El legado del valle (39 page)

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Authors: Jordi Badia & Luisjo Gómez

Tags: #Intriga, Histórica

El interlocutor se echó a reír, y prosiguió su parlamento:

—En cualquier caso, tras la caída del Valle, la ejecución de herejes y el consecuente dominio católico-romano, se dio por zanjado el tema, dado que, a ojos de la Iglesia, el Pantocrátor no existía: en su lugar había un retablo mediocre, desde el punto de vista artístico.

El personaje encendió un cigarrillo, no sin antes brindarle otro a Marest, quien rechazó el ofrecimiento.

—Acabo de dejarlo.

—¿Le molesta que fume, entonces?

—En absoluto.

—Bien. Así engañados anduvimos hasta principios del siglo pasado. Entonces, nuestros antecesores descubrieron, estupefactos, que, dormido durante siglos tras el retablo, se encontraba un mural en perfecto estado de conservación. Se constató la diabólica mentira de los Erill, que escondieron la obra tras un retablo a sabiendas de que algún día saldría de nuevo a la luz.

—Conozco esa historia, aunque no la malicia que escondía.

—Sí, señor Marest: apareció el Pantocrátor, y la Iglesia dictó su orden; retiró sólo un fragmento de la obra, dado su incuestionable valor artístico: se extirpó la parte que transmitía un mensaje extracanónico.

»A partir de entonces, la Iglesia renovó su atención por el Valle de Boí, donde podría haber aún algo apóstata, aunque sin saber con exactitud de qué podría tratarse.

Tras una profunda calada al cigarrillo, cuya punta incandescente se aproximaba ya a sus labios, continuó:

—Gracias al Alzamiento nacional, encontramos el perfecto aliado que precisábamos. Y dio resultados: en 1938 se identificó a otra persona que decía ser descendiente de Cristo, vecina del Valle aunque residente en Huesca. Pero tras el interrogatorio y unos infortunados sucesos, se le perdió la pista. Se cree que huyó a Barcelona, aunque este extremo nunca pudo confirmarse —el interlocutor se sentó por primera vez junto a Marest, en el mismo muro—. Sin cejar en nuestro empeño, nos mantuvimos al acecho, aunque desde ese episodio no se advirtió nada que nos llamara la atención. Yo mismo he supervisado las pesquisas durante años.

»Pero hace tan sólo unos meses, algo hizo saltar de nuevo la alarma: el rumor de que una persona era depositaria de una espada de virtud. ¿Sabe de qué le hablo?

—Sí, por supuesto.

—La asistenta doméstica de una tal María Miró, llamada Enriqueta Corrius, encontró el acero mientras desempeñaba sus labores de limpieza. A título personal me lo ha confirmado. Aquí tiene usted los datos de la señora Miró —dijo, y le acercó un papelito que Marest intento leer, con el brazo extendido, ya que no llevaba encima las gafas de lectura.

—Pero, dígame —pronunció forzando la vista—, ¿qué tiene que ver una espada con la herejía?

—En antiquísima documentación que obra en la biblioteca del Vaticano, se indica que la mujer a la que la Santa Inquisición ejecutó a principios del siglo XIV, aquella que afirmaba ser sangre de Cristo, poseía una espada de virtud que jamás se encontró. Esa espada podría remontarse a los tiempos de Carlomagno. Pudo haber pertenecido a su nieto Bernat.

—Disculpe, pero no lo considero suficiente argumento —rebatió Marest.

—Hay más, señor Marest: esa señora suscita dudas desde hace tiempo en el pueblo. Su actitud, sus maneras, su forma de relacionarse…, son distintas, raras, impropias de una persona de fe.

—Bien, bien. ¿Qué quieren de mí?

—Es voluntad expresa de Su Eminencia que tome usted las riendas de la investigación. A mí me consideran ya demasiado viejo…

—¡Pero si está hecho usted un chaval!

—Gracias, pero sólo cumplimos órdenes. Usted, yo y todos. Sólo somos soldados de Dios. Es importante que se acerque a la señora Miró, que se gane su confianza. Para ello deberá dejar de lado ciertos postulados católicos. Esta señora está próxima a la visión más crítica. ¿Está usted preparado?

—Si es el mandato, así lo haré, aunque me preocupa acertar en el modo de llegar a ella sin levantar sospechas.

—Lo tenemos también previsto. Reconozco que en esta ocasión el destino nos lo ha puesto fácil: hace unos meses recibimos la solicitud de nulidad matrimonial de la señora Berta Hernández, muy próxima a nuestra causa, aunque desconocedora de los motivos que le expongo, y que, además, nunca deberá conocer.

»Debe mantenerla al margen, pero aprovechar sus conocimientos. Es historiadora y centró su tesis doctoral en el Valle de Boí. Aquí tiene una copia. —El canciller le facilitó un sobre que contenía un CD—. Destrúyalo cuando la haya leído. Por lo que sabemos, parece que eligió este tema bajo la influencia de un fracaso amoroso. Sí, su ex novio, al que no ve desde hace diecisiete años, era originario de Durro, un pueblo del Valle; y ahí está la fortuna: ese ex novio es Arnau Miró, sobrino de María Miró y único familiar que le queda a esa señora, eso sí, a mucha distancia, porque reside en Uganda.

—La casualidad siempre nos sorprende.

—No, señor Marest. Debería saber que Dios no deja nada en manos del azar. Todo está predeterminado.

—Sí, bien, pero… en cuanto a mi misión, ¿han pensado por dónde debería comenzar?

—Ya le he dicho que no queremos errores. En el archivo de la tesis encontrará los datos de la tal Berta. Póngase en contacto con ella acerca de la petición de nulidad; gánese su confianza y consiga que le presente a la señora Miró con cualquier pretexto. Actúe como si de usted dependiera en gran parte el fallo sobre la nulidad, y seguro que ella hará lo que sea por su persona. ¿Me explico? Si usted se acerca a la señora Miró desde Berta, seguro que tendrá el camino más expedito.

—Ya. Y a partir de ahí…

Marest fue de nuevo interrumpido:

—A partir de ahí, debe identificar usted lo que buscamos, así como las auténticas creencias de la señora Miró y de sus personas cercanas. Deberá informar con periodicidad y en exclusiva a los cancilleres; de ellos recibirá las pertinentes instrucciones y cuantos fondos precise.

El sujeto aplastó la colilla con la suela de su zapato.

Dio por zanjada la entrevista, se levantó y le dirigió una mirada penetrante.

Marest se quedó en el lugar, pensativo, mientras veía cómo se desvanecía la figura de su interlocutor entre la maleza. No debería volver a verlo jamás.

Bajo el obligado mutismo, vio de súbito cómo se truncaban sus recuerdos al oír el hiriente añadido:

—Para su desgracia, ha vuelto usted a verme, hoy y aquí.

—Se lo ruego, Eminencia —suplicó.

—¡Marest! ¿Cómo he de decírselo? Cállese, si es que sabe. ¡Ahora, escuche! Ya le pediremos su opinión si es preciso —zanjó enojado el prior—. Disculpe esta nueva interrupción y continúe, por favor.

—Ya finalizaba, Eminencia. Coincido con su visión: efectivamente, tras un lustro, la mezcla de estupidez y negligencia nos trae aquí, desde que este individuo perdiera los papeles con la señora Miró.

El silencio que siguió incomodaba a todos los presentes. Marest, desazonado, se retorcía las manos sudorosas por debajo de la mesa.

—Eminencia, también coincido con su apreciación —terció condescendiente un tercero que se servía un vaso de agua—. De la intuición que nos llevó hace años a concentrar la atención en la señora Miró, hemos pasado a un escenario en el que, según la versión oficial, siguen sin estar claras las causas de su muerte.

—¿Cómo? —inquirió el prior—. ¿No había quedado archivado el caso como un accidente?

—Aún no —siguió el personaje que había tomado la palabra—. Parece que hay un sargento de los
mossos
, diríamos que con excesivo celo en su cometido…, no sé si me explico, un tipo incómodo que con aires detectivescos complica el proceso. No me gusta. Lo remueve todo. Su dedicación obsesiva no nos permite echar tierra al tema.

—¿Un sargento? ¿Es un chiste malo o qué? ¿Un sargento? —repitió irritado el prior—. ¿Es que ni tan siquiera puede tener controlado a un sargento, Marest?

—Y entre pesquisas —añadió otro—, el «sobrinísimo» se hace con lo que buscamos desde hace décadas; nos lleva a todos locos, y a alguien se le ocurre liquidar al mosén. A partir de aquí, tenemos dos muertes y dos evadidos que bien podrían propagar aquello que no debiera haber salido jamás del muro que lo resguardó durante siglos.

—¡Esta misma mesa decidió hace meses la ejecución del mosén! —gritó Marest fuera de sí—. Eminencia, pido la palabra. Se lo ruego.

—Hable. Es su oportunidad. Quizá la última —respondió el prior con severidad.

—Al menos, reconozcan que no es fácil aproximarse tanto al objetivo y ganarse su confianza hasta el punto de convertirme en su albacea testamentario. Creo con toda modestia que ese trabajo ha sido impecable. Había indicios de que tras la señora Miró algo se escondía y, después de años de búsqueda, llegó el fatal episodio, cuando fue víctima de… sí, de mi arrebato. Jamás he tenido un mal momento como ése; pero yo no fui sino el instrumento a través del cual se manifestó la furia divina.

—Eso se lo cuenta a sus nietos, Marest; pero cuando aún sean pequeñitos. Aproveche ahora, quizá no disponga de mucho tiempo en esta vida —manifestó con agrio sarcasmo el último que había hablado.

Pasó por alto la amenaza.

—Lo creo de veras. Tenía la respuesta definitiva al alcance de la mano, y justo en ese momento descubrió mis intenciones, y me advirtió de que ya había enviado una carta a la notaría para adjuntar a su legado, y que tenía la intención de cambiar de albacea. ¿No se dan cuenta? —masculló al mirar de hito en hito a cada uno de los presentes—. Sentía en mi interior otra gran batalla de ángeles; serafines contra demonios, el bien contra el mal. Pocas alternativas me quedaban. Fue la providencia la que trazó el destino. Un accidente, tras el cual escribí una dirección falsa que me inventé de Kampala, en un papelito que introduje en su mesilla de noche, con el fin de confundir y evitar la presencia de su sobrino por aquí. Al final, por desgracia, las gestiones de la señora notaria lo impidieron, y dieron con Arnau Miró —argumentó Marest, que intentó recobrar la calma, para murmurar por lo bajo—: Esa notaría, siempre tan diligente.

—Señor Marest, todo eso ya lo habíamos escuchado. ¿No tiene usted nada que nos sorprenda? O que, como mínimo, nos permita reconsiderar nuestra opinión…

—Les aseguro que, aunque con más o menos retraso, todo quedará como la fatal caída de una anciana por las escaleras de su casa. Dicho esto, permítanme añadir que, desde entonces, hubo que abortar, por distintas causas, dos intentos para entrar en la casa de la señora Miró, con el fin de localizar algo. ¡Algo! Empresa difícil, ya que desconocíamos la naturaleza de lo que buscábamos. En la tercera tentativa, nuestros hombres lograron entrar y comprobaron que se nos habían adelantado. Fue él, por supuesto; el maldito Arnau Miró. Aunque llegamos a sospechar que podían haber sido los
mossos
, ya que estuvieron allí como mínimo en un par de ocasiones en busca de pistas.

—¿Usted se cree que somos estúpidos? —intervino el que se sentaba a la diestra del prior—. ¡Deje ya de dar rodeos! Sólo importan los resultados; ¿no ve que todo se ha difundido con gran rapidez? ¿Cómo piensa volver a controlarlo?

—Déjeme acabar —pidió Marest nervioso al servirse un vaso de agua, con tal temblor que la mitad del líquido se derramó sobre la mesa—. A pesar de lo que parezca, nuestras investigaciones no se han detenido. El puñetero sargento Palau llegó a citarme hasta a mí. ¡Hasta a mí! ¿Se imaginan qué oprobio? Gracias a nuestros confidentes, entendimos que el mosén era un personaje cada vez más peligroso, en especial tras la defunción de la señora Miró, por lo que ejecutamos una decisión acordada hacia el mes de marzo, creo recordar, por todos los hoy aquí presentes. No era necesario, según el protocolo, renovar la decisión; era una resolución firme. Y se llevó a cabo según las indicaciones recibidas: muerte ejemplar con fines disuasorios, según métodos a la antigua usanza. Entendimos que había llegado el momento: murió cuando comprobamos que Arnau Miró se le acercaba demasiado. Y supimos, ¡por fin! —anunció mientras bebía a grandes sorbos y se vertía el agua por la pechera—, que debíamos buscar un pergamino; nos enteramos hasta de su contenido y del lugar donde se encuentra: Uganda, como de manera puntual les detallé en su momento.

—Pero ¿no se da cuenta? Ya no debe resolver sólo el caso de la muerte de la señora Miró. ¿Qué pasa con las injerencias del sargento? ¿Y el confidente de confianza? ¿Qué ocurre con Arnau Miró? ¿Y el profesor que, según acabo de saber, también está al corriente? Delicada situación la suya, señor Marest.

—Responderé a todas sus preguntas: el sargento será silenciado por el departamento de Asuntos Internos. Así de sencillo. Está en manos de nuestro agente, el
intendent
Pedrosa. Juntos movemos los hilos. Nuestro confidente, sin conocer la causa, es próximo a la fe. Le interesa callar, por eso y porque sabemos cómo pagar sus servicios y en especial, su silencio. Arnau Miró, igual que el profesor Puigdevall, no podrá seguir evadido durante mucho tiempo. Pedrosa les pisa los talones.

—Tal como están las cosas, le aseguro que no sé a ciencia cierta quién utiliza a quién: si usted a sus confidentes o ellos a usted —el prior alzó la voz—. ¡Necesito garantías, Marest! No dispone usted de más margen.

—Eminencia, este jueves, uno de nuestros mejores hombres estará en Uganda para hacerse con el pergamino. Por su parte, caballeros, el
intendent
Pedrosa sabe lo que tiene que hacer: en primer lugar, agilizar el archivo del caso aún abierto de la muerte de la señora Miró; en segundo, inculpar a la señora Berta Hernández, en estos momentos detenida, de la muerte del mosén. Algo que también le sucederá a su compañero prófugo, Arnau Miró, en el momento en que se le eche el guante. Por último, dar con el profesor Puidgevall, algo que, por su avanzada edad, no puede tardar. Caballeros, es cierto que el escenario se ha complicado, pero no lo considero fuera de control —miró al prior—. Eminencia, créame: en diez días tendremos el pergamino en nuestro poder y a Arnau Miró entre rejas.

—Cinco; sólo le concedo cinco días. Por otra parte, Arnau Miró no ha de estar entre rejas —respondió con contundencia el prior, lo cual originó cierto desconcierto.

—¿Entonces? —preguntó uno de los asistentes.

—Cuando lo tenga localizado, infórmeme. No quiero más quebraderos de cabeza. Arnau Miró debe morir.


Maiestas lo Vult
—contestaron uno tras otro.

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