—Todo eso está muy bien, Sara, y lo comentaremos más adelante, ¿pero no has observado que mientras hablabas sobre lo que no deseabas, no conseguías lo que deseabas? En cambio, cuando empezaste a hablar sobre lo que sí deseabas —lo que es más importante, cuando empezaste a sentir lo que deseabas— ¿lo conseguiste al instante? Sara guardó silencio mientras trataba de recordar lo que había dicho con anterioridad. Pero no era fácil pensar en lo que había considerado o sentido antes de volar. Prefería reflexionar sobre su experiencia voladora.
—Piensa en ello con frecuencia, Sara, y practícalo tantas veces como puedas.
—¿Quieres que practique volar? ¡De acuerdo!
—No sólo volar, Sara. Quiero que practiques pensar en lo que deseas y por qué lo deseas, hasta que logres sentirlo. Esto es lo más importante que aprenderás de mí, Sara. Diviértete con esto.
Tras estas palabras, Salomón alzó el vuelo y se alejó. «¡Éste es el mejor día de mi vida! —pensó Sara— ¡hoy he aprendido a volar!».
—¡Eh, bebé! ¿Te sigues haciendo pis en la cama?
Sara les observó enojada mientras se burlaban de Donald. Como su timidez le impedía intervenir, trató de desviar la vista para no percatarse de lo que ocurría.
—Se creen muy listos —murmuró en voz baja—. Son crueles.
Unos «listillos» de su clase, unos bravucones que siempre andaban en pandilla, se estaban burlando de Donald, un chico nuevo que se había incorporado a la clase hacía un par de días. Su familia se había mudado al pueblo hacía poco y habían alquilado la destartalada casa situada en la esquina de la calle en la que vivía Sara. La casa había estado desocupada durante meses y la madre de Sara se alegraba de la llegada de los nuevos inquilinos. Sara había observado cómo descargaban sus enseres de una vieja furgoneta, preguntándose si aquellos escasos y desvencijados muebles era cuanto poseían. Bastante duro es mudarse a un nuevo pueblo en el que no conoces a nadie, sin tener que soportar que unos bravucones de pacotilla se metan continuamente contigo. Mientras observaba en el pasillo cómo Lynn y Tommy se burlaban de Donald, a Sara se le llenaron los ojos de lágrimas. Recordó las risotadas que habían estallado ayer en clase, cuando el maestro había pedido a Donald que se pusiera de pie para presentarlo a sus nuevos compañeros y éste se había levantado sosteniendo una cajita para lápices de plástico color rojo vivo. Sara reconocía que había sido una torpeza más propia de los niños de la edad de su hermanito, pero no era motivo para que le humillaran de esa forma. Sara comprendió que aquél había sido el momento decisivo para Donald. Si éste hubiera resuelto la situación de otro modo, permaneciendo de pie, echándole valor al asunto y sonriendo, sin importarle lo que aquellos impresentables opinaran sobre él, las cosas quizá se habrían desarrollado de otra manera. Pero no había sido así. Donald, avergonzado y aterrorizado, se había hundido en la silla, mordiéndose el labio. El maestro había reprendido a la clase, pero no había servido de nada. A los niños les tenía sin cuidado lo que el señor Jorgensen opinara de ellos, pero a Donald le importaba mucho lo que la clase opinara sobre él. Ayer, al salir de clase, Sara había visto a Donald tirar su cajita para lápices a la papelera que había junto a la puerta. Cuando Donald se hubo marchado, Sara había rescatado el grotesco artilugio y lo había guardado en su cartera. Sara observó a Tommy y a Lynn avanzar por el pasillo. Les oyó bajar estrepitosamente la escalera. Vio a Donald frente a su taquilla, inmóvil, contemplándola como si ésta contuviera algo que pudiera solventar su situación, o como si deseara meterse dentro de ella y evitar enfrentarse a lo que le esperaba fuera. Sara sintió un nudo en el estómago. No sabía qué hacer, por más que quería ayudar a Donald. Después de echar un vistazo por el pasillo, para cerciorarse de que los bravucones se habían marchado, sacó la cajita roja de su cartera y se apresuró hacia Donald, que estaba guardando sus libros en su taquilla en un inútil intento de recobrar la compostura.
—Hola, Donald. Ayer te vi tirar esto a la papelera —dijo Sara sin más preámbulos. A mí me gusta. Creo que deberías conservarlo.
—¡No lo quiero! —le espetó Donald.
Sorprendida, Sara retrocedió mientras trataba de recobrar mentalmente el equilibrio.
—¡Si tanto te gusta, quédatelo tú! —le gritó Donald.
Tras guardado apresuradamente en su cartera, confiando en que nadie hubiera observado o escuchado esta desagradable conversación, Sara salió corriendo al patio de la escuela y se fue a su casa. «¿Por qué me meto en lo que no me importa? —se preguntó, enojada consigo misma».
«¡A ver si escarmiento de una vez!».
—¿Por qué todas las personas son tan malas, Salomón? —preguntó Sara con tristeza.
—¿Todas las personas son malas, Sara? No me había dado cuenta.
—Bueno, no todas, pero muchas sí. No lo entiendo. Cuando me comporto mal, me siento fatal.
—¿Entonces por qué lo haces, Sara?
— Generalmente porque alguien se ha portado mal conmigo. Supongo que lo hago para vengarme.
—¿Y eso te sirve de algo?
—Sí —respondió Sara a la defensiva.
—¿En qué sentido, Sara? ¿El hecho de vengarte de alguien hace que te sientas mejor? ¿Acaso cambia la situación, o elimina el daño causado?
—No, supongo que no.
—En realidad, Sara, con eso sólo se consigue añadir más maldad al mundo. Es como unirse a la cadena de dolor de esas personas. Se sienten heridas, luego te sientes herida tú y contribuyes a que otra persona se sienta herida, y así sucesivamente.
—¿Pero quién ha empezado esa cadena de dolor?
—No importa dónde haya empezado, Sara. Lo importante es lo que tú hagas con ella cuando llegue a ti. ¿A qué viene esto, Sara? ¿Qué te ha llevado a unirte a esta cadena de dolor?
Profundamente afligida, Sara habló a Salomón sobre el nuevo alumno, Donald, y lo que le había ocurrido en su primer día de clase. Le habló de los bravucones que nunca se cansaban de meterse con Donald. Contó a Salomón el preocupante episodio que había ocurrido en el pasillo de la escuela. Y mientras revivía esos incidentes, describiéndoselos a Salomón, Sara sintió que la embargaba de nuevo una mezcla de dolor y rabia. Una lágrima le rodó por la mejilla, que se enjugó rápidamente con el dorso de la mano, irritada de que en lugar de mantener una agradable charla con Salomón, como solía hacer, estuviera gimoteando y balbuciendo. Ésta no era forma de comportarse con Salomón.
Salomón guardó silencio durante unos momentos mientras en la cabeza de Sara bullían unos pensamientos dispersos e inconexos. Notó que Salomón la observaba con sus grandes y amables ojos, pero no se sintió turbada. Era como si Salomón la indujera a desahogarse.
«Al menos sé lo que no quiero —pensó Sara—. No quiero sentirme así. Y menos cuando hablo con Salomón».
—Esto está muy bien, Sara. Acabas de dar, conscientemente, el primer paso para poner fin a esa cadena de dolor. Has reconocido conscientemente lo que no deseas.
—¿Y eso es bueno? —inquirió Sara— a mí no me lo parece.
—Porque sólo has dado el primer paso, Sara. Tienes que dar tres más.
—¿Cuál es el siguiente paso, Salomón?
—No es difícil comprender lo que uno no desea. ¿Estás de acuerdo con eso, Sara?
—Sí. Es decir, en la mayoría de los casos lo sé.
—¿Cómo sabes que piensas sobre lo que no deseas?
—No sé, lo noto.
—Lo sabes por la forma en que te sientes, Sara. Cuando piensas, o hablas, sobre lo que no deseas, siempre sientes una emoción negativa. Sientes ira, decepción, vergüenza, remordimientos. O temor. Cuando piensas en lo que no deseas siempre te sientes mal.
Sara reflexionó sobre los últimos días, durante los cuales había experimentado una mayor carga de emociones negativas que de costumbre.
—Tienes razón, Salomón —contestó. Esta semana, al ver cómo esos chicos se metían con el pobre Donald, he sentido más emociones negativas. Estaba muy contenta de haberte conocido, Salomón, pero luego me puse furiosa al ver cómo se burlaban de Donald. Ahora comprendo que la forma en que me siento tiene que ver con lo que pienso.
—Muy bien, Sara. Ahora hablemos del segundo paso. Cada vez que te das cuenta de lo que no deseas, ¿te resulta fácil comprender lo que sí deseas?
—Bueno… —Sara se detuvo, tratando de descifrarlo, pero no lo tenía claro.
—Cuando te sientes mal, ¿qué es lo que deseas?
—Sentirme bien —respondió Sara sin titubeos.
—Cuando no tienes suficiente dinero para comprarte algo que te apetece, ¿qué deseas?
—Tener más dinero —contestó Sara.
—Éste es el segundo paso para romper la cadena de dolor. El primer paso consiste en reconocer lo que no deseas. El segundo, comprender lo que sí deseas.
—Es muy fácil —comentó Sara, que empezaba a sentirse más animada.
—El tercer paso es el más importante, Sara, aunque la mayoría de las personas lo omiten. Consiste en lo siguiente: después de haber identificado lo que deseas, tienes que sentirlo como si fuera real. Tienes que hablar sobre por qué lo deseas, describir cómo te sentirías si lo consiguieras, explicarlo, fingir que lo has conseguido o recordar alguna ocasión parecida… Seguir pensando en ello hasta hallar un punto donde lo sientas. Seguir hablando contigo misma sobre lo que deseas hasta que te sientas bien.
Al escuchar a Salomón animándola a dedicar tiempo a imaginar cosas, Sara no daba crédito a sus oídos. Más de una vez había tenido serios problemas por ese motivo. Salomón le decía justamente lo contrario de lo que le decían sus maestros en la escuela. Pero Sara confiaba en Salomón y estaba más que dispuesta a probar un nuevo sistema, ya que el de los otros era evidente que no funcionaba.
—¿Por qué el tercer paso es el más importante, Salomón?
—Porque hasta que no cambies de talante, no habrá cambiado nada. Seguirás formando parte de la cadena de dolor. Pero cuando cambies de talante, pasarás a formar parte de una cadena muy distinta. Te habrás unido a la cadena de Salomón, por así decir.
—¿Cómo llamas a tu cadena, Salomón? No la llamo de ninguna manera. Se trata de sentirla. Pero tú puedes llamarla la cadena de la alegría, o la cadena del bienestar. La cadena de sentirse bien. Es la cadena natural. Es nuestra auténtica naturaleza.
—Si es tan natural, si es nuestra auténtica naturaleza, ¿por qué la mayoría de nosotros casi nunca nos sentimos bien?
—Las personas desean sentirse bien, y la mayoría de las personas desean, sinceramente, ser buenas. Y eso representa una parte importante del problema.
—¿A qué te refieres? ¿Cómo es posible que el hecho de querer ser bueno represente un problema?
—Verás, Sara, las personas desean ser buenas, de modo que miran a su alrededor, para ver cómo viven los demás, para comprender en qué consiste la bondad. Observan las circunstancias que les rodean, ven cosas que les parecen buenas y otras que les parecen malas.
—¿Y eso es malo? No veo qué tiene de malo.
—He comprobado que, por lo general, mientras las personas observan las circunstancias que les rodean, buenas y malas, no reparan en cómo se sienten. Y ahí está el fallo. En lugar de reparar en cómo les afecta lo que ven, en su búsqueda de la bondad, se empeñan en buscar lo malo y eliminarlo. El problema, Sara, es que mientras se esfuerzan en eliminar lo malo, forman parte de la cadena de dolor. A las personas les preocupa más observar, analizar y comparar las circunstancias que reparar en cómo se sienten. Con frecuencia son las circunstancias las que las arrastran a la cadena de dolor. Piensa en lo ocurrido durante los últimos días, e intenta recordar los sentimientos más intensos que has experimentado. ¿Qué ocurrió cuando te sentiste mal esta semana, Sara?
—Me sentí fatal al ver cómo Tommy y Lynn se burlaban de Donald. Me sentí fatal cuando los chicos se rieron de Donald en clase, pero lo que me sentó peor fue que Donald se enfadara conmigo. Sólo trataba de ayudarle, Salomón.
—Muy bien, Sara. Hablemos de esto. Durante esos momentos en que te sentiste fatal, ¿qué hacías?
—No lo sé, Salomón. En realidad no hacía nada. Observaba, nada más.
—Exactamente, Sara. Observabas las circunstancias, pero las circunstancias que elegiste observar te llevaron a formar parte de la cadena de dolor.
—Pero Salomón —protestó Sara—, ¿cómo puedo evitar ver algo malo y no sentirme mal al verlo?