El libro de Sara (3 page)

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Authors: Esther y Jerry Hicks

Tags: #Autoayuda, Cuento

Mientras Sara gozaba admirando el paisaje desde su nido de metal, respiró hondo, deseando aspirar el maravilloso olor del río. Se sentía como hipnotizada. Los aromas, el sonido constante y sistemático del agua… «Me encanta este viejo río», pensó sin apartar la vista del enorme tronco que atravesaba el río aguas abajo.

A Sara le encantaba extender los brazos para mantener el equilibrio y tratar de atravesar el tronco lo más rápidamente posible. No sentía temor alguno, pero tenía siempre presente que el menor resbalón podía hacer que cayera al río. Además, cada vez que pasaba sobre el tronco oía la advertencia de su madre resonando inoportunamente en su cabeza: «¡No te acerques al río, Sara! ¡Podrías ahogarte!».

Pero Sara apenas prestaba atención a esas palabras, porque sabía algo que su madre ignoraba. Sabía que no podía ahogarse. Tranquila y en paz con el mundo, Sara siguió apoyada en su observatorio particular recordando lo que había ocurrido dos veranos antes al atravesar ese tronco. Había sucedido a última hora de la tarde, cuando Sara había terminado todas sus tareas y había bajado al río. Después de permanecer un rato contemplando el paisaje desde su plataforma de metal, había echado a andar por el sendero hasta alcanzar el tronco. El nivel del río, muy crecido debido a la nieve fundida, era más elevado que de costumbre y el agua casi cubría el tronco. Sara había dudado en atravesar el río sobre el tronco.

Pero luego, impulsada por un caprichoso entusiasmo, había decidido atravesar el precario puente. Al alcanzar aproximadamente la mitad del mismo, se había detenido y se había girado unos instantes, con ambos pies apuntando aguas abajo, oscilando ligeramente, pero enseguida había recuperado el equilibrio y el entusiasmo. De improviso, había aparecido Fuzzy, el chucho sarnoso de los Pittsfield, corriendo a través del puente, saludándola con unos alegres ladridos y chocando con ella con tal fuerza que la había arrojado a las tumultuosas aguas.

«¡Estoy perdida! —había pensado Sara— ¡tal como me había advertido mi madre, moriré ahogada!». Pero los hechos se habían sucedido con demasiada rapidez no dándole tiempo a entretenerse en esas reflexiones. De pronto, la niña se había encontrado flotando asombrosa y maravillosamente en el río boca arriba, contemplando una de las vistas más espléndidas que jamás había visto.

Había paseado por las orillas centenares de veces, pero era una perspectiva distinta de cuanto había contemplado hasta esa fecha. Deslizándose suavemente sobre ese increíble cojín de agua, Sara había contemplado el cielo azul enmarcado por árboles de formas perfectas, ora abundantes, ora escasos, a veces gruesos, a veces delgados, que presentaban un sinfín de hermosas tonalidades verdes.

Sara no había reparado en que el agua estaba muy fría, sino que se sentía como si flotara sobre una alfombra mágica, suave y apaciblemente, a salvo. Durante unos instantes le había parecido que oscurecía. El río la había arrastrado hasta un frondoso bosquecillo, cuyas copas tapaban casi por completo el cielo.

—¡Qué bien! ¡Qué árboles tan fantásticos! —había exclamado Sara en voz alta. Nunca había llegado a pie hasta ese lugar situado río abajo. Eran unos árboles imponentes, frondosos, y algunas de sus ramas se inclinaban hasta casi rozar el río. En estas, vio una rama larga y sólida que parecía inclinarse amistosamente sobre el río como ofreciéndole una mano.

—Gracias, árbol —había dicho Sara dulcemente, ganando la orilla con ayuda de la rama— un gesto muy amable por tu parte.

La niña se había detenido en la ribera, aturdida pero eufórica, mientras trataba de orientarse.

—¡Córcholis! —exclamó Sara al divisar el enorme granero rojo de los Peterson.

Casi no daba crédito a sus ojos. Tenía la impresión de haber atravesado en un par de minutos casi diez kilómetros de campos y pastizales llevada por el río. Pero no le había importado recorrer a pie esa distancia para regresar a su casa. Embargada por una deliciosa euforia, Sara emprendió el camino de vuelta a casa dando saltos de alegría. Tan pronto como había conseguido quitarse sus ropas manchadas, las había metido en la lavadora y se había apresurado a llenar la bañera de agua caliente. No vale la pena dar a mamá otro quebradero de cabeza, había pensado. Eso no la tranquilizará. Sara se había sumergido en el agua caliente, sonriendo mientras se lavaba para desprenderse del cúmulo de hojas, tierra e insectos de río que tenía adheridos a su pelo castaño y rizado, convencida de que su madre estaba equivocada. Sara sabía que no se ahogaría nunca.

Capítulo cinco

—¡Espérame, Sara!

Sara se detuvo en el cruce y esperó a que su hermanito echara a correr hacia ella a toda velocidad.

—¡Ven a verlo, Sara, es increíble!

«Seguro», pensó la niña, recordando el último objeto «increíble» que Jasón le había mostrado. Era una rata de granero que Jasón había capturado con la trampa que él mismo había confeccionado. «La última vez que miré estaba viva», según había asegurado a su hermana. En dos ocasiones, Jason había pillado a Sara desprevenida y había conseguido que mirara dentro de su cartera del colegio, donde la niña había hallado un inocente pajarillo o ratón que había caído fulminado por Jasón y sus roñosos compinches, eufóricos e impacientes por utilizar las nuevas carabinas de aire comprimido que les habían regalado en Navidad.

«¿Qué les pasa a los chicos? —se preguntó Sara, aguardando mientras Jason, cansado, aminoraba el paso al ver que su hermana se había detenido para esperarle—, ¿cómo es posible que disfruten lastimando a unos animalitos indefensos? Me gustaría verles caer a ellos en una trampa. No creo que disfrutaran tanto», pensó. Antes, las travesuras de Jason eran menos macabras y a veces incluso divertidas, pero se ha vuelto muy cruel.

Sara aguardó en medio de la tranquila carretera rural a que Jason la alcanzara. Reprimió una sonrisa al recordar otra ingeniosa trastada que había cometido Jason, consistente en apoyar la cabeza sobre el pupitre, ocultando unos relucientes vómitos de consistencia gomosa, para luego alzar la cabeza y mostrar su repugnante «premio» cuando la maestra se había detenido junto a él. La señora Jonson había salido corriendo de la clase en busca del conserje para que limpiara la porquería, pero al regresar Jason le había explicado que lo había limpiando él mismo. La señora Jonson se había sentido tan aliviada que no le había hecho ninguna pregunta. La buena mujer había dado permiso a Jason para marcharse a casa. A Sara le asombraba la credulidad de la señora Jonson, que ni siquiera se había extrañado de que los vómitos, que presentaban un aspecto fluido y viscoso, formaran un curioso charquito sobre un pupitre decididamente inclinado. Claro que la señora Jonson no estaba tan acostumbrada a las trastadas de Jason como Sara, y ésta reconocía que su hermano había logrado engañarla más de una vez, en los tiempos en que ella era más ingenua, pero ya no lo conseguía. A estas alturas Sara conocía bien a Jason.

—¡Sara! —gritó Jason, excitado y resoplando.

—No hace falta que grites —respondió Sara retrocediendo— estoy a medio metro de ti.

—Lo siento. —Jason tragó saliva al tiempo que trataba de recobrar el resuello— ¡tienes que venir! ¡Ha vuelto Salomón!

—¿Quién es Salomón? —preguntó Sara, arrepintiéndose en el acto de haberlo preguntado. No quería demostrar ningún interés en el asunto que Jason se llevaba entre manos.

—¡Pues Salomón! ¡Ya conoces a Salomón! ¡Ese enorme pájaro que hay en el Sendero de Thacker!

—No he oído hablar de ningún pájaro gigantesco en el Sendero de Thacker —replicó Sara, fingiendo indiferencia—. No me interesan tus estúpidos pájaros, Jason.

—¡No es un estúpido pájaro, Sara, es gigantesco! Tienes que venir a verlo. Billy dice que es más grande que el coche de su padre. ¡Anda, Sara, ven a verlo!

—Es imposible que un pájaro sea más grande que un coche, Jason.

—¡Te aseguro que lo es! ¡Pregúntaselo al padre de Billy! Dijo que un día, al volver a casa en coche, vio una sombra tan grande que pensó que era un avión que pasaba sobre él. Cubría todo el coche. ¡Pero no era un avión, Sara, era Salomón!

Sara reconoció que el entusiasmo de Jason por Salomón empezaba a irritarla.

—Iré a verlo otro día, Jason. Tengo que volver a casa.

—¡Ven a verlo, Sara, por favor! Puede que otro día Salomón no esté allí. ¡Tienes que venir ahora!

La insistencia de Jason empezaba a preocupar a Sara. No solía mostrarse tan insistente. Por lo general, cuando intuía que Sara no estaba dispuesta a dar su brazo a torcer, se rendía confiando en pillar a su hermana desprevenida en otra ocasión. Sabía por experiencia que cuanto más le insistiera a Sara en que hiciera algo que no quería, más firme se mantenía ella en sus trece. Pero en esta ocasión era distinto. Jason demostraba un interés que Sara no había observado antes en él, de modo que, ante la sorpresa y alegría de Jason, ésta accedió a sus ruegos.

—De acuerdo, Jason. ¿Dónde está ese gigantesco pájaro?

—Se llama Salomón.

—¿Cómo sabes su nombre?

—Se lo ha puesto el padre de Billy. Dice que es un búho. Y que los búhos son sabios. De modo que le pega llamarse Salomón.

Sara se esforzó en seguir a Jason, que caminaba apresuradamente. Está muy excitado con ese búho, pensó. Qué raro.

—Debe de andar por aquí —dijo Jason— vive en este lugar.

A Sara le hacía gracia la seguridad que derrochaba Jason, aunque sabía que las más de las veces su hermano no tenía repajolera idea de lo que estaba hablando. Pero ella solía seguirle el juego, fingiendo no haberse percatado. Era más sencillo.

Miraron entre los árboles despojados de sus hojas y cubiertos de nieve. Caminaron junto a una desvencijada valla, siguiendo un pequeño sendero en la nieve trazado por un perro que al parecer lo había recorrido poco antes que ellos… Sara no caminaba casi nunca por ese sendero en invierno. Quedaba lejos del camino que solía recorrer de regreso a su casa después de clase. No obstante, en verano Sara pasaba muchos ratos agradables en ese lugar. La niña siguió avanzando, observando todos los rincones que le resultaban familiares, alegrándose de recorrer de nuevo su sendero. Lo mejor de este sendero, pensó Sara, es que suele estar desierto. No pasan coches, ni vecinos… Es un sendero muy tranquilo. Debería de venir por aquí más a menudo.

—¡Salomón! —gritó Jason.

Sara se sobresaltó, pues no esperaba oírle gritar.

—No le llames a gritos, Jason. Si Salomón está aquí y te oye dar estas voces, se esfumará.

—Seguro que está aquí. Ya te he dicho que vive en este lugar. Si se hubiera marchado, le habríamos visto. ¡Es enorme, Sara, de veras!

Sara y Jason se adentraron en el bosquecillo, pasando por debajo de una oxidada alambrada, un vestigio de la vieja y desvencijada valla. Avanzaron lentamente, tentando el camino, pues no sabían lo que podía estar sepultado bajo la gruesa capa de nieve que les llegaba a las rodillas.

—Tengo frío, Jason.

—Ya falta poco, Sara. No te rindas ahora, por favor.

Sara accedió a seguir adelante, más por curiosidad que debido a la insistencia de Jason.

—De acuerdo, cinco minutos MÁS —gritó Sara al hundirse hasta la cintura en una acequia que estaba oculta debajo de la espesa nieve.

La fría y mojada nieve se filtró a través del abrigo y la blusa de Sara, humedeciéndole la piel.

—¡Yo me vuelvo a casa, Jason!

Jason se sentía decepcionado de no haber dado con Salomón, pero la irritación de Sara le compensaba de ese chasco. Pocas cosas le complacían más que ver a su hermana furiosa. El chico soltó una carcajada al ver a Sara quitarse la gélida y húmeda nieve de debajo de la ropa.

—¿Te parece divertido, Jason? ¡Seguro que te has inventado la historia de Salomón para que me quedara empapada y cogiera una rabieta!

No pudiendo evitar la risa, Jason echó a correr dejando atrás a Sara. Por más que le divertía enfurecerla, sabía por experiencia que era preferible guardar una distancia prudencial.

—No, Sara, Salomón existe. Ya lo verás.

—¡Seguro! —replicó Sara— y la amistad eterna…

Pero por algún extraño motivo, sabía que Jason decía la verdad.

Capítulo seis

Sara no recordaba ningún momento en que le resultara fácil concentrarse en lo que ocurría en clase. Hacía tiempo que había llegado a la conclusión de que la escuela era un lugar muy aburrido. Pero aquel día, sin excepción, fue el peor que Sara había tenido que soportar. No conseguía concentrarse en lo que decía el maestro. No dejaba de pensar en el bosquecillo. Cuando por fin sonó el timbre, Sara guardó la cartera en su taquilla y se dirigió al bosque.

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