para la misión que el azar y los acontecimientos habían hecho recaer sobre ellos aquel aciago día, que jamás hubieran considerado posible.
Tras la toma por Saladino de San Juan de Acre, los templarios perdieron su principal baluarte en ultramar, para verse obligados a establecer sus cuarteles en la isla de Chipre, frente a las costas de Tierra Santa. Su conquista por parte del caudillo musulmán supuso una borrasca helada en el Vaticano, lo que puso en entredicho el valor de las órdenes militares, incluso la del Temple, a pesar de que fue la última en ceder en la defensa de esa postrera plaza fuerte en Palestina.
La sangría de caballeros y sargentos mermó la dotación de tropas y recursos en cada uno de los castillos y encomiendas, incluido el valle, para dejar reducida esta última a un tercio de la que contaban en tiempos de Jean de Badoise. Además, por obligación de vasallaje con la Corona de Aragón, el grueso de las tropas de la Casa de Erill se encontraba en las marcas hispánicas en choque contra el Moro, por lo que la guarnición del Valle del Bovino no era la que debía ser.
Se aproximaron ambos con cautela al borde del talud, desde el que se dominaba gran parte del territorio, incluido el castillo de Erill. Un espectáculo dantesco se desarrollaba ante ellos.
—¡Cómo hemos podido llegar a esto! —dijo José de Vivar a su compañero, mientras la voz se le quebraba en un sollozo.
Las vanguardias del enemigo habían llegado dos días antes. Lo habían hecho como aliados, como amigos, incluso como hermanos.
—Mi señor de Erill —habló el templario Esquieu de Floyran, para inclinarse, con ambas manos en el pecho en franca demostración de amistad y a la vez que no portaba armas. Se encontraban en la sala de audiencias del castillo, presidida por las armas de Erill: un león rampante dorado, coronado sobre campo azul—. Mi señor Georges de Abadía, comendador de la plaza, mi hermano en Cristo —continuó mientras ascendía dos escalones y besaba en ambas mejillas al anciano templario—, os traigo saludos de París, de nuestro señor Jacques de Molay, Gran Maestre del Temple, nuestra común humilde Orden. Dios guarde a nuestro hermano con nosotros muchos años.
El viejo caballero besó al recién llegado, como la cortesía entre hermanos de Orden exigía. A pesar de sus años, Georges de Abadía no había perdido la memoria.
Recordaba que Esquieu de Floyran no había servido nunca con las armas en outremer, y que siempre se había movido en los círculos de poder de la Casa Madre Central, la encomienda de París. Sí, cierto que ocupaba un alto cargo cerca del propio Jacques de Molay, pero a los ojos del guerrero Georges de Abadía, Esquieu era un simple arribista.
De Floyran presentó con elegante ademán, más propio de un ocioso cortesano que de monje guerrero, a su compañero de viaje.
—Permitidme, señores, que os presente a Froilán de Maganyac, enviado de Su Majestad Felipe IV de Francia.
Ni siquiera el bien cortado hábito de templario de De Floyran, blasonado con la cruz roja, presentaba el aspecto sobrio y gastado del resto de los monjes soldado que ocupaban el salón.
—Mi señor de Erill —empezó a hablar el aludido tras otra afectada reverencia—, nuestro rey Felipe y Jaime II de Aragón, de quien os recuerdo sois vasallo, mantienen una cordial relación tras antiguas desavenencias ya saldadas, fruto de la cual un contingente francés cruzará por el Valle, a fin de combatir junto a los aragoneses a los sarracenos del sur del reino.
—Pero eso es tanto como permitir el paso a una hueste armada extranjera, por más que pertenezca a una nación con la que…
—Por supuesto —terció De Floyran para interrumpir con gesto altivo a Georges de Abadía—, entendemos que son tropas extranjeras dentro del Señorío de Erill. Sin embargo, mi presencia como delegado del Capítulo General de la Orden, con grado de comendador provincial, avala las nobles intenciones de la expedición. Es causa común de la cristiandad luchar contra el enemigo infiel.
—Entraremos por el norte, mañana al alba. Precisaremos de la obligada hospitalidad en todos los castillos y fortificaciones para acantonar soldados y oficiales, así como alimentos para la tropa y forraje para los animales. Necesitamos un descanso antes de partir en campaña. Así lo exige mi señor, el rey Felipe —declaró De Maganyac, tras clavar con insolencia su mirada acerada en Erill.
Desde luego, no era un hombre con el que se pudiera jugar. Bajo las sedas y los brocados de cortesano, se adivinaba el acero de su armadura.
Rojo de ira por la afrenta en su propio castillo, Erill se limitó a gruñir y a asentir con brusquedad, para prestar de la peor gana su consentimiento.
—Pues entonces no hay más que hablar —cortó el emisario del rey, que tras dar la espalda al león dorado de la casa de Erill, abandonó la sala con paso mesurado junto a Esquieu de Floyran.
Aquella misma noche, en la antesala de sus aposentos y en presencia de los más destacados templarios de la guarnición, se reunieron la joven Charité Soleil, bisnieta de la que cruzó los Pirineos desde Montsegur, con Georges de Abadía, quien expresó con preocupación:
—Erill no ha podido hacer otra cosa.
—Lo sé, lo sé —decía la mujer mientras acunaba a su hija de meses—. Su situación es altamente comprometida. Se debe como vasallo a Jaime II de Aragón, y a la vez tiene un más que incómodo vecino al otro lado de los Pirineos, Felipe de Francia, un monarca enfermo de avaricia.
—Ambos sabemos que Felipe está endeudado con la Orden hasta las cejas —comentó De Abadía—. No en vano, desde la Casa Central del Temple, en París, se administra la totalidad del tesoro de la corona francesa. Otro punto espinoso son los murales. No creo que el flamante comendador provincial y ese lacayo de Felipe tengan excesivo interés por asistir a misa, pero en estos días venideros habrá demasiados ojos extraños entre nosotros, y bien pudiera ser que a alguien, a la vista de las notables particularidades de los frescos, se le ocurriera ir a exponer su contenido a los oídos siempre atentos de Roma.
—Mi señor De Abadía: Perdonadme por la injerencia y perded cuidado sobre tal extremo —dijo Charité, y tomó con una sonrisa el brazo del anciano monje—; ya he dispuesto todo con el señor de Erill, con anterioridad a vuestra cautela. En estos momentos ya deben de estar cubiertos los ábsides y colocados unos adocenados retablos, a fin de evitar miradas indiscretas que pudieran encontrar en las representaciones constancias e indicios de la existencia del «Legado».
Con admiración mal disimulada, el veterano soldado contempló a la joven madre.
A pesar de su juventud y su belleza, heredada de sus antepasadas, y del hecho insoslayable de que por seguridad no podía abandonar el perímetro del santuario natural que conformaban las montañas, Charité gozaba de una sólida formación académica que le permitía analizar la situación con un viejo zorro de la política como era De Abadía.
Entre los caballeros presentes destacaba José de Vivar. De ascendencia hispana, el joven ingresó en la Orden como novicio en el año 1291, aciago año en el que la caída de San Juan de Acre privó a los templarios de su Casa Madre de ultramar en este estratégico puerto. Su apariencia hercúlea contrastaba con un carácter templado y una aguda inteligencia. Gracias a su sentido común y mesura, fue elegido para formar parte del séquito del propio Jacques de Molay en sus viajes por Europa, a fin de propugnar una nueva cruzada para la recuperación de los Santos Lugares.
Ése era el motivo por el que conocía a Esquieu de Floyran, que no era santo de su devoción, precisamente.
Si el acero enemigo no se interponía en su camino, se rumoreaba que el joven José de Vivar podía convertirse en un nuevo Jean de Badoise.
—Por otra parte —intervino De Vivar por primera vez en la conversación—, las credenciales de Floyran son correctas y, al parecer, el propio Gran Maestre le ha asignado la misión. Le debemos obediencia, aunque el hombre no nos guste. Mi señor De Abadía, vos me enseñasteis que se saluda al grado, no al hombre que lo ostenta. Nadie en su sano juicio en Europa…
Calló con brusquedad, ya que en los aposentos había irrumpido sin llamar una mujer gruesa que avanzaba con dificultad, a la vez que se rascaba sin remilgos las descomunales nalgas y pidió:
—Entregadme a la niña, mi señora Charité. Ya es hora de que descanse.
La mujer tomó el bebé y salió de la estancia. Su comportamiento ordinario se trocaba como por ensalmo en delicado cariño cuando se dirigía a la madre o a la hija.
—Decía, mi señor —siguió De Vivar en cuanto la oronda matrona abandonó la estancia con la pequeña—, que nadie se atrevería en los reinos cristianos a indisponerse con el Temple. Al menos abiertamente. A pesar de los reveses militares de los últimos años, comunes, por otra parte, tanto a hospitalarios como a teutones, nuestra influencia y poder continúan intactos. Nuestra flota comercial surca los mares. Nuestros castillos y encomiendas están diseminados por toda la tierra conocida. Contamos con fondos que prestamos con licitud, sin usura ni pacto leonino, como hacen los judíos, ya que su credo lo permite, a todas las casas reales del continente. Sólo respondemos ante el Papa, como soldados de Cristo. No… nadie en su sano juicio osaría… Nadie —repitió con convicción mientras palmeaba el puño de su espada, a la vez que paseaba la mirada por el resto de la concurrencia.
Sin embargo, a pesar de compartir lo que De Vivar decía, De Abadía, el anciano guerrero, meneó preocupado la cabeza.
El alba del día siguiente trajo consigo la vanguardia de las tropas.
Pequeños grupos de soldados de intendencia, acompañados de sus sargentos, iban de pueblo en pueblo, de castillo en castillo, a fin de asignar techo y comida a cada una de las unidades que llegarían luego.
Arribaron formaciones a caballo de forrajeadores, tropas auxiliares encargadas de acotar pastizales y requisar grano para alimentar tanto a las monturas de la caballería como a los animales que siempre acompañaban cualquier expedición militar.
Desde lo alto de parapetos y fortificaciones, con expresión sombría, caballeros y sargentos de la Orden observaban molestos el despliegue de la nutrida fuerza que siguió a la de avanzada. Sin embargo, como una tranquilizadora cantinela, repetían entre sí las palabras de De Vivar: «Nadie en su sano juicio se atrevería a indisponerse con el Temple. Nadie».
Al menos, abiertamente. Eso también lo había dicho el joven caballero.
Las detenciones se iniciaron aquel mismo día, en todos los castillos y fortificaciones que salpicaban el enclave, sin apartarse de un plan preconcebido urdido a miles de kilómetros de allí. Entre la hora de la comida y la hora nona, en los distintos cuarteles, los templarios fueron apresados con la facilidad que otorga el más vil de los engaños. Traición, sorpresa y número fueron las claves de la ignominiosa victoria.