El legado del valle (28 page)

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Authors: Jordi Badia & Luisjo Gómez

Tags: #Intriga, Histórica

—Tú no ayudas mucho, ¿sabes? ¿Cómo puedo confiar en alguien que me esconde algo tan simple como que ha estado en el Valle hará un par de meses? ¿Por qué hacer de eso un secreto? —contesté con igual cólera tras corregir la trayectoria del vehículo después de una curva pronunciada.

Berta no pudo reprimir de nuevo las lágrimas. Durante unos minutos no nos dirigimos palabra alguna, hasta que ella se lanzó de nuevo:

—Fue por vergüenza, Arnau. Te lo oculté por vergüenza.

—¿Vergüenza? ¿Qué me cuentas ahora?

—Sí, vergüenza. A finales del 2008 aparecieron nuevas pinturas en la iglesia de Sant Climent de Taüll. En la base del Pantocrátor. ¿Te imaginas lo que aún puede quedar por descubrir, diez siglos más tarde? Es apasionante. Por mi profesión y mis estudios sobre el Valle, tenía la necesidad de conocer ese nuevo hallazgo. —Entre gimoteos, prosiguió su convincente justificación—: Pasó cerca de un año y medio hasta que pude disponer de unos días para venir al Valle. Fue en agosto pasado. Sí, estuve aquí con un colaborador. No encontré un momento para visitar a tu tía. Cuando me dijiste que había muerto a finales de agosto, de la manera que ocurrió, en unos días que tal vez coincidieran con mi estancia en el Valle, y con lo afectado que se te veía, no tuve valor para contarte que había estado aquí y que la había ignorado.

Berta estalló a llorar.

—Berta, Berta, siento haber desconfiado de ti, ¡joder! Pero es que eso puede levantar enormes barreras entre las personas. Perdóname.

Aproveché una de las pocas rectas del trayecto, y la acaricié con una mano.

—Arnau, confía en mí, te quiero de verdad.

Detuve el coche en medio de la pista. Nadie transitaba por allí y no quise dejar escapar la ocasión para darnos un beso sentido y emocionado.

—Aunque me apena algo.

—Dime.

—Que nuestro amor es cautivo de un maldito pergamino: él nos aleja, pero sin él tampoco nos hubiéramos reencontrado. Y ahora, esto… el mosén… Dios mío —gimoteó de nuevo.

Permanecí unos segundos cabizbajo para preparar una respuesta sincera y adecuada.

—El pergamino, Berta, sólo ha sido la herramienta, el vehículo que nos ha unido. ¿No te das cuenta? Cualquier otra causa me hubiera llevado también a ti. Tarde, lo sé, pero exactamente a ti.

Las lágrimas de Berta se fundían con sus besos al preguntarme:

—¿Y te vas a ir a África? ¿Me vas a dejar este marrón?

—¡Esto es un maldito lío! —grité al reanudar la marcha—. Sólo podemos decidir sobre lo inmediato. Es la «técnica africana», porque allí para muchos no existe el porvenir. Y te voy a decir qué haremos ahora: aparcaremos en El Pont de Suert e iremos en autocar hasta Barcelona.

—¿En autocar?

—Sí, Berta. En coche nos pillarían con toda seguridad. ¡Fíjate!

El curso elevado de la pista de Gotarta nos permitió ver el dispositivo de control que los
mossos
habían situado en el cruce de carreteras, a pocos metros de Castillo de Tor.

—Has acertado con la ruta —admitió Berta ante el luminiscente espectáculo policial que se vislumbraba en la lejanía.

Aparcamos en un lugar discreto y anduvimos unos minutos hasta llegar a la terminal de autobuses. El directo a Barcelona salía a las 14.30. Sólo había que esperar 40 minutos. Aguardamos sentados en un banco de madera de la plazoleta desierta, en la que sólo unos niños jugaban a esa hora en el parque infantil.

Agradecíamos el sol de noviembre que abrazaba nuestros cuerpos extenuados.

—¿Qué vamos a hacer, Arnau?

—Ahora dejar que pase el tiempo. Simular que somos una pareja de turistas felices y llegar a Barcelona. Allí nos pondremos en manos de un buen bufete de abogados que lo aclarará todo a la policía. Eso vamos a hacer.

—¿Y tu viaje a Butiaba?

—No sé, Berta. Ahora, olvídate de eso. Además, no creo que pueda volar. Me identificarían en cualquier aeropuerto. No sé, tengo que pensar.

Sonó varias veces una señal en el móvil de Berta.

—Berta, es posible que tengamos los móviles intervenidos. Creo que no debes contestar. Hay que apagarlos y utilizar otros sistemas.

—Es mi hermana. Me ha intentado llamar, y antes debíamos de estar fuera de cobertura.

—Ya la llamarás —dije en el preciso instante en que sonó el mío—. Mira, también tengo yo llamadas perdidas: varios números con prefijo de Lleida, y este creo que es de Saludes. Vamos a apagarlos y ya responderemos en su momento, ¿de acuerdo?

Encontré cinco llamadas perdidas de Carola, una de Saludes y otra desde un número no identificado.

Sin desearlo, nos habíamos convertido en fugitivos. Mi tía María parecía seguir viva. Una de esas personas que jamás mueren, que arrastran tras de sí una estela repleta de motivos vitales para quienes les sobreviven.

Berta zanjó aquel momento de relajación.

—Tienes sangre en el pantalón.

Así era: una mancha en la pernera. Intenté limpiarla en una fuente cercana, y entonces me reencontré con un papel en mi bolsillo.

—Mira, este papel era del mosén. Parece la homilía que me dedicó —expliqué mientras remojaba y frotaba la zona manchada.

—Sí, así es —confirmó Berta al leerla—. Aunque así escrita… —Se la acercó y gritó—: Dios mío, Arnau, ¡es un acróstico!

—¿Qué dices?

—¡Un acróstico! Es una manera de comunicar un mensaje escondido en un texto. Lee la primera letra de cada frase en vertical. En cada párrafo es la misma secuencia:

Este hombre acoge a los pecadores y come con ellos,

Susurraban los fariseos y escribas, desde su falsa Fe.

Lejos de ti, Señor, viviendo en el pecado, y aún les das

Muestras de amor perfecto.

Evangelio que nos empuja a amar sin prejuicios,

Sin límites, con más fuerza incluso hacia los incrédulos;

Liderados por la alegría que comporta un único converso,

Manteniéndonos unidos en nuestro camino.

Entendemos la fe como algo abierto, su sentido he aquí:

Somos cristianos conviviendo en paz alrededor de la sangre:

Luz del mundo, alimento para el caminante; el legado;

Milagro de Jesucristo, del Maestro.

Berta prosiguió sobreexcitada:

—E-S-L-M: todo nos lleva a un único punto: al Pantocrátor… o quizás a tu pergamino. ¡Fíjate! El mosén conocía la existencia del pergamino, conocía sus siglas, el mensaje. ¡Ésa es su dedicatoria!

—¡Arnau! Cariño, has tenido una pesadilla.

Invadido por una rara agitación, estaba empapado de sudor, sin comprender dónde me encontraba.

—Me has asustado —dijo Berta mientras me besaba con insistencia.

—¿Cómo he podido dormirme? ¿Dónde estamos? —me pregunté sorprendido al constatar que estábamos en el autocar.

—Cerca de Martorell; pronto llegaremos a Barcelona.

—¡¿Pronto?! —exclamé con inquietud.

—Señorita, disculpe la molestia —dije a una pasajera al otro lado del pasillo—. Tengo que hacer una llamada urgente, ¿me dejaría usted su móvil? Por supuesto, le pago la llamada —añadí con un billete de diez euros en la mano.

—¡Por diez euros le regalo este cacharro! —dijo con una sonrisa al acercármelo.

—Cambio de planes. Tu profesor deberá recibirnos hoy. Llámale y dile que llegaremos sobre las ocho —indiqué a Berta al ofrecerle el teléfono.

Mientras realizaba la llamada, me levanté impetuosamente y me dirigí hacia el conductor.

—Perdone, mi mujer está embarazada, y se encuentra francamente mal. ¿Podríamos detenernos en la próxima estación de servicio? Ustedes sigan sin nosotros, llamaremos a un taxi, ahora ya estamos cerca de Barcelona.

—No debería, pero así aprovecharé para mover las piernas y echar una meadita —aceptó con candidez—. Prepárense porque no tardaremos más de cinco minutos.

Agradecí los posibles achaques prostáticos de aquel hombre. Antes de devolver el teléfono a su propietaria, contacté con el servicio de contestador automático. Había insistentes llamadas de Carola que confirmarían su preocupación por mí; Saludes dejó un mensaje con expresión nerviosa, quizá conocedor del episodio del mosén; y por último, otra vez la tenebrosa voz de timbre distorsionado, que lamentaba que empezara a resultarme familiar:

Supongo que tu amiguita y tú habréis visto que esto va en serio. Vamos a purificar el Valle. Haz bien las cosas y no habrá problemas.

—Estamos amenazados por gente muy peligrosa —susurré mientras el autocar encaraba la salida hacia una área de servicio.

—Arnau, debes saber algo —advirtió Berta.

—No, por favor, más malas noticias no.

—Es sobre la carta de tu tía. Al ver el acróstico del mosén, tuve un presentimiento, y mientras estabas dormido la saqué de tu mochila. Perdona el atrevimiento.

—Bueno, ¿qué ocurre?

—Aquí aparece de nuevo, Arnau. La carta encierra otro acróstico con las mismas siglas: E S L M. ¡Fíjate! —exclamó al acercármela.

Efectivamente, cada frase empezaba también por una letra que, leídas en vertical, configuraban en cada párrafo la misma sucesión.

—Todo esto es una auténtica locura —murmuré abatido.

—Las dos personas que con mensajes codificados nos han manifestado conocer el pergamino, han sido asesinadas. Es evidente que su contenido entraña peligro: alguien mata para que no se divulgue, y ahora tú y yo estamos en su punto de mira. Y lo malo es que no sabemos por qué.

El vehículo se detuvo.

—Berta, vamos a bajar. Seguirán sin nosotros. Llamaremos a un taxi.

—¿Cómo? Pero ¿por qué? ¿Qué pasa ahora?

—Es más seguro. Podrían esperarnos en la terminal. ¡Ah! Y cuando bajes saca un poquito de barriguita.

Francesc Puigdevall vivía solo en un destartalado ático de la calle del Hospital, en el barrio del Raval, el mismo que lo vio nacer y crecer. Un distrito de lamentables contrastes y contradicciones, barnizado por restauraciones municipales, por donde humea un cosmopolitismo miserable en el que los verdaderos dueños son carteristas, trileros, putas y traficantes en convivencia armónica, entre la indigencia de unos y la opulencia de otros: los «guiris», es decir, turistas extranjeros. Yo casi me consideraba uno de estos últimos: ya no pertenecía a esas calles.

El profesor era de esos solteros vitalicios en los que su libido, en lugar de crear impulsos irrefrenables, imploraba desde hacía décadas: «Padre Eros, ¿por qué me habéis traído aquí? ¿Qué queréis de mí?». Su existencia vagaba inmersa en una soledad deseada unas veces, sufrida en otras, conseguida a golpes de investigaciones incomprendidas.

Su vida transcurría alrededor de un círculo que lo envolvía entre la obsesión por su trabajo y la filantropía que desarrollaba en el barrio, en especial en el Hostal de la Esperanza.

A pesar de vivir en Barcelona, Berta no se acostumbraba a los ambientes más desfavorecidos de la ciudad. En su mirada se advertían inseguridad y temor. Le vacilaban las pupilas en el portal de la casa del profesor. Abrazaba con los músculos tensos, apretada contra sus delicados y cautivadores senos, la mochila de la que me acababa de desprender.

La entrada a la finca era estrecha y oscura, fabricada en reja de hierro forjado, con un cristal transparente posterior. Atrás se apreciaba con dificultad un largo y oscuro pasillo de paredes tachonadas de cercos de humedad.

—Vuelve a pulsar el botón —me pidió inquieta.

Así lo hice, y con tal insistencia que el timbrazo prolongado rayó la mala educación.

A los pocos segundos, una voz temblorosa respondió:

—¿Dígame?

—Profesor, soy Berta —respondió turbada mientras clavaba en mí sus ojos negros.

—Adelante.

En cuanto se accionó el mecanismo de apertura del cerrojo, alterada y nerviosa, empujó la puerta con tal fuerza que la hizo golpear contra la pared transversal; el cristal se agrietó.

—Tranquila —recriminé.

No había ascensor, y hubimos de subir una escalera que serpenteaba, estrecha y sucia, hasta el cuarto piso. Como una aparición, vimos al profesor asido con una mano al picaporte, sonriente, con inocentes ojos juguetones y fervorosos, impropios de su edad. Era una de esas miradas capaces de encender el ánimo de cualquiera.

Delgado, casi esquelético, irradiaba una frágil imagen de cuerpo quebradizo, donde destacaban unas gafas de pasta gruesa que le hacían la cara aún más pequeña y débil.

—¡Profesor!

Se abrazaron y de repente Berta estalló en llanto a su espalda.

—Pero hijita, ¿qué os pasa? —preguntó mientras que, con movimiento sutil, se abría la cortina de una de las ventanas de enfrente, en el patio de luces de la escalera, donde la vecina del cuarto segunda disponía de una perfecta panorámica para fisgonear.

El profesor, que seguía abrazado a Berta, me miró por encima de su hombro.

—Creo que tenemos un problemilla… —afirmé con brazos y manos abiertos, mientras me encogía de hombros.

Al oírme, Berta se dio la vuelta, se enjugó las lágrimas y nos presentó:

—Profesor, Arnau; Arnau, el profesor Puigdevall.

—Berta me ha hablado mucho de ti, Arnau —me comentó el entrañable profesor, quien añadió—: Aquí donde la ves, fue mi mejor alumna a lo largo de mis cuarenta y tres años de docencia; pasad —nos invitó a entrar, mientras con su mano acompañaba nuestro paso—. Y, más allá de la relación entre profesor y alumna, es bonito que haya quedado entre nosotros una buena amistad. ¿Verdad, Berta?

Berta asintió en silencio.

El piso era una absoluta anarquía de papeles y documentos, libros y periódicos, cuadernos y revistas de todo tipo y por todas partes. En el suelo, en las estanterías, sobre las sillas y las mesas… Había incluso zonas intransitables donde se amontonaban columnas de papeleo. Él se vanagloriaba de que, por más que pareciera lo contrario, todo estaba en perfecto orden.

—Y ahora, decidme: ¿cuál es el motivo de tanta lágrima?

—Nos persiguen, nos amenazan, profesor. ¡Es una locura que no hubiera podido imaginar hace sólo unas horas…! —exclamó Berta angustiada mientras volvía el llanto—. Y el mosén… el mosén… —murmuró entre lágrimas.

Parecía que toda la entereza que me había demostrado hubiera esperado ese preciso momento para desplomarse ante el profesor, y dejarse caer derrotada a la espera de que él la recogiera.

—Despacio, Berta; poco a poco —intentó tranquilizarla Puigdevall—. Sabes que estás en casa, relájate —la calmó mientras asía una silla del recibidor camino de su estudio, donde la puso junto a otras dos, frente a la mesa, e hizo un gesto amable para que nos sentáramos.

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