El Libro Grande (38 page)

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Authors: Alcohólicos Anónimos

Tags: #Autoayuda

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NACIDA DE LUTO

Tras años de búsqueda, diversas carreras y residencias en tres continentes, se dejó, sin saberlo, guiar por el temor. A los cincuenta años se encontró en el principio de su vida.

D
E NIÑA vivía con mi hermana y mis dos hermanos —los tres eran bastante mayores que yo—, mis padres y mis abuelos maternos. Ocupábamos una casa que habían construido mis bisabuelos. Mi bisabuela vivió con mi familia hasta su muerte, la cual ocurrió una semana antes de nacer yo. Es como si yo hubiera nacido de luto.

Empecé a abusar del alcohol a los once años cuando en una Nochevieja mi cuñado subió a mi cuarto y me dio un vaso de champán. Por miedo, vergüenza, y curiosidad, lo tomé entero. Me gustó y me quitó el miedo de él que yo tenía. Pero él sí se asustó, al ver la facilidad con que yo tragaba con tan poca edad. Seguro que él pensaba que me iba a poner enferma pero, después de aquella noche, pasé muchos años tomando todo tipo de bebidas alcohólicas sin sentir ni mareo ni náusea.

Poco después de tomar mi primer vaso de champán aquella noche, comencé a buscar compañeros que podían conseguir alcohol. No solía asistir a las fiestas de los chicos de mi edad, ya que no había nada ahí que me interesara, ni tampoco iba a los bailes sin haber tomado «algo» primero. Con dieciocho años, mi vida había alcanzado un estado de apatía. No me importaba ni mi familia, ni mis estudios, ni mis compañeros. Decidí viajar a otro país porque yo creía que si cambiaba de sitio, cambiaría también de actitud. ¡Vaya error! La verdad es que allí bebía más que nunca, ya que en aquellos tiempos no existían tabúes acerca del alcohol en gran parte del país a donde fui. Se tomaba a cualquier hora y con cualquier edad. Los «jóvenes», es decir, más jóvenes que yo, tomaban cervecitas o vino con gaseosa. Los «mayores de edad», como yo, tomábamos vermú por la mañana, cervezas o sangría con la comida, y cubatas o whiskey en las discotecas. Pero hoy día sé que éramos tan solo los
mayores alcohólicos
los que tomábamos así.

Mucho antes de mi huida, mi hermano mayor demostraba problemas mentales que no eran diagnosticados por ningún médico. Mi familia ignoraba el problema, con la consecuencia de que él abusaba de sus hermanos, más que nada de mí, por ser la más pequeña. Sin embargo, yo lo quería mucho, y cuando por fin se marchó de casa, yo me sentí muy sola.
Me había acostumbrado a su tratamiento
. Cuando él volvía a casa de visita, siempre me traía algún regalo y me solía llevar a sitios divertidos como el parque, a comer helados, etc. Con trece años, empezaba a comprarme alcohol porque, más que nada, eso era lo que yo deseaba. Me daba también marihuana y otras drogas, pero yo siempre prefería tomar vino. Compartía lo demás con los amigos del colegio y me servía para hacerme muy popular.

Con catorce años me hice amiga íntima de una joven cuya familia se vino a vivir a la casa de al lado de la mía. Ella no bebía alcohol jamás, ni tenía ganas de probarlo. Su padrastro era alcohólico y ella y su madre habían sufrido una barbaridad a manos de él. Más tarde me enteré de que aquel señor era miembro de A.A., y que intentaba mantener su sobriedad un día a la vez. Mi amiga y su madre asistían a reuniones de Al-Anon en aquellos días.

Como nuestras casas se ubicaban en un barrio urbano bastante pobre y los padres de mi amiga tenían miedo de las malas influencias que existían allí, se mudaron a las afueras de la ciudad y yo tenía que desplazarme más para visitarla. Después de una operación muy grave que tuvo su madre, mientras ésta se recuperaba en el hospital, el padrastro de mi amiga se volvió a emborrachar. Entonces me di cuenta de la seriedad del problema que él tenía. Pero todavía no sabía que el alcoholismo era una enfermedad. También en aquellos tiempos mi cuñado y mi hermano estaban drogándose mucho y tratando de involucrarnos a mi amiga y a mí en su vida de drogas, alcohol y otros vicios. En algunas ocasiones aceptábamos la oferta, en otras no.

Como mi amiga era muy guapa y cariñosa, ella no tuvo ninguna dificultad en echarse novio. Parecía que ella tenía su vida solucionada con él. Pero yo me volví a sentir muy sola, y empecé a frecuentar las tabernas de la ciudad ya que aparentaba tener la edad suficiente para beber. Bebía sin problema; todavía no me enfermaba apenas. Al cabo de poco tiempo, yo no sabía vivir sin mi «medicamento». Trabajaba en una botica y cada tarde al cerrar el negocio me iba directamente al bar a tomar cerveza hasta la hora de cerrar. En los bares y tabernas yo siempre estaba rodeada de gente —bailando, riendo; sin embargo, me seguía sintiendo muy sola— más sola que nunca.

Entonces fue cuando decidí marcharme a Europa. En mi colegio ofrecían estudios de ultramar en un instituto internacional, y la idea de colocarme tan lejos de mis problemas y querellas me seducía. En aquellos tiempos mis padres se habían metido en un negocio con otro hermano mío y no prestaban atención a lo que hacía yo. Así que me despedí de mi trabajo, agarré el dinero que me habían regalado en mis «quince» y me escapé de mi vida o, por lo menos, así pensaba.

El colegio me colocó en un dormitorio con una chica norteamericana de veintiún años de edad… ¡que bebía con el mismo entusiasmo que yo! El primer día en la ciudad nos emborrachamos con sangría y casi destrozamos nuestra alcoba. Así siguió nuestra vida diaria hasta que unas semanas más tarde las dos estuvimos a punto de suspender el curso. La diferencia entre ella y yo era que cuando ella se vio con problemas algo serios, dejó de tomar diariamente y se puso a estudiar y cumplir con las obligaciones colegiales. Yo, en cambio, dejé el colegio y me fui con un nuevo amigo a la costa.

Regresé a la ciudad y, cuando se me acabó el dinero, volví a América y me puse otra vez a trabajar dando clases para ganar dinero y poder volver a Europa. Pero esta vez me llevé a mi amiga, que ya había roto con su novio. En Europa las dos buscamos trabajo, pero debido a que ella no manejaba tan bien el idioma, la única que conseguí trabajo fui yo, en una academia bilingüe. Mi amiga limpiaba nuestro apartamento, preparaba la comida, hacía la compra, y lavaba la ropa.

Al principio me divertía mucho enseñándole los museos, los parques y los otros sitios de interés de la ciudad, pero al poco empecé a no volver a casa después del trabajo. Pasaba primero por el bar o la taberna para tomarme un par de copas, que siempre llegaban a ser muchas más. Algunas noches yo no aparecía en casa hasta la madrugada, donde solía encontrar a mi compañera transpuesta en el sofá, con un cigarrillo medio fumado entre sus dedos. Por las mañanas o reñíamos o no nos hablábamos en absoluto. Ella reconocía quizás mi comportamiento alcohólico por haber vivido tantos años con su padrastro.

Las cosas fueron de mal a peor. Una mañana, anticipando que ella iba a enfadarse por mi costumbre de pasar por el bar después del trabajo, inventé una mentira. Le conté que tenía que asistir a una reunión de la escuela. Pero una colega mía le contó que no había ninguna reunión y terminamos discutiendo de todos modos. Como yo era quien ganaba el dinero en la casa, tenía todo el poder. Le dije que consiguiera trabajo… o la iba a mandar otra vez a su casa.

Era casi imposible encontrar trabajo en aquella época, así que mi pobre amiga se vio obligada a marcharse. Hasta hoy mismo tengo la imagen de su rostro grabada en mi mente en el momento que la metí en un taxi rumbo al aeropuerto. Ni siquiera nos abrazamos. Fue la última vez que la vi. Unos meses después de volver con sus padres, con tan solo veinte años de edad, se murió de repente, víctima de una hemorragia cerebral.

Al enterarme de la muerte de mi amiga, me puse a beber como nunca. Durante siete u ocho semanas, todas las noches me quedaba hasta las tantas en los bares —o algunas veces en casa— bebiendo whiskey. Por las mañanas, lo primero que hacía antes del trabajo era fumarme un cigarrillo y tomarme un vermú para remediar el malestar de cabeza y de estómago. Algunas veces, a media mañana, me quedaba dormida en clase con la cabeza encima de la mesa. Los niños me tenían que despertar. ¡Mejor ellos que la directora de la escuela, pensaba yo!

Una noche de fin de semana, me quedé hasta aún más tarde que de costumbre. Me junté con unos hombres en el bar de un hotel prestigioso. Los hombres estaban en viaje de negocios y no sabían bien las costumbres del país, así que yo me encargué de enseñarles las palabrotas. Un señor y su esposa, huéspedes del hotel, me imagino, se ofendieron al oír el lenguaje que usaba yo en mi borrachera. Me tomaron por prostituta y reclamaron a la administración del hotel. El dueño del establecimiento pidió a mis compañeros que me acompañaran fuera del hotel. Menos mal que yo no me di cuenta enseguida de lo que estaba ocurriendo, o seguro que hubiera terminado en la cárcel aquella noche. Yo tenía mi orgullo; a mí nadie me iba a echar de ningún sitio. ¡Yo era profesora de una de las academias más prestigiosas de la ciudad!

Aquella misma noche, yo iba por las calles de la ciudad, rumbo a casa, pero sin ningún deseo de llegar allí. Un amigo mío, el mismo que había hecho el viaje conmigo dos años antes, me encontró y me llevó a casa. Aquella noche me puse de rodillas y recé en voz alta a Dios que me ayudara. No: ¡que me
obligara
a no beber más! Al día siguiente, no tenía ningún deseo de tomar la copita de costumbre antes del trabajo. Aquella tarde no fui al bar, ni me quedé en casa bebiendo. Pero, a partir de aquella noche, empecé a caminar por la ciudad buscando algo. Entraba en tiendas; tomaba café sola, observando a la gente, fijándome en las familias que a mí me parecían felices, y decidí volver a estar con la mía. En cuanto pude encontrar y capacitar a una maestra para encargarse de mis clases, me marché otra vez a mi país de origen.

Me gustaría decir que mi historia con el alcohol termina ahí. Yo sabía que un Poder Superior me había quitado la compulsión de beber, pero no encontré la comunidad y la ayuda de A.A. hasta veinte años más tarde. El amigo que me ayudó a llegar a casa aquella noche en que me echaron del hotel se mudó a otro país para trabajar y me escribió una carta pidiendo que me casara con él. Como yo lo consideraba mi ángel de la guarda, ya que me había «salvado» de mí misma aquella noche, acepté su proposición y me mudé a Centroamérica.
Yo no tenía nada mejor
. Al llegar a mi país el mes anterior, encontré que la situación en mi familia tenía un efecto tóxico para mí. Decidí viajar a Centroamérica para casarme, volví a tomar el
remedio geográfico
tan sintomático de nuestra enfermedad.

En Centroamérica no bebí. Pero me «emborrachaba» mucho con contar la historia, a quien la escuchara, de la forma en que Dios me había quitado la compulsión de beber. Presumía mucho de ello, pero no me acuerdo de haber sentido nada de gratitud, solamente orgullo y superioridad.

A mi nuevo marido se le acabaron pronto los deseos de vivir en Centroamérica y decidió que nos mudáramos a mi ciudad natal, donde mi familia le daría trabajo en su nueva empresa.

Después de volver, empecé a visitar otra vez los bares mientras mi marido trabajaba. Una noche él sospechó que yo había estado bebiendo y reñimos tanto que yo temí por mi vida. Para apaciguarlo tuve relaciones sexuales con él. Esa noche me quedé embarazada.

Tuve la buena suerte de que los malestares típicos del embarazo también hacían que no tuviera deseos de tomar alcohol. Estuve durante todo el embarazo y el período de dar el pecho sin beber. Pero unas semanas después de dejar de dar de mamar, me entraron nuevas ganas de tomar. Los nervios que producía el ser madre, con todas las responsabilidades que
yo me imaginaba
eran solamente mías, ya que no me fiaba de nadie, me causaban deseos de tomar otra vez alcohol. Lástima que por entonces no sabía que en los salones de A.A. se reunían madres iguales que yo. Ellas sabían lo que era vivir una vida cotidiana, con todas sus responsabilidades adultas, sin tener que «medicarse» con el alcohol.

Durante la crianza de mi hija, intenté muchas veces dejar de beber. Estuve algunas veces
meses enteros
sin tomar, pero no tenía a una comunidad de gente que me apoyara. Pasé muchos años criando a mi hija y siendo la mejor esposa que supe ser. Pero el papel de esposa y ama de casa —por muy bien que lo desempeñara— me daba poca satisfacción. Cuando mi hija tuvo edad suficiente para estar sin mí, trabajando, saliendo con sus amigos, yo me encontraba con una casa muy limpia y un corazón muy vacío. Mi marido y yo no teníamos nada en común. Así que volví a la botella con más fuerza que nunca.

Viendo mi desolación, una amiga me persuadió para ir a consultar a una terapeuta. Con esta profesional descubrí que, empezando en mi niñez, siempre había dejado que el miedo me guiara. Había permitido siempre que mis hermanos y otros familiares mayores me impidiesen que yo fuera quien necesitaba ser para mi propia auto actualización, salud y bienestar emocional y mental. Después de mis sesiones con la terapeuta, iba directo al bar a «pensar y analizar» todo lo que habíamos hablado y descubierto juntas. Pronto, iba a darme cuenta de que el alcohol era tan sólo un síntoma de mi problema. Mi problema verdadero era yo, el
yo
que mostraba al mundo y el
yo
que ocultaba del mundo.

Unas semanas después de empezar a investigar mi pasado y todos los secretos escondidos en él, le tuvieron que sacar cuatro muelas impactadas a mi hija, y a mí me tocó quedarme en casa con ella después de su operación y darle su comida y sus medicamentos. Durante esos tres días y medio no pude ir a los bares. Empezaban a temblarme los dedos de las manos y entonces reconocí lo muy grave que era mi situación. Cuando ella se recuperó lo suficiente para estar sola en casa (mi marido siempre estaba trabajando) fui enseguida rumbo al bar. Pero el automóvil me llevó a otro sitio: ¡a una reunión de Alcohólicos Anónimos! Hoy día comprendo que no fue el coche el que me llevó, sino mi Poder Superior.

En la reunión —mi primera reunión fue sólo para mujeres— me encontré como en casa. No conocía a ninguna de las que estaban ahí; sin embargo, me parecían todas hermanas. Éramos de mundos muy distintos, pero éramos todas iguales, con el mismo problema del alcoholismo. Nada más decir las palabras «soy alcohólica», sentí que se me quitaba un gran peso de encima y mi corazón empezó a llenarse de algo… algo que todavía no sabía definir ni describir.

Fui a diez reuniones aquella primera semana. Leí toda la literatura que pude: el Libro Grande de A.A.,
Los Doce Pasos y Las Doce Tradiciones
,
Como lo Ve Bill
, etc. Usé como manual
Viviendo Sobrio
, ya que éste ofrece sugerencias simples sobre cómo vivir diariamente sin tener que volver a la botella. Pronto pedí a una mujer a quien yo había escuchado en las reuniones si le gustaría ser mi madrina, y aceptó. Con ella comencé a dar los primeros Pasos, que me conducirían a la vida que tengo hoy —una vida serena, sobria y hermosísima— mucho mejor de lo que me hubiera podido imaginar.

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