El legado del valle (41 page)

Read El legado del valle Online

Authors: Jordi Badia & Luisjo Gómez

Tags: #Intriga, Histórica

—¿Sorprendido? Sí, nos conocimos ayer. Tranquilo, no he venido a hacerle ningún daño. Todo lo contrario: creo que vamos a ser buenos amigos.

Puigdevall se dejó caer con aire de derrota en una de las sillas.

Alzó la mirada y se armó de valor para preguntar:

—¿Quién es usted? ¿Cómo ha entrado? ¿Qué hace aquí?

—Nada de eso importa. Ahora vamos a tomarnos un descanso. Debemos esperar instrucciones superiores. Póngase cómodo y relájese. La noche podría ser larga; creo que tiene usted mucho que contarnos.

El individuo se sentó frente al profesor, al otro lado de la mesa, sobre la que colocó los pies con ademán chulesco, aferró con la mano izquierda la solapa de su chaqueta y mostró con ostentación una Magnum. A continuación, tecleó un mensaje desde su móvil.

Desesperanzado, Puigdevall miraba fijamente el suelo.

El sujeto comenzó un monólogo cargado de sarcasmo:

—Joder, profesor, se lo agradezco de veras. Nos lo ha puesto muy fácil. No ha sido necesario quemarse las meninges: usted solito ha venido a comer a nuestra mano. Uno lleva ya muchos años en esto y reconoce tales gestos. Aunque podíamos incluso haberlo mejorado si se me hubiera presentado como es debido ayer, en el locutorio. ¿Recuerda? Vamos a ver. Empezaremos con esta carpetita que me trae usted —dijo, mientras se hacía con la documentación que hasta aquel momento obraba en manos del profesor—. ¡Vaya! —exclamó—, pero si parece que son los papeles que se le cayeron por los suelos en plena calle. Como se dice, el mundo es un pañuelo. ¿Y esto? Interesante.

Le mostró el resguardo de un envío por mensajería, grapado junto con un mail de la Universidad de Sevilla. El anónimo individuo leyó en voz alta el contenido del correo electrónico:

Querido profesor: Atenderemos a la mayor brevedad su petición tan pronto recibamos su envío. Para agilizar los trámites, le asigno ya un número de referencia: AJ335S10.

Saludos.

El tenebroso personaje sonrió al añadir:

—Responde a lo que usted le había enviado minutos antes. Veamos qué es —prosiguió sarcásticamente.

Querida Isabel, sale hoy por correo la pieza que deberías datarme. Creo que se corresponde con un pergamino muy antiguo, pero tu gestión es previa a cualquier análisis. Por favor, agiliza las tareas e infórmame con copia a quienes figuran en el remite. Un saludo cordial.

Hubo un silencio. El tipo miró al profesor.

—Nos explicará esto, ¿verdad? Y mucho más, claro. Así que lo tenemos en la Universidad de Sevilla, y esas direcciones a las que envía copia. Bien, ya nos lo contará.

Puigdevall seguía sumido en un mutismo total.

A aquellas horas el tráfico era fluido, y ello permitió que en pocos minutos coincidieran dos individuos al pie del domicilio del profesor. Llamaron por el interfono con cuatro tonadas, correspondientes a un código preestablecido.

El portero automático se activó y al momento abrieron la puerta. Encendieron la luz de la lóbrega escalera y subieron veloces los cuatro pisos. En el rellano del cuarto, entre resoplidos de cansancio, el más alto detuvo el brazo del otro, que se disponía a pulsar el timbre según el mismo código.

—Espera; toma.

—¿Qué es esto?

—La horquilla; por indicaciones expresas del prior, debemos hacerle hablar con este método. Es fácil entender cómo funciona —agregó mientras se aplicaba el artilugio a modo de ejemplo—. Ese cabrón nos lo contará todo.

—Joder, Marest, estas cosas sí me gustan. ¡Esto es innovar, y no lo del Cuerpo, cojones!

—Quizás acabaríamos antes usando otros métodos, pero debemos obedecer a los cancilleres. Te aseguro que no bromean.

—Déjate de otros métodos… ¡Disfrutemos! Creía que en la bolsa llevabas la raqueta, y me sales con esto. Va a ser divertido, mucho más que el tenis, y sin sudar.

—Por no querer sudar, tu barriga aún no se ha enterado de que juegas al tenis —comentó con sorna Marest—. Póntelos —ordenó mientras le tendía unos guantes de látex.

—¡No me jodas! Sabes que tengo hipersudoración en las manos.

—¡Póntelo, cojones!

Marest espetó su seco mandato mientras pulsaba en el timbre la secuencia secreta; en ese momento observó cómo se movían las cortinas de una de las ventanas del patio interior que, al encontrarse entreabierta, debían de ser agitadas por la corriente de aire.

—¡Se acabó la espera! —exclamó el tipo de la Magnum.

El profesor levantó la cabeza por primera vez en largo rato.

Hablaron los tres en un ángulo del estudio, antes de dirigirse hacia Puigdevall. Examinaban el resguardo de la mensajería.

—Es de esos chiringos para sucios inmigrantes que suelen hacer de todo —soltó uno de ellos mientras leía el titular—: «Internet-llamadas-envíos-remesas», y a saber qué más. Conozco ese lugar.

—Entonces —añadió Marest—, ¿qué tenemos en Uganda? Si el pergamino está camino de Sevilla, ¿qué va a recoger Raymond?

—Él nos lo contará —intervino el pistolero, y señaló con un movimiento de cabeza hacia el profesor.

—La fecha es de ayer, sábado —precisó el tenista gordo—; diría que por la noche, si lo envió a la misma hora que el mail. Como es fin de semana, ese paquete no andará lejos; ni siquiera creo que haya salido. Será fácil recuperarlo.

—Está usted pálido, Puigdevall. No tiene buena cara —anunció Marest cuando se acercó al abatido profesor—. Claro, no me extraña —prosiguió—, la vida que lleva últimamente parece que no es muy saludable que digamos, ¿verdad?

El profesor seguía mudo.

—Es posible arreglar todo esto de una manera rápida, si colabora con nosotros. ¿Lo hará?

Ante el silencio del otro, continuó su discurso:

—Mire, hace muy poco he aprendido a usar este artilugio —le mostró la horquilla—. De usted depende que tengamos que utilizarlo o no —se acercó y lo miró a corta distancia—. Debe contarnos todo lo que sabe. Y sabe mucho, por algo es usted profesor —afirmó mientras procedía a una consulta rápida de la documentación que le habían arrebatado de las manos.

Por fin, Puigdevall habló:

—Señores, no sé quiénes son ustedes ni qué quieren de mí. Mi intención era dirigirme a comisaría con esa finalidad: contarlo todo —manifestó con inocencia y un leve tartamudeo.

—Profesor, no se ponga nervioso. Está usted en la comisaría, ante la policía —afirmó Marest sin mirarlo siquiera, mientras examinaba todo lo que se hallaba sobre la mesa—. Oye, muéstrale la placa —indicó a uno de los presentes, sin dejar de escudriñar el papeleo—. ¿Lo ve, profesor? —añadió—. Ahora ya debe considerar que se halla donde y con quien quería estar. Sólo le queda hablar.

—¿Desde cuándo la policía utiliza esto? —preguntó angustiado el profesor en referencia a la horquilla—. ¿Y los guantes? ¿Por qué llevan guantes? —inquirió.

—Qué quiere que le diga —respondió Marest con una sonrisa—. ¿Que lo dicta el protocolo? Pues no, la razón es ¡porque todo esto es basura! —gritó, al tiempo que lanzaba por los aires la carpeta, cuyo contenido se desparramó por el suelo—. Y no queremos ensuciarnos las manos, las manos del Altísimo. ¡Debería arrepentirse y pedirle perdón por tantas blasfemias y sandeces!

—No es necesario —respondió el profesor—; si Dios existe, está de mi parte.

La ironía encrespó a Marest, ante la sonrisa cínica del resto.

—Es usted un majadero, profesor —dijo mientras se hacía con la horquilla—. Ni estamos para estupideces, ni tenemos demasiado tiempo. Veo que no desea colaborar. ¡Colócasela y empecemos ya! —ordenó—. No pida perdón si no quiere —continuó—, pero pídale a Dios un final rápido y sin sufrimiento.

Uno lo esposó por la espalda, tras el respaldo de la silla; el gordo le rompió el cuello de la camisa. La manga de su chaqueta, por alguna razón, quedó enganchada, lo cual provocó que saltaran varios botones por los aires.

Eran preliminares necesarios para ponerle tan macabro utensilio de tortura medieval. Consistía en un aro de acero que se fijaba a modo de collar, del que partía un brazo superior con dos púas que se hincaban bajo la barbilla y otro inferior que se clavaba justo encima del esternón, lo que obligaba a mantener una inclinación total de la cabeza hacia arriba, con la consecuente tensión del cuello en una posición insoportable al cabo de pocos minutos. Cuanto más intentaba relajarse el reo, más sentía cómo las púas se hundían.

Finalizada la colocación del aparato de tortura, Marest recogió del suelo el informe que minutos antes había lanzado por los aires e inició su interrogatorio.

—Bien… empezaremos por algo tan fácil como que nos diga dónde está Arnau, por una parte, y dónde se encuentra el pergamino, por otra. Porque, ¿sabe? Tenemos una duda: no sabemos si está en Uganda o en Sevilla, y usted nos va a ayudar a aclararlo, ¿a que sí? —Se acercó a Puigdevall, y con el índice recogió la sangre que empezaba a correrle por el cuello. Se la mostró para insistir—: Usted lo sabe. Facilite las cosas, profesor, ¡responda!

La postura le obligaba a hablar con dificultad, y aun así respondió:

—Dígame —murmuró con voz frágil y tono quebradizo—, ¿por qué debo hacerlo? Confiese o no, ustedes ya me han sentenciado. ¿Qué me espera después?

—¡Me estoy cansando! —gritó Marest, que le dio un leve golpe en la nuca, lo cual forzó un brusco movimiento de la cabeza hacia adelante, y en consecuencia, una mayor incisión bajo la mandíbula.

El pecho y la maltrecha camisa del profesor se tiñeron de rojo. La sangre comenzó a manar a borbotones. El torturado cerró mansamente los ojos, para a continuación expeler un profundo suspiro.

—¡Profesor! ¡Despiértalo, cojones! —ordenó Marest con brusquedad al matón.

Éste se dirigió al baño contiguo y al cabo de unos segundos arrojó a la cara del profesor un vaso de agua. La sangre fluyó, ahora con menor intensidad. Desapareció el leve temblor de manos que jamás abandonaba a Puigdevall.

—¡Profesor! —gritó el matón mientras lo sacudía por el hombro.

—Déjalo… —indicó el cínico tenista al tiempo que sujetaba la muñeca del profesor—. No creo que vuelva a despertar. ¡Demasiado viejo para jugar con él!

Quizá Dios había escuchado la invocación en boca de Marest, y le concedió el menor sufrimiento posible. Porque así fue: el corazón anciano y cansado de Puigdevall no soportó la presión, y fue obsequiado con un plácido final que quedó retratado en la sonrisa que mostraba en sus labios.

—¿Cómo? —rugió Marest—. ¡Me cago en todo! ¡Me cago en la gran puta!

Caminó furioso de un lado a otro hasta añadir, ante la mirada pasmada de sus compañeros:

—Aunque quizá sea mejor así. Jamás hubiera colaborado. Tenemos la información que buscábamos —afirmó al asir con ambas manos la carpeta del difunto—, el pergamino localizado y a otro hereje fuera de combate.

—¿Y qué hacemos ahora? —preguntó el sicario.

—Deshacernos del cadáver. El profesor seguirá en paradero desconocido por toda la eternidad —repuso Marest, y miró al gordo—. ¿Qué coño te pasa? —preguntó al advertir su semblante alterado, al atender una llamada de su móvil.

—Pedrosa. Sí… ¡Sí, claro que sí! —gritó el
intendent
—. Ahora mismo quiero que montéis un dispositivo. Anulad la notificación a la Interpol. Que todos los efectivos vayan con su foto. No quiero errores. En media hora estoy ahí.

—¿Qué ocurre? —preguntó Marest en el momento en que el matón liberaba de las esposas el cuerpo del profesor, que cayó a plomo sobre la alfombra del estudio—. Ve con cuidado. ¡Vas a manchar de sangre la alfombra, inútil! Parece como si hubieras salido ayer de la escuela —gruñó mientras arrastraba el cadáver fuera del estudio—. ¿Y bien? ¿Qué ocurre, Pedrosa?

—Tenemos registrados movimientos con la tarjeta de crédito de Arnau Miró: ayer, de una compra a British Airways, de lo que parecen ser los billetes de vuelta a Uganda; hace muy poco, en un restaurante. Por lo visto, no anda muy lejos de donde le perdimos la pista.

—Gracias, Dios mío —murmuró grandilocuente Marest, que alzó la mirada al techo, que no al cielo—. En veinticuatro horas todo esto ha de quedar resuelto. Ve por Arnau ahora mismo, pero envía a tus hombres al cibercafé. Que se hagan con el envío del profesor. A Arnau lo quiero muerto, ¿entiendes? ¡Muerto! Simula una fuga y acabas con él. Espero que puedas hacerlo solito.

—Confía en mí —asintió Pedrosa exultante de satisfacción, y luego añadió pletórico, ante el cuerpo inerte del profesor—: ¿Qué hacemos con esta mierda?

—Yo me ocupo de eso —se ofreció el pistolero—; es pequeño, casi raquítico. Me resultará fácil descuartizarlo y trasladarlo en un par de maletas a la incineradora que un buen amigo tiene en su fábrica, donde suele acabar todo lo que nos resulta molesto.

—¿Por qué me has citado aquí, Ramón?

—¿Qué te pasa, Pere? ¿No te apetece un buen desayuno con un amigo?

—Claro que sí, aunque sabes de sobra que estoy de servicio, y bueno… quizá no tengáis este problema en El Pont de Suert, pero aquí nos controlan hasta el color de los calzoncillos —repuso Pere sonriente—. Además, los lunes siempre son jodidos.

Ramón Palau se mantuvo en silencio. Su mirada se perdió más allá de la ventana. Perseguía la sirena de una ambulancia, fugaz en su carrera por la avenida.

—Oye Ramón, ¿vas a tardar mucho en contármelo? Todo este pelo no se me cayó ayer, ¿sabes? —preguntó Pere mientras se acariciaba la calva—. No me jodas: te conozco como si te hubiera parido. Te miro y veo al mismo colega de la Escuela de Policía.

—¿Se me nota mucho? —soltó Ramón con falso disimulo.

—Tú mismo: podíamos vernos en comisaría, con tranquilidad y, sin embargo, me citas aquí. Así, de repente, y te presentas vestido de paisano. ¿Qué ocurre?

Allí estaban: dos viejos amigos ante un par de cafés con leche, en una cafetería del centro comercial L'Illa, muy cerca de la comisaría de Les Corts, a la que Pere estaba adscrito.

—Técnicamente estoy de baja. Por eso me ves de paisano —explicó sonriente Ramón—. Ayer domingo, a última hora de la tarde, mientras tomaba una declaración, me largaron esto. —Extrajo de su cartera una carta, que tendió a Pere—. Estoy de una mala leche…

—¿Asuntos Internos? ¿Qué quieren de ti? —inquirió Pere tras leer el escrito.

—Puedes figurártelo: acosarme, presionarme, asfixiarme… —exclamó Ramón.

—Pero ¿por qué?

—Supongo que por seguir por mi cuenta una línea paralela de investigación muy alejada de la oficial, sobre el crimen del mosén de Boí y todo lo relacionado con él. Estarás al corriente del caso, ¿no?

Other books

The Phoenix Crisis by Richard L. Sanders
Gargoyles by Thomas Bernhard
Watch Your Mouth by Daniel Handler
The Blue Cotton Gown by Patricia Harman