El legado del valle (15 page)

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Authors: Jordi Badia & Luisjo Gómez

Tags: #Intriga, Histórica

—Debo morir. No tengo miedo. Todos nos debemos a un destino superior.

Y abandonó la torre con su hábito negro de perfecta, en silencio, tan callando…

Llevaba oculto cerca de una hora.

Esperaba ver pasar pronto a la cruel comitiva. Sabía que sería allí. Era el lugar. Había podido observar cómo en la plaza apilaban haces de leña y plantaban el poste. Soldados borrachos, dedicados al pillaje más abyecto, circulaban por todas partes. Sin embargo, los que se encontraban ante el patíbulo, no se movían para no perderse un puesto de primera fila en el ignominioso espectáculo del suplicio ajeno. Fue un auténtico éxito de asistencia.

Embozado en una capa negra que cubría por completo su hábito blanco, Georges de Abadía permanecía agazapado en silencio en uno de los estrechos callejones adyacentes. Hizo una mueca de dolor. Un tajo sangrante le cruzaba el tórax de parte a parte, y cada vez que respiraba le provocaba un lacerante dolor. Había sido el resultado del desafortunado encuentro (sobre todo para ellos) con tres mercenarios germanos.

«Aguanta un poco más. Sólo un poco. Deben de estar a punto de pasar de un momento a otro», pensaba.

El anciano lo sabía. Le quedaba poco. La sangre que había perdido y perdía, así como sus muchos años, hacía que su vitalidad menguara por momentos.

Sin embargo, una idea lo atormentaba, a la vez que lo mantenía alerta. Era el hecho incomprensible de por qué sus hermanos templarios no acudían en auxilio de la guarnición.

No lo podía saber, pero la situación era general en toda Francia. Ese mismo día 13 de octubre de 1307, Felipe IV, en contubernio con el entonces papa Clemente V, ordenó el arresto y detención de todos los templarios del reino, empezando por el Gran Maestre Jacques de Molay, acusados de herejía. A ello contribuiría tiempo después el propio Esquieu de Floyran, al añadir a los cargos los de blasfemia y sodomía.

Orquestado por Guillermo de Nogaret, a la sazón canciller real, sus agentes construyeron una serie de pruebas falsas. Felipe, último vástago de una familia de acérrimos católicos, ambicionaba en secreto los bienes y posesiones del Temple, al que temía y consideraba un estado dentro del suyo. Al no tener jurisdicción sobre los templarios, utilizó a Guillermo de Paris, Gran Inquisidor de Francia, para iniciar el proceso, que se llevó a término con el marchamo inequívoco de la Inquisición, con confesiones obtenidas bajo tortura. El resultado fue que treinta y cinco miembros de la Orden junto al Gran Maestre Jacques de Molay, fueron quemados vivos. Este último, desde el patíbulo, maldijo a la Casa Real de Francia así como a los tres autores de la traición, para emplazarlos ante el Tribunal Divino para que rindieran cuentas.

Ese mismo año de 1314, murieron Felipe IV, el papa Clemente V y el canciller Nogaret.

Los oyó llegar, como un trueno lejano.

Llevaban a la joven en volandas, con brazos y manos atados a la espalda. Tenía el rostro tumefacto y el hábito negro aparecía desgarrado. Se apreciaban señales de tortura en su cuerpo. Pero no había dicho nada. Nada.

Esquieu de Floyran y De Maganyac contemplaban la escena. Presidían la ejecución desde un balcón que daba a la plaza.

Habían cortado a groseros tijeretazos su cabello dorado.

Caminaba descalza, con los pies lacerados por las irregularidades del camino.

No le pasó inadvertida la presencia del templario. Una fugaz mirada se cruzó entre ambos. La sombra de una sonrisa aleteó en sus labios. «Ánimo, mi buen amigo. Ahora todo será más fácil. No desfallezcamos…» Este pensamiento dio fuerza a Charité. Llegó hasta el pie de la plataforma trastabillando por los empujones de la chusma. Dedos como garras aferraban sus brazos desnudos a fin de evitar una hipotética fuga. Manos brutales que profanaban su sonrosada piel, ahora cubierta de verdugones.

—Soltadme —exigió con determinación, y clavó su mirada en la de sus captores—. Puedo subir sin vuestra ayuda.

Extrañamente, frente a la valiente mirada de la joven, apartaron sus sucias manos.

Ascendió con resolución los peldaños, en cada uno de los cuales su paso firme dejaba oscuras huellas de sangre. El verdugo la fijó al poste, con fuertes sogas de cáñamo, que oprimían su cuerpo. Ella, como un animal herido, buscaba la mirada de De Abadía entre la rugiente multitud. El sayón, con una antorcha en la mano, esperaba las órdenes de De Maganyac.

—No ordenéis aún que la quemen, De Maganyac —solicitó nervioso al oído de éste Esquieu de Floyran—. Las órdenes del Papa son matar a la hereje, sí, pero antes hallar el objeto. En ello va vuestra cabeza, y puede que también la mía.

—Sosegaos, De Floyran, sosegaos… Prenderemos el fuego bajo sus pies para luego apagarlo. Así se hará las veces que sea necesario, con lentitud. Seguro que eso desatará su lengua, y confesará dónde se encuentra oculto lo que buscamos. Al final suplicará que no apaguemos las llamas. No será rápido.

Esas mismas instrucciones las habían recibido los ejecutores, que disponían de grandes baldes de agua para que las llamas no sofocaran a la mujer sin que hubiera revelado su secreto. Pondrían en ello los cinco sentidos. Les iba la vida.

Al pie del cadalso, a un gesto de aquiescencia de Froilán de Maganyac, uno de los sayones aplicó la tea encendida a la gavilla de paja que se encontraba entre los haces de leña. En un instante, las llamas pasaron a los sarmientos más secos y, de ahí, a lamer los pies de Charité. Los bajos de su hábito chisporrotearon con furia.

Con la mirada desorbitada de dolor, Charité miró suplicante a De Abadía. Era el momento.

El viejo templario se desembarazó del manto negro que hasta el momento había ocultado su ballesta, con la que era infalible. Su blanca capa con la cruz paté brillaba con gallardía a la luz de las antorchas. Lo hacía por última vez.

Plantó firmes los pies. Un solo dardo. Una única flecha que apuntaba al pecho de la joven. El disparo más sencillo de su vida y a la vez el más difícil. Se miraron a los ojos. Lo hacían también por última vez. La flecha voló rauda y se hundió en el hermoso pecho, partiendo dos corazones, el de la joven y el del anciano.

La multitud, privada de su cruel diversión, como una jauría rabiosa, lo despedazó. Pero el viejo soldado ya no sentía nada; había muerto al disparar.

Despuntaba el alba cuando el grupo formado por los dos barbados caballeros y la mujer con la niña se acercaba a su destino.

Llevaban en ruta toda la noche y estaban exhaustos. Marcharon hacia el sur, río abajo. Habían seguido el curso del río Noguera de Tor, por la sierra de levante. Por seguridad, rodearon los pueblos de Durro, Irán e Irgo, que presumían infestados de enemigos.

Más allá del gran cañón, a partir del río, un último esfuerzo para el ascenso hasta la cueva de la sierra de Sant Gervasi.

Llegaron a una explanada, en la parte superior de la abrupta cadena montañosa por la que habían subido.

José de Vivar y su compañero detuvieron su marcha jadeantes. La mujer con la niña se derrumbó sobre la hierba.

—Es aquí, estoy seguro, pero no veo la entrada —indicó De Vivar al otro monje, mientras hacía visera con la mano para evitar que el sol naciente le deslumbrara—. Vine hace tiempo, cuando vestía aún túnica negra de sargento, en compañía de De Abadía. La han venido aprovisionando en secreto con víveres, ropas de abrigo y otras cosas. Podemos pasar el invierno sin problemas.

—Mi señor De Vivar —resolló la mujer—, rodead ese seto de espino. Detrás hallaréis un abeto centenario. Seguid la dirección en que sus raíces se hunden en el suelo. Desplazad las rocas y encontrareis un pequeño orificio: es la entrada de la cueva. Dentro caben mil cabezas de ganado. Es nuestro refugio, para «convertirnos en noche y niebla». En cuanto a la posibilidad de que la pequeña Charité se eduque en el cercano monasterio de Lavaix…, creo que es demasiado arriesgado. Yo misma la iniciaré, y otros vendrán luego para hablarle de su destino.

Ambos templarios estaban atónitos. El tono y las formas de la mujer ya no eran las de una inculta lugareña.

—Pero cómo puedes tú… cómo podéis vos saber…

—Mis señores, yo también llevo hábito, pero el mío es negro. También juré votos, pero lo hice en el solsticio de verano de hace muchos años, a la vista de Montsegur, en el llano donde nuestros antepasados hermanos asumieron su martirio. No os lo podía decir, ante la posibilidad de que cayerais prisioneros y bajo tortura confesarais mi secreta identidad y la de la niña. Sois aún muy jóvenes —concluyó con luminosa sonrisa la mujer.

Por primera vez en los últimos días, los dos hombres de armas estallaron en una carcajada.

6

S
in que se me hubieran disipado totalmente, las sospechas sobre Carola se desvanecían de forma inexorable como la niebla que aquella madrugada flotaba sobre el lago. La mañana del jueves recibí un fax que remitían los
mossos d'esquadra
, en el que se me informaba que la casa que acababa de heredar en Boí había sido objeto de un robo, lo que había causado algunos desperfectos. Solicitaban que me pusiera en contacto con ellos a la mayor brevedad posible. Esperé a que fueran las nueve en España.

«Vaya marrón he heredado», pensé mientras marcaba el número telefónico de la comisaría. Volvieron las tentaciones de abandonar, de venderlo todo, de renunciar.

El sargento me detalló lo sucedido. Unos intrusos habían entrado a robar. Revolvieron todo lo que encontraron y dejaron la puerta maltrecha, que de nuevo se hallaba precintada.

Por alguna inexplicable razón, no le conté nada de la amenaza telefónica que había tenido el día anterior.

—Señor Miró, ¿sabe si su tía conservaba algo de valor en la casa?

—Supongo que no, ya que lo hubiera incluido en su testamento.

—Sí, pero todo apunta a que los ladrones encontraron algo que su tía escondía en la buhardilla. Dimos con dos escondites vacíos, uno en el muro y otro en la viga, y todos los indicios llevan a pensar que quien entró en la casa pudo hacerse con lo que había en ellos.

«Claro», me dije tapando con la mano el micrófono. El suceso liberaba a Carola de doblez alguna, y señalaba el origen de la amenaza hacia los autores del robo, que sin duda supieron que había recuperado algo del altillo, por haberme olvidado de recoger la escalera de la trampilla y no haber tapado de nuevo los escondrijos. Es más, si Carola hubiera comentado algo sobre el pergamino, no se habría producido el robo: hubieran sabido que estaba en mi poder.

Por una fracción de segundo pensé en decirle al policía que sabía bien a qué se refería. Quizás el hecho de no haber sido informado de la posibilidad del asesinato de mi tía me hizo desconfiar del sargento Palau.

—¿Señor Miró? ¿Sigue usted ahí?

—Sí, agente. No sé qué decirle. Entenderá que todo esto me supera.

Aunque callé la verdad, no quise desaprovechar aquella nueva oportunidad:

—Sargento, esto podría conectar con lo que se comenta…

—¿Y qué se comenta?

—Hay quien afirma que a mi tía la mataron.

—¿Quién le ha dicho eso?

—No creo que importe quién; lo que importa, me parece, es si es o no cierto.

—Bien, la gente habla mucho. Sólo son conjeturas alimentadas por habladurías. Pero debo reconocer que hay algo en la investigación que no encaja.

—¿Qué es lo que no encaja y por qué no se me informa de ello?

—Señor Miró, no podemos dar información. Estamos investigando; todo está en fase de instrucción ante el juez competente. Debe comprenderlo. Le diré sólo que hay elementos que podrían señalar que su tía no cayó de modo fortuito por la escalera, sino que fue empujada de manera intencionada. De ser así, podrían llegar a estar relacionados ambos hechos, su muerte y este robo; incluso entenderíamos que hace unos días encontrásemos el candado de su casa con indicios de haber sido forzado. Pero, señor Miró, olvídese ahora de lo que la gente diga, puesto que la otra posibilidad parece con mucho la más consistente: su tía, en paz descanse, cayó de forma accidental, y semanas más tarde unos «revientapisos», que así los llamamos, entraron en su casa en busca de joyas o dinero, igual que podrían haber entrado en cualquier otra vivienda.

En aquel momento pensé en los señores Marest y Saludes. Ambos surgieron de la nada para convertirse en compradores potenciales. ¿Les movería el continente o el contenido? ¿Estarían ambos relacionados? ¿O acaso alguno de ellos con quien me amenazó?

—¿Oiga? No le oigo bien.

Disimulé mi silencio momentáneo:

—Agente, yo tampoco.

—Señor Miró, ¿tiene usted previsto volver por aquí pronto? Sería conveniente para que nos aclarase si encuentra a faltar algo de la casa. Entonces podría detallarle todas las hipótesis con las que trabajamos, y que por ahora se basan sólo en suposiciones. Digamos que en este caso nos faltaría, entre otras cosas, el motivo, el móvil, ¿entiende?

—Creo entenderlo. No debería ir a Europa hasta el mes de abril, aunque supongo que será necesario que sea antes.

—Creo que sí —afirmó el policía.

—Ahora mismo no le puedo concretar cuándo podría ser. Para que se haga una idea, ir y volver a España desde Butiaba supone una inversión de unos tres mil euros y cuatro días sólo en viajes… Déjeme que lo piense y le llamo mañana.

—Muy bien, muchas gracias. Sepa que lo siento de veras.

—Gracias a usted, agente.

De inmediato llamé al señor Feliciano Marest. Sentía estallar mi corazón al aguardar a que alguien descolgara el teléfono. La espera se hizo infinita. Tras Ja tonada, una sintonía musical, para luego responder una dulce voz femenina.

—Bufete Marest. ¿Dígame?

—Buenos días. ¿El señor Marest?

—No se encuentra en su despacho en este momento. ¿De parte de quién?

—Miró, Arnau Miró. ¿Le puede dejar un recado?

—Por supuesto; dígame señor Miró.

—Dígale, por favor, que le llamo en referencia a la posible venta de una casa en el pueblo de Boí y que intente ponerse en contacto conmigo.

De pronto aquella anónima interlocutora titubeó.

—Señor Miró, un momento, parece que ahora mismo entra.

Conocía el truco de sobra; ¿esperaría mi llamada? Tras unos segundos oí su voz.

—Buenos días, me alegro de oírle. ¿Cómo va todo?

—Ya ve, por aquí andamos. Señor Marest, no quiero molestarle mucho. He pensado en lo que me dijo, y me planteo la venta de la casa de Boí. ¿Sigue en firme su interés por comprarla?

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