Una historia jamás contada. Un enigma olvidado. ¿Qué misterio se cela en los versos más crípticos del sumo poeta?
¿Dante ha muerto realmente a causa de la malaria, como todos creen en Rávena? ¿O bien alguien tenía motivos para desear su muerte y, con ella, la desaparición de un secreto? Atormentados por esta duda, la hija del poeta, sor Beatrice, un extemplario llamado Bernard y un médico, Giovanni da Lucca. inician una doble investigación para aclarar cuanto ha sucedido. Intentan con gran denuedo descifrar un mensaje en código dejado por Dante en nueve hojas de pergamino y, mientras tanto, persiguen los pasos de sus presuntos asesinos, descubriendo que muchos alimentaban una profunda animadversión por el poeta. No será fácil encontrar la clave del secreto oculto en La Divina Comedia y descubrir quién quería impedir que el poeta terminara su obra. Pero ¿por qué Alighieri había decidido esconder con tanto cuidado los últimos trece cantos del Paraíso?
Teoremas refinados, intrigas complejas y verdades que desvelar se celan tras los versos de las tres cantigas, como la identidad del Lebrel o el anuncio de la llegada de un misterioso vengador… Sobre el trasfondo histórico de la crisis política y económica del siglo XIV. El libro secreto de Dante entrelaza sucesos reales y personajes inventados, tejiendo tramas llenas de enigmas e inquietantes interrogantes.
Francesco Fioretti
El libro secreto de Dante
ePUB v1.0
NitoStrad23.09.12
Título original:
Il libro segreto di Dante
Autor: Francesco Fioretti
Primera edición: marzo 2012
Traducción: Ma Ángeles Cabré
Traducción: Las traducciones de la Divina Comedia son de Ángel Crespo
Editor original: NitoStrad (v1.0)
ePub base v2.0
«Si no sucediera nada, si nada cambiase, el tiempo se detendría. Porque el tiempo no es más que cambio, y es precisamente el cambio lo que nosotros percibimos, no el tiempo. De hecho, el tiempo no existe».
Julian Barbour,
El final del tiempo
«… El mal se destruye incluso a sí mismo».
Aristóteles,
Ética a Nicómaco
Puis que Acre fu déshéritée…
… rancure, descorde, haïne
entre la gent a fait rasine
et amour [est] d'iaus departie…
[1]
El templario de Tiro,
Crónica
San Juan de Acre, viernes, 18 de mayo de 1291
A
sí están las cosas en Outremer.
[2]
En estos días de primavera y muerte a menudo tienes la garganta seca y te falta el aire, pero te seca más el alma la sospecha de que Dios, al final, se ha puesto de parte de los infieles. Sobre todo cuando al calor sofocante del sol de mayo, si es que aún te asomas a las almenas de las torres, se añade el de esa terrible arma incendiaria que es el fuego griego —que abrasa la corteza de la ciudad— y el de las hogueras en la plaza, donde arden los cuerpos robados a pedazos a las murallas demolidas… Y no importa si no tienes ninguna culpa, si la culpa es toda de los italianos, de esos mercaderes y campesinos de Longobardía que han ido a Tierra Santa para hacerse llamar caballeros, y no saben ni siquiera cómo se empuña una espada ni cómo se espolea y se frena un caballo; han sido sus estragos en el bazar, los saqueos que han llevado a cabo en las aldeas, los que han desencadenado la ira de Dios y de al-Malik… No importa, no hay tiempo en la guerra para la culpa o la inocencia, pero hace falta mucha valentía ahora para luchar en el bando equivocado, porque si Dios te abandona, al final solo sientes, en cada fibra de tu cuerpo, el miedo a morir; nada más que eso: un miedo aterrador, insensato, que inhalas en el aire junto al olor del humo, y que tiene el sabor de una sentencia inapelable…
Sin embargo a los veinte años no, a los veinte años uno no se puede resignar… Hasta ayer tenías la cabeza llena de sueños, aunque fueran vagos, y de sed de futuro, y algunas veces bajo la luz de la luna —¡qué inocencia si lo piensas ahora!— te sorprendías, acaso en los tiempos tranquilos de la tregua de Baibars, imaginando a alguien que se congratula contigo por una empresa de la que aún nada sabes, pero que estás seguro de que antes o después llevarás a cabo, ese destino tuyo luminoso que, a los veinte años, piensas neciamente que está escrito en las estrellas; te imaginas un porvenir en el halo cálido de la aprobación de otros, golpes afectuosos en la espalda y aplausos de la gente, no sabes ni siquiera por qué razón. Muy bien, estupendo, felicidades, Bernard… Ahora, en cambio, tan solo sabes que dentro de poco te pondrás la coraza y la cota de malla, que te subirás al caballo y que es muy probable que mueras; los enemigos son diez veces más numerosos, únicamente puedes escoger cómo acabar: batiéndote como un león hasta las últimas consecuencias bajo la torre Maldita, o bien aplastado por la multitud que se apiña intentando llegar a los muelles, al barrio pisano, en la desesperación de la huida en la única dirección hacia la que se puede escapar, allí donde acaba la tierra y empieza el mar infinito… Al fin y al cabo nadie se fijará en cómo te vayas, cada cual, como tú, encerrado en el propio instinto de salvarse: ciego entre los ciegos, igual si huyes que si luchas hasta el último aliento, no eres más que una amalgama de carne y hueso moviéndose como un animal acorralado. Dos esclavos de los enemigos tirarán tu cuerpo entre otros miles en una fosa común y nadie sabrá jamás que tú también exististe, que tenías sueños y sed de futuro, que/querías ser recordado en los libros, como Lancelot o Perceval, por tus enormes gestas.
No. A los veinte años uno aún no se puede resignar a todo esto…
En cambio su padre, junto a él, se ha bebido el caldo de un sorbo y se ha dormido enseguida. Tan solo le ha dicho:
—Intenta dormir tú también, Bernard; mañana tienes que dar lo mejor de ti.
Y ahora aún está allí, profundamente sumido en ese absurdo sueño suyo. Pero Bernard no lo consigue, se pregunta cómo puede estar su padre tan tranquilo la noche antes de morir, si de verdad se cree todas esas historias que le ha contado sobre que el paraíso de los mártires espera a quienquiera que muera en la guerra contra el mal. O quizá solo sea que ha pasado de los cincuenta y que los recuerdos a esa edad empiezan a pesar más que las esperanzas. Y los recuerdos de su padre no valen nada: ni siquiera ha sido capaz de explicarle cómo murió la mujer que fue su madre, ni por qué se trasladó de Francia a San Juan de Acre llevándose a Bernard cuando era pequeñísimo, como una carga que tuviera que expiar.
—Y con el
malicidium
lavarás la culpa de haber nacido —le repite siempre, empleando el término que, según Bernardo de Claraval y la Iglesia, justifica matar a un infiel en la guerra.
Que había sido un pecado suyo de lujuria fue lo único que le confió su padre, nada más. Pero dentro de su corazón, él hace tiempo que se perdonó ese pecado; es más, teniendo en cuenta cómo se imaginaba su futuro hasta ayer, ni siquiera le parecía una culpa. Un chico a los veinte años confía, no puede más que perdonar a su propio padre por haberlo traído al mundo, por haberlo llevado allí e inesperadamente haberlo metido en tal follón…
No ha cerrado los ojos en toda la noche. Está tan claro como la luz del sol que el asalto final es inminente. Desde hace muchos días las máquinas de asedio —La Victoriosa, La Furiosa y los Bueyes Negros— no hacen más que vomitar rocas que pesan un quintal y proyectiles de fuego sobre el doble cerco de murallas, centrando su meticulosa labor de destrucción en la zona de la torre del Rey, cuya fachada externa hace ya tres días que cayó. De noche los mamelucos —esos esclavos, casi todos turcos, islamizados e instruidos militarmente— allanaron los escombros y el foso con sacos de arena y el miércoles la tomaron. Entonces los cristianos construyeron una gata de madera para bloquearlos allí. Esta no es más que una máquina de guerra consistente en un techo montado sobre ruedas que sirve para protegerse al acercarse a las murallas. Pero es sabido que los hombres de una gata no pueden resistir mucho tiempo. Y el día de ayer fue nefasto; se intentó embarcar a las mujeres y a los niños, pero el mar estaba revuelto y las naves no consiguieron zarpar. Las mujeres también pueden servir como esclavas o para el placer de los soldados; los niños no, los niños no sirven para nada, los degollarán como a terneros. Así es como están las cosas en Outremer.
Ha decidido levantarse e ir a buscar a Daniel, para ver si al menos él ha podido conciliar el sueño en el otro dormitorio. Eso es exactamente lo que ocurre: está durmiendo como un bendito. Siempre ha envidiado a Daniel de Saintbrun, que tiene veinte años, como él, pero es tan distinto, tan seguro de sí mismo… Segundón de buena familia, se le nota que ha crecido entre los brazos tranquilizadores de una madre y no es hijo, como él, de la lujuria. Es rubio y guapo, de buen porte, destinado a mandar, y ya tiene esa actitud desenvuelta y decidida de quien hará carrera… «Sería una lástima —piensa— que tuviera que morir hoy». Siente piedad, la misma que siente por sí mismo: la comparte con su coetáneo para no sentirse solo, ahora que el tiempo y la nada le parecen la misma cosa, y se pregunta de qué lado está Dios en estos días de primavera y muerte.
Ellos, los
confratres
—sus «hermanos»—, vigilan las murallas más allá de la puerta de San Lázaro. Preferiría no hacerlo, pero en vista de que es el único despierto y debe guardarse dentro esa ansia que lo enfrenta consigo mismo durante aquellas últimas horas de paz aparente, decide subir al corredor de las murallas para tomar el aire y enfila el corredor subterráneo que lleva a la cinta exterior. Sube a la torre y alcanza la garita más cercana. Le propone al centinela de guardia el relevo para que al menos uno de los dos pueda recuperar un poco las fuerzas de cara a la última batalla. Así es como se queda a solas con la noche y el silencio. El aire es fresco y se respira bien ahora que el humo del asedio ha disminuido. Otea desde la tronera, ve las fortificaciones y, más allá, las tiendas de los musulmanes, sus luces de mar a mar, el
dihliz
—o carpa— bermejo del sultán en la colina, donde estaban las viñas y la pequeña torre del Temple. Mira hacia arriba y ve el cielo estrellado a diestra y siniestra; reza para sus adentros, sabiendo que el mundo no es real. Aún no está preparado para pensar en la muerte que viene a truncarle la primavera…
El cansancio casi lo ha vencido, los ojos ya se le cierran, cuando vienen a sustituirlo. Vuelve a atravesar el subterráneo para regresar a la base templaria. Aún no ha amanecido, pero de pronto se escucha el horripilante redoblar de los tambores enemigos y los gritos enloquecidos. El ataque final ha comenzado. Se apresura y los encuentra a todos preparándose en el patio: sus
hermanos.
—¡
Rápido —grita su padre—, vístete!
Ve llegar, ya listo con su armadura, al gran maestre del Temple, Guillaume de Beaujeu; después, a Daniel de Saintbrun con el yelmo bajo el brazo, que le sonríe y parece muy excitado, como si se dirigiera a una cacería. Bernard va a coger sus armas y se pone la cota de malla de hierro que lo tapa de los pies a la cabeza. La capa y el vestido no, porque podrían incendiarse con las flechas de fuego. También coge el cinturón con la espada y la larga lanza, y el yelmo de hierro acolchado con cuero. Cuando vuelve al patio, están llegando los escuderos con los corceles aragoneses, los mulos y los rocines para dirigirse a sus puestos de combate: es sabido que no se usa el propio caballo para acercarse al campo de batalla, pues en el momento de la primera carga los corceles deben estar frescos…