El legado del valle (36 page)

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Authors: Jordi Badia & Luisjo Gómez

Tags: #Intriga, Histórica

—Desde el comienzo, fue el amor de mi vida. Sí, estuve casada, luego. Pero fue mi primer amor. Pasional, intenso. Eso nunca se borra en una mujer, ¿sabe? Siempre supe que algún día volvería a estar con Arnau, y rogaba a Dios que me diera la oportunidad de casarme con él.

Con inocente sonrisa, Berta narraba ante los policías, y en presencia de su abogado José Luis Gomis, cómo conoció a Arnau.

Sentía que se hallaba cerca de la salida de toda aquella sinrazón. Estaba donde y como había deseado en las últimas fechas: ante la policía, para contarlo todo. Por fin algo tangible. En una estancia que, pese a su austeridad, le resultaba confortable. Extraño, pero en absoluto era como se la había imaginado.

«A partir de ahora, todo se arreglará», se decía en su interior.

Confiaba en ellos.

—Nos presentó un amigo común en una fiesta universitaria, una de esas ediciones de lo que llamaban «Me Río de Janeiro», el carnaval universitario. Yo tenía 18 años.

—¿Su nombre? —preguntó uno de los policías entre el picoteo del teclado del ordenador; un «caporal», es decir, cabo de la policía autonómica, que aparecía como secretario del atestado.

—Jaime Justa. Un pelma. ¿Es eso tan importante? —preguntó con ingenuidad.

A pesar de haber sufrido en las últimas horas un agudo estrés, se sentía ahora en un estado de relajación, apreciaba un alivio en el entorno que, ante la sorpresa de los agentes, le permitía narrar con inusitada serenidad los episodios más destacados de su vida con Arnau.

Sin embargo, la paz que experimentaba no duraría mucho.

—Prosiga. Aquí las preguntas las hago yo y usted responde —dijo en tono severo el
intendent en cap
de los
mossos d'esquadra
Pedrosa, instructor del atestado incoado por el asesinato del mosén.

Nadie más que él lo sabía, pero había recibido especialísimas instrucciones. Le iba mucho en ello. Ellos no admitían errores. Pero no, no fallaría. Era la mano del Altísimo. Un instrumento de Dios. Aquel pensamiento lo reconfortó.

«Pedrosa, nada menos que todo un
intendent en cap
, como instructor de una simple causa por asesinato, que además se enviará como diligencias ampliatorias a la comisaría de
mossos d'esquadra
de la Seu d'Urgell, o en su caso, Lleida. Ni tan siquiera la investigarán ellos en Barcelona —pensaba extrañado Gomis—. Y no cualquier
intendent
, no, qué va. Manuel Pedrosa en persona.» Manuel Pedrosa, la desgraciada herencia de otros tiempos.

Al joven Pedrosa no le había sido difícil medrar en una policía como la de los años sesenta, en la que hablar de garantías legales era cosa de «rojos», y donde los derechos del detenido eran «mariconadas». Había recorrido todo el escalafón. Desde simple policía, pasó por inspector de tercera, hasta su actual grado,
intendent en cap
de los
mossos d'esquadra
tras haberse colado, nadie sabía muy bien cómo, en la policía autonómica de Catalunya. Siempre rozó el techo de la profesión. Siempre al sol que más calienta.

No contaba con más méritos que un buen nivel de catalán hablado y escrito, por ser hijo de Caldes d’Estrac, aparte de tener una especial habilidad para arrancar confesiones a guantazos. Católico ultramontano, era hombre de misa diaria, gran rezador. Decía a quien le quisiera oír, con una risa que sonaba como un relincho, que en la iglesia recibía la hostia, pero que en comisaría las repartía.

La democracia le pilló como inspector en la tristemente célebre Brigada Políticosocial. Sin embargo, los odios que se había granjeado con el tiempo corrían paralelos a sus contactos en las esferas de poder del antiguo régimen.

Tras su paso por la policía nacional, en la actualidad ostentaba, por una inexplicable pirueta profesional, más viejo, más gordo, y más borde, el flamante cargo de
intendent
.

Seguía con las mismas maneras brutales, pero sin poder practicarlas de manera abierta.

El abogado no sólo tenía motivos para extrañarse, sino para sentir una viva inquietud por la cándida representada que le había tocado en suerte, que continuaba con su singular historia:

—Después de presentarnos, nos sonreímos en silencio, mientras sonaba una canción,
Stay
, de Jackson Browne. ¿La conocen? —preguntó y empezó un suave tarareo.

—Señora, no me joda con las músicas, se lo ruego, no se nos vaya por las ramas. ¿Cuándo empezó su relación?

—En ese mismo instante. En el baile. No podía ser de otra manera: comenzaron cuatro años maravillosos, hasta que tuvo lugar el fatal atentado.

—¿Atentado, dice? ¿Qué atentado? —preguntaron al unísono el
intendent
, el sargento y hasta el cabo que hacía las veces de secretario en la instrucción.

—¿No lo saben? Arnau perdió a sus padres en el atentado de Hipercor. Sólo le quedó su tía como única familia, distanciados por casi cinco horas de viaje, si se considera que ni los coches ni las carreteras de esa época eran como los de ahora.

—Anota comprobar este dato —ordenó Pedrosa al sargento—. ¡Arnau víctima del terrorismo! Manda cojones. Aunque, claro, eso explicaría mucho.

—Jamás superó ese trauma; aún lo lleva consigo. Esa bomba detonó en nuestra relación, que también acabó —murmuró, mientras su mirada vagaba entre los presentes.

—Ése es un dato importante, que podría hacer comprensible la brutalidad de sus crímenes, y además, contra un miembro de la Iglesia, aunque fuera un «perla» ese cura cabrón. Pero de eso ya hablaremos…

—¿A quién se refiere? —inquirió Berta.

—A su amiguito, y es evidente que también a usted. ¿O es tan estúpida que aún no se ha enterado de que le hemos leído los derechos por asesinato?

—¿Asesinato? ¿Nosotros? Están en un error —Berta miró a derecha e izquierda—. ¿Debo entender que nos acusa a Arnau y a mí de algo tan espantoso? —dijo con una sonrisa que se desdibujó al momento.

—Suele ocurrir que, con el paso de los años, trances como el de un atentado dejen mentes desarregladas. Efectos postraumáticos, lo denominan los expertos, ¿sabe? Y usted, además, ha declarado lo unida que se siente a él. Que haría cualquier cosa por… su chulo —finalizó con grosería Pedrosa.

—Pero ¿qué dice? ¿De qué habla?

Berta se volvió hacia su abogado, cuando éste ya intervenía:

—Ésa es una conclusión que saca usted y que mi representada en modo alguno ha dicho. Me niego en redondo a que conste en la declaración —rechazó Gomis, que asió la mano de Berta, para tranquilizarla.

Como abogado, no podía hacer más en esa fase de declaración ante la policía. Pero tampoco menos. A pesar de que no podía intervenir y que su asistencia se limitaba a garantizar que los derechos constitucionales de su principal se cumplieran, Gomis no había nacido ayer, y aquello no lo iba a permitir.

—¿Dónde está Arnau? ¿Dónde lo tienen? —preguntó Berta inquieta. Miró ansiosa a unos y otros—. De entrada ya presuponen y acusan sin fundamento.

—Mire, el fundamento debe circunscribirse en exclusiva al sofrito, como dicen los cocineros. Se lo digo yo, que de cocina entiendo, pero de embutidos más aún, por algo me tiro todo el puto día con chorizos —repuso Pedrosa, y se rió con su particular relincho, que ni siquiera el secretario, quizá por ser el más limitado, coreó—. En cuanto a Arnau, no sufra —prosiguió entre hipidos de risa—, está cerca de aquí, en otra sala, contando lo suyo. Por cierto, la está poniendo a parir. Usted verá, siga con sus cancioncitas, siga.


Intendent
—intervino el abogado—, no confunda a mi cliente con falsas afirmaciones. Limítese a hacer las preguntas que considere oportunas; de lo contrario, no firmaré la declaración.

Pedrosa dirigió una mirada furibunda a Gomis, para a continuación seguir con el interrogatorio en otro tono.

—¿Y su tía? La de la que antes nos ha hablado. La tía de Arnau, ¿qué ocurrió con su tía?

—Ella siguió en Boí.

Poco duraron las maneras serenas:

—¿Y qué más, señora, qué más? No haga que me cabree.

—Allí siguió, en el Valle, sin enterarse de nada y sin la suficiente autoridad sobre Arnau. Él, que tampoco era ningún niño, residía en Barcelona sin referente alguno. Yo fracasé en mi pretensión de acogerle emocionalmente en parcelas que no me correspondían, algo de lo que una se da cuenta con la perspectiva del tiempo. Poco a poco nos cansamos; él de mi actitud maternal y yo, de su insensatez, de su desarraigo. Vagó durante meses por los lugares más excéntricos, barriobajeros e incluso peligrosos de la ciudad. Empezó a beber más de la cuenta. Lo desplumaron varias veces y en poco tiempo perdió los ahorros que sus padres le dejaron.

—Pero su tía… Bien, su tía, ¿se quedó impasible ante todo aquello?

—Ya se lo he dicho: con el tiempo supe que no se enteró de nada, no contaba con nadie de confianza en Barcelona para que le informaran de lo que ocurría.

—Y así estuvo, ¿hasta cuándo?

—Hasta que un día, sin esperarlo, Arnau se presentó en mi facultad. No me dijo nada, sólo me alargó un papel. Era una oferta de trabajo para dirigir un hotel en Uganda. Empecé a llorar en medio del pasillo, ante mis compañeros de estudios. Él me abrazó y me llevó a un rincón más discreto. «Ven conmigo», fue lo único que dijo. «Ven conmigo», repitió ante mi silencio, que al prolongarse se convirtió en respuesta. Agarró de nuevo el papel y se retiró cabizbajo. Mi memoria conserva nítida su imagen al contraluz del ventanal de la facultad, y el sonido de sus pasos que se alejaban. No miró atrás, y me quedé sola entre mis lágrimas y las miradas de sorpresa de los testigos allí presentes.

—¿Huganda va con hache o sin hache? —dijo el cabo, que cesó en su incesante teclear.

Los cuatro lo miraron estupefactos.

—Sin hache, imbécil. A lo que íbamos. ¿Qué edad tenía usted entonces?

—Unos veinticuatro años; estaba en el último curso. No tuve valor para acompañarle: el proyecto por el que yo había luchado era otro; estaba aquí. Nuestro compromiso se diluyó; pero es cierto que la llama de nuestro amor aún ardía, y no dejó de quemar para ninguno de los dos. Pasaron pocos días hasta que malvendió la casa de sus padres en el Valle de Boí y se despidió para siempre. Bueno, para siempre no. Hasta ahora, claro.

—No se me desvíe, ¡cojones! Su tía, siga. ¿Por qué dice que no se enteró de nada? ¿Cómo lo supo? —se impacientó Pedrosa.

Manifestaba su nerviosismo con el tamborileo de sus dedos en la superficie de la mesa, mientras intentaba centrar la declaración en la tía de Arnau.

—De su tía, poco sé. De hecho, la conocí desolada en el aeropuerto, el día de la despedida. Me dio mucha pena. Tras unos meses en Uganda, Arnau decidió que dejáramos de cartearnos, con lo que perdimos el contacto. Pero con su tía sí mantuve cierta relación. El día de la despedida nos dimos los teléfonos, y una o dos veces al año nos veíamos con ocasión de algún viaje que ella realizaba a Barcelona; también coincidimos en diversas ocasiones años más tarde, cuando hice mi tesis doctoral, que centré en el Valle de Boí, lo cual me obligó a desplazarme con cierta asiduidad por la zona.

—Y desde que se vieron por última vez en el aeropuerto, un montón de años sin contactar con Arnau, ¿es así? —terció el sargento.

—Así es. Cada uno siguió su vida, y…

—Extraño, ¿no? —interrumpió el hombre—. Sobre todo con lo que dice que significaron el uno para el otro.

—Pero así fue. Considerarlo extraño o no, es sólo la interpretación subjetiva de un hecho.

El comentario no gustó al irascible Pedrosa, que era de los que cuando oía la palabra cultura sacaba el revólver. Se levantó para liberar tensión y barbotó irritado:

—¡Me estoy hartando! Vamos al grano de una puta vez: ¿cuándo y por qué razón volvieron a verse?

El abogado Gomis le dedicó una mirada de hastío, rayana en el franco asco, algo que lo encrespó aún más.

—No entiendo por qué está usted tan sulfurado —dijo Berta—. Fue otro de esos episodios que jamás olvidaré. Alguien me llamó por teléfono al colegio, durante el recreo. Nunca hubiera pensado que al otro lado de la línea estaba Arnau, veintiún años más tarde, para pedirme ayuda a miles de kilómetros. Apenas nos dijimos palabras, que quedaron ahogadas entre lágrimas. Aún me emociono al recordar el momento.

—La llamada de un criminal demente, a quien la soledad y la lejanía han torturado hasta el extremo de volver para matar al mosén. Tenía que acabar con el cura, y para ello necesitó su ayuda, ¿verdad, señora?

—Al afirmar esto, el que parece un loco es usted —replicó Berta con voz firme.

Pedrosa, sudoroso, se encaró con Berta. Abría y cerraba los puños, pero se contuvo. No estaba en su despacho de los sesenta.

—Sí, sí, claro… Vamos a tranquilizarnos todos. Llegamos al fin de semana de los hechos —quiso suavizar con tacto el sargento de los
mossos
, que se interpuso entre ambos—. Dígame, desde el principio, qué ocurrió ese fin de semana. ¿Cómo es posible que, tras veintiún años, usted otorgue a Arnau de nuevo tanta confianza?

—Sí, ya me lo decía mi hermana.

—¿Su hermana? ¿Qué tiene que ver su hermana?

—Ella me advertía una y otra vez de lo inconveniente de retomar una relación con Arnau; era ya algo cansino… Pero no pude contenerme. Parecía que nos hubiera separado sólo un fin de semana, en lugar de dos décadas. Estábamos aún locos el uno por el otro.

—Ya, ya, qué bonito. Renació la llama del amor, precioso —gruñó Pedrosa, que prosiguió—: Quiero saber lo que hicieron desde el primer momento en que se volvieron a ver. Todo. Y no se deje nada. ¿Por qué vino Arnau a Barcelona? ¿Por qué la llamó? ¿Por qué necesitaba ayuda en Uganda? ¡Todo! No se deje nada, nada —insistía cada vez más tenso.

—Una a una, se lo ruego —respondió cada vez más débil Berta—. Con la muerte de su tía, heredó la casa donde ella vivió toda su vida, en Boí. Allí descubrió un pergamino y una espada de apariencia antigua. Tras el hallazgo, recibió amenazas de alguien que quería hacerse con lo que encontró. Así empezó todo.

—¿Un pergamino? ¿Una espada? ¿Qué tipo de amenazas? ¿Por qué no lo denunció? ¿Dónde están el pergamino y la espada? Señora, ¡no nos haga perder el tiempo! —aulló Pedrosa, mientras se secaba con un pañuelo mugriento la calva sudorosa.

—Le llamó una persona anónima por teléfono. Lo amenazó en dos ocasiones. Incluso a mí, la segunda vez.

—¿Ah, sí? ¿Y qué le dijo esa persona?

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