Cuando llegaba a mi casa de mi trabajo iba directamente a la cama. Mi hija, de quince años entonces, cocinaba, atendía a los perros y me ayudaba en la casa pues yo no podía hacer nada sin beber. Yo me quedaba acostada hasta que llegaba el momento de ir a la reunión por la noche. Mi esposo me llevaba a la reunión y luego me traía a casa. Y así pasaban mis 24 horas sin beber. Yo iba a mi trabajo pero en casa no podía hacer nada. Por lo tanto, allí me quedaba, en la cama, esperando la reunión, la hora de ir a trabajar, las próximas 24 horas.
Entendí sin dificultad que yo soy impotente ante el alcohol (ya lo sabía) y que mi vida era ingobernable. Mi último trago fue un día del año 2002. Comenzaron a pasar los días y yo no estaba bebiendo, no funcionaba bien, pero no tenía que beber. Cuando me dijeron que sólo un poder superior a mí podría devolverme el sano juicio, tuve que volver a pensar en Dios. ¿Qué iba a hacer Él por mí? Tenía que estar enojado conmigo por todas las cosas que yo había hecho y por todo lo que herí a mi hija. Me dijeron en A.A. que me imaginara un Dios distinto al que conocía, que lo creara como yo quería que Él fuera. Decidí que Él no es un castigador ni un justiciero; Él es, para mí, un padre perfecto lleno de amor hacia sus hijos, lleno de perdón, sin sentimientos de venganza, sin resentimientos, capaz de perdonar a su hijo, no importa lo que haya sucedido. Ése es Dios como yo lo concibo. ¿Sano juicio? Hace tiempo que lo había perdido.
El Tercer Paso fue para mí el más importante. En este punto yo entendí que yo, como hija de Dios como yo lo concibo, fui creada por Él para ser una persona feliz. Entendí que sería una persona feliz si hago la voluntad de Él y no la mía. La mía me llevó a vivir de manera miserable y eso no es lo que Él quiere para mí. Su voluntad es que yo no beba. Entendí que soy una persona controladora que quiere hacer todo a su manera. Además, en el Libro Grande se dice que el alcohol que yo bebía es un síntoma. ¡Eso sí que es verdad! Tuve que mirar dentro de mí. Comencé a entregar, todos los días, mi vida y mi voluntad al cuidado de Dios, a practicar los Pasos de recuperación y a mantenerme sobria un día a la vez. Cada día se me hacía más fácil que el día anterior.
Poco a poco, comencé a recuperar mi fe, mi esperanza y mi dignidad. Hoy sé lo que hice ayer y el día anterior, no tengo secretos, no tengo culpas ni me avergüenzo de nada. Hoy me respeto a mí misma, he vuelto a confiar en mí misma, el alcohol no controla mi vida y eso es un milagro. Se me quitó la obsesión y no necesito beber para vivir, siempre que no me tome el primer trago. Ahora tengo a Dios como yo lo concibo y tengo a A.A. No vivo en soledad.
Hoy estoy viva, no soy ni mejor ni peor que otro ser humano, quepo en mi piel y me puedo mirar en el espejo. Hoy mi hija es mi mejor amiga, me quiere y me respeta. Hoy quiero vivir, mi vida no es miserable. Tampoco la vida es fácil, ni los problemas desaparecieron, pero con fe, el programa de 24 horas, mis madrinas y mis amigos de A.A., no me siento nunca sola. Puedo lidiar con mis miedos y evitar los resentimientos que tanto daño me hacen. Hoy soy una persona mucho mejor que la que era y trato de vivir la vida como se presenta. Todo esto lo he logrado porque un día llegué a creer que A.A. podría funcionar para mí también.
Creía haber superado el problema que tenía con la bebida en su juventud y que podía dejar de tomar cuando quisiera, pero cada contacto que tuvo con el alcohol le convirtió en otro ser.
L
LEGUÉ AL PAÍS en el que vivo buscando una mejor posición económica. Me instalé con un tío mío que residía aquí desde hacía algo más de treinta años. Mi sueño, como el de muchos inmigrantes, era el de conseguir algún dinero y volver a mi tierra natal para comenzar un negocio. Al salir de mi país pensaba que mi único problema era el ser pobre, pero viviendo fuera me di cuentade que mi mayor problema era el alcoholismo.
Inicié muy joven mi carrera alcohólica. A la edad de ocho o nueve años ya había probado el alcohol. Vengo de una familia con un padre alcohólico y una madre neurótica. Me gustaba la forma en que mi padre bebía el aguardiente. Me fascinaban los gestos que hacía al ingerir cada copa y me encantaba como ningún otro olor, el aroma del alcohol. Puedo decir que inicié mi alcoholismo por el ejemplo de mi padre. Yo quería ser como él, quería tomar como él, quería hacer los gestos que él hacía, y por supuesto quería oler como él. Comencé a beber de los sobrados de mi padre, cuando él llegaba borracho le gustaba que yo lo acompañara hasta que se acababa la botella que traía. A mí también me gustaba acompañarlo, puesto que le prendía los cigarrillos y en muchas ocasiones me los fumaba enteros porque él, de lo borracho que estaba, no podía ni fumar. Cuando mi padre se levantaba para ir al baño yo aprovechaba la ocasión y brindaba solo, tomándome varios aguardientes. Me gustó el alcohol, me fascinaba el efecto y me encantaba el olor. En muchas ocasiones presumía ante mis amigos de que yo era una persona grande porque me emborrachaba con mi papá. Desgraciadamente para todos en nuestro hogar, la situación empeoraba conforme pasaba el tiempo. El alcoholismo de mi padre y el mío avanzaban a pasos agigantados. La situación se volvía caótica y yo me refugiaba cada vez más en el alcohol. Yo ya no sólo tomaba con mi padre, sino que empecé a frecuentar las tiendas donde se vendía alcohol y comencé a entablar amistades con bebedores, en su mayoría mayores que yo. A la edad de trece o catorce años, ya experimentaba fugas geográficas, lagunas mentales y borracheras de dos o tres días consecutivos. En muchas ocasiones, después de una borrachera, no me acordaba de lo que había hecho la noche anterior. A la edad de diecisiete años abandoné completamente mis estudios y mi vida se volvió ingobernable. Llegué hasta el extremo de robar para poder comprar bebidas alcohólicas. A mi madre le sacaba dinero de la cartera y, cuando no encontraba dinero, sacaba cosas de la casa para empeñarlas. Los conflictos con mi padre eran cada vez peores, hasta el punto que nuestra relación ya no era de padre e hijo, sino de enemigo a enemigo. Recuerdo que en una ocasión llegó mi padre borracho a reclamarme diciéndome que yo era un vago, un sinvergüenza, que ni trabajaba ni estudiaba. En esa ocasión, como en muchas ocasiones más, me echó de la casa y me dijo que no quería volver a verme. Mi madre intervino en mi favor y él, ofuscado, la golpeó. Yo no pude contenerme y me abalancé contra él, golpeándolo salvajemente. Esa noche me fui a beber y no volví a casa hasta después de varios días. Siempre que volvía a casa, llegaba hecho un pordiosero, con hambre, sucio y alcoholizado. Mi alcoholismo llegó hasta la fase crónica en mis años de juventud. Bebía sin importarme lo que fuera a pasar; continuamente me temblaban las manos por el exceso de alcohol en mi cuerpo y siempre estaba preocupado por cómo conseguir un trago de aguardiente o una cerveza. Los vecinos y la misma familia me esquivaban, porque cuando me emborrachaba no sabían cómo iba a actuar. Algunas veces me dormía pero la mayoría del tiempo, perdía el control y me volvía violento. Era lo que se puede decir un borracho problema. En los momentos de lucidez añoraba una vida diferente, quería que todo fuera diferente, pero no podía dejar de tomar. No pasaba un fin de semana sin que no me emborrachara. Desesperado de mi situación, siempre buscaba culpables, y justificaba mi forma de beber, diciendo que yo era el incomprendido y que gran culpa de mi situación la tenían mis padres. Cansado del maltrato de mis padres y preocupado porque mis borracheras eran más prolongadas, decidí alejarme del ambiente familiar y me enlisté en el ejército. Los tres primeros meses los pasé encerrado en un cuartel. Esos tres meses me ayudaron mucho, puesto que me desintoxiqué un poco. Otra gran ayuda para desintoxicarme fue el intenso entrenamiento y mi larga estadía en las selvas. Fui parte del ejército dieciocho meses, meses en los que pocas veces me emborraché. Como dejé de tomar por meses, pensé que ya me había curado del alcoholismo. Pero cuál no fue mi sorpresa al ver que, cuando comencé a beber nuevamente, mis borracheras eran aún más severas que antes de irme al ejército. Un mes de octubre salí del ejército y ya para diciembre del mismo año estaba nuevamente alcoholizado. Ese diciembre lo recuerdo como uno de los meses más críticos de mi carrera alcohólica. Durante ese mes tomé casi todos los días, hasta el punto que me intoxiqué. Por esos días mi madre se enfermó gravemente de diabetes, y creo que parte de su enfermedad fue por mi manera de beber. Afortunadamente salió de la crisis y pudimos viajar a otro país.
En el nuevo país no he conseguido mi sueño de volverme millonario económicamente, pero sí conseguí una gran riqueza que no la cambiaría por todo el dinero de este mundo, la bendita sobriedad. Pisé por primera vez un grupo de Alcohólicos Anónimos en 1997, a los treinta años de edad y, desde ese día, no he vuelto a ingerir ninguna bebida alcohólica. Desde mi llegada a este país han pasado muchas cosas en mi vida. En un principio pude dejar la bebida algunos meses, puesto que yo creía que lo que me hacía tomar eran las malas amistades y el maltrato de mis padres. Pero me di cuenta de que el borracho, es borracho aquí y en cualquier parte del mundo.
Conseguí un trabajo en una cadena de comida rápida y comencé una vez más a relacionarme con bebedores. Me fascinó el tequilita y desde el momento en que lo probé y hasta mi llegada a Alcohólicos Anónimos fue mi compañero inseparable. Mi tío, con quien vivía, detectó mi problema del alcoholismo desde un principio y, en cierta forma, fue gracias a él que yo me decidí a pedir ayuda para dejar de beber. La muerte de mi tío a una temprana edad, a consecuencia del alcohol, hizo que meses después de su partida yo decidiera, de una vez por todas, buscar un grupo de A.A. Mi tío nunca perteneció a A.A., pero tenía un gran conocimiento de la enfermedad del alcoholismo, puesto que desde un principio me dijo que esta enfermedad era hereditaria y que desafortunadamente yo la había heredado también. En 1994 contraje matrimonio con una gran mujer, hermosa e inteligente a la vez. En un principio fue fácil esconderle mi problema del alcohol, puesto que por esos años podía mantenerme sin beber por varios meses. Nuestro corto noviazgo impidió que ella se percatara de mi grave problema, y fue así como nos casamos sin muchos inconvenientes. En un principio todo fue una luna de miel, pero cuando comencé a tomar, comenzó la pesadilla. Yo veía que después de prolongados meses de sobriedad, cuando empezaba a tomar de nuevo, eran peores las borracheras. En realidad fueron muy pocas las borracheras de 1994 a 1997, pero fueron las suficientes para recapacitar sobre mi enfermedad del alcoholismo y sobre cómo, cada vez que tenía contacto con el alcohol, mi mente se transformaba y me convertía en otro ser. En cada borrachera de éstas, el sufrimiento de la resaca era cada vez peor, con delirios de persecución y una tembladera constante. Sin darme cuenta, la pesadilla alcohólica que viví en mis años de juventud la estaba reviviendo nuevamente.
Mi última borrachera fue en 1997. En esta borrachera tuve una gran laguna mental que me impidió recordar muchas cosas desagradables, que mi esposa sin ningún problema y muy enojada me recordó. Una de esas locuras fue el haber manejado completamente ebrio. Al escuchar de boca de mi esposa mis locuras por causa del alcohol, y al ver cómo mi vida se volvía nuevamente ingobernable, decidí buscar ayuda y la encontré en Alcohólicos Anónimos. Un grupo me dio la bienvenida y gracias a todos los compañeros que, noche a noche, con sus experiencias y sugerencias, me recordaban muchas de las verdades que mi tío alguna vez me dijo, he podido dejar de beber. La primera sugerencia fue que, por los tres primeros meses, asistiera todos los días a mis reuniones, cosa que hice, y fue así como un día tuve las agallas de declarar en tribuna las siguientes palabras que cambiaron mi vida por completo: «
Soy alcohólico
».
Admitir que era alcohólico fue lo más difícil para mí. Aun sabiendo que tenía problemas con mi manera de beber, yo pensaba que no era alcohólico, puesto que creía que el alcohólico era aquel que ya lo había perdido todo y no tenía ni dónde dormir. Aprendí que el alcoholismo es una enfermedad incurable y que la única forma para poder alcanzar la sobriedad es decirle «no» a esa primera copa, y tratar de poner en práctica los Doce Pasos sugeridos de Alcohólicos Anónimos como programa de recuperación. El poner en práctica el programa de recuperación no fue nada fácil, especialmente cuando tuve que admitir que sólo Dios podría devolverme el sano juicio. Al llegar a este Paso hubo un conflicto dentro de mi ser, puesto que yo me engañaba al pensar que podía dejar de tomar cuando quisiera. Mi defensa era que yo era un ser libre y que nada ni nadie me obligaba a tomar y que nada ni nadie me obligaba a parar de tomar. Pero lo que no quería reconocer era que, cuando comenzaba a beber, no podía parar. El admitir que hay un Dios todopoderoso, me ayudó a ser consciente de mi enfermedad alcohólica. Pude entender, en este Paso, que tengo que pedirle a Dios, no que me ayude a parar cuando tenga que parar, sino que me ayude a no comenzar, es decir a no tomarme esa primera copa. Y es así como, desde un inicio dentro de A.A., todas las mañanas, por sugerencia de mi padrino, le pido a Dios que me aleje de toda tentación y que me dé la fuerza de decir «no» a esa primera copa, al mismo tiempo que me comprometo conmigo mismo y con Dios a no beber las próximas 24 horas. Puedo decir que el éxito de mi sobriedad hasta este momento radica en este sencillo ritual diario y, de 24 horas en 24 horas, se van sumando semanas, meses y años. Ya voy sumando casi ocho años de sobriedad.
Hoy puedo decir que la historia de mi vida se divide en dos partes; antes de Alcohólicos Anónimos y después de Alcohólicos Anónimos. Antes de A.A. yo era un ser que no enfrentaba la vida y sus problemas, siempre huía y me refugiaba en el alcohol. Hoy en día soy una persona que no necesita el alcohol para enfrentar los problemas del diario vivir. Trato de solucionarlos de la mejor manera posible, siempre acudiendo a mi Poder Superior a través de la oración. Gracias al alcohol perdí la vergüenza y los mejores días de mi juventud, ya que preferí el aguardiente y la cerveza al estudio. Gracias a Alcohólicos Anónimos recobré mi dignidad como ser humano y Dios me dio nuevamente la oportunidad de regresar a mis estudios. Una vez en A.A. decidí recobrar el tiempo perdido y tuve la dicha de graduarme, no una, sino tres veces. En estos momentos digo orgulloso que soy un miembro más de Alcohólicos Anónimos. A.A. me devolvió la fe en mí mismo. Estoy plenamente convencido de que A.A. no es sólo para dejar de tomar. A.A. es para vivir una vida mejor. Es por eso que sigo asistiendo a mis reuniones. Asisto a grupos de A.A. para no olvidar que soy alcohólico y recuerdo que parte de mi recuperación es pasar el mensaje al alcohólico que aún está sufriendo. Si crees tener problemas con tu manera de beber y quieres una vida mejor, no lo pienses dos veces: Alcohólicos Anónimos es la solución.