Authors: Jack London
Era una matanza loca, y todo por la mujer. Ningún hombre comía carne o aceite de foca. Tras un día afortunado, he visto las cubiertas llenas de pieles y cuerpos, resbaladizas por la sangre y la grasa que chorreaba por los imbornales. Salpicados de rojo los mástiles, las cuerdas y las barandillas, y los hombres con los brazos y manos desnudos y ensangrentados, ocupados en el penoso trabajo de separar con sus cuchillos las pieles de los cuerpos de los hermosos animales marinos que habían cazado.
Yo estaba encargado de tarjar las pieles cuando llegaban a bordo desde los botes, de vigilar el desollamiento y luego la limpieza de las cubiertas y cómo volvían a ponerse las cosas en orden. No era un trabajo muy grato. Mi alma y mi estómago se rebelaban, y sin embargo, por otra parte, el manejar y dirigir a muchos hombres era bueno para mí— Esto desarrollaba mi escasa capacidad ejecutiva y tenía la sensación de hallarme sometido a un régimen de endurecimiento y tenacidad que no podía ser sino saludable para el alfeñique de Van Weyden.
Comenzaba a sentir que ya nunca más volvería a ser el mismo de antes. Aunque la esperanza y la fe en la vida humana sobrevivían a la crítica destructiva de Wolf Larsen, no por ello había sido menos la causa de mi cambio en las cosas menores. Había abierto a mis ojos el mundo de la realidad, del que prácticamente nada conocía y ante el cual había retrocedido siempre. Aprendí a mirar más de cerca la vida y la forma de ser vivida, a reconocer que en el mundo había hechos que salían del dominio del pensamiento y de la idea y conceder cierto valor a las fases concretas y objetivas de la existencia.
Durante la cacería aprendí a conocer de veras a Wolf Larsen. Pues cuando hacía buen tiempo y nos hallábamos en medio del rebaño, todos los hombres salían en los botes y sólo quedábamos a bordo él y yo y Thomas Mugridge, que no contaba para nada— Pero no era cuestión de tumbarse a la bartola— Los seis botes se alejaban de la goleta, desplegándose en forma de abanico. El primero de barlovento y el último de sotavento llegaban a alcanzar una distancia de diez a veinte millas, y así cruzaban el mar en línea recta hasta que la llegada de la noche o el mal tiempo les obligaban a volver. Nuestro deber era dirigir el Ghost hacia sotavento, a fin de que los botes tuviesen viento favorable para acercarse a nosotros en caso de borrasca o de tiempo amenazador.
No es tarea liviana para dos hombres, particularmente cuando se ha levantado un viento recio, manejar un barco como el Ghost, gobernar, vigilar los botes, izar o arriar las velas, por lo que me vi obligado a aprender muy de prisa. Gobernar supe pronto, pero trepar a lo alto de los palos y suspenderme de los brazos con todo mi peso cuando dejaba las cuerdas traveseras, para encaramarse aún más arriba, ya era más difícil. También lo aprendí rápidamente, sin embargo, porque sentía un deseo impetuoso de rehabilitarme a los ojos de Wolf Larsen y probarle mi derecho a vivir por otros medios que por los de la inteligencia. Es más, llegó momento en que hallé un placer en subir a lo alto de los mástiles y en sostenerme con las piernas a una altura tan incierta, mientras reconocía el mar con los anteojos, en busca de los botes.
Me acuerdo de un hermoso día en que éstos salieron temprano, y los disparos de las escopetas se fueron perdiendo en la lejanía, hasta dejar de oírse por completo al desparramarse por la inmensidad del mar. Soplaba precisamente del Oeste una brisa muy suave, y cuando nos disponíamos a dirigirnos hacia sotavento del último bote que había desaparecido por allí, se encalmó. Yo estaba en lo alto del mástil, y vi uno a uno perderse los botes tras la curva del horizonte, persiguiendo a las focas por el Oeste. Apenas nos balanceábamos sobre la placidez de las aguas, incapacitados de seguirles. Wolf Larsen estaba receloso. El barómetro había bajado y por el Este el cielo tenía un aspecto que no le gustaba— Lo estudiaba incensantemente.
—Si sopla de allá con fuerza —dijo— y nos arrastra a barlovento de los botes, probablemente quedarán desocupadas algunas literas en la bodega y el castillo de proa.
Serían las once cuando el mar estaba como un cristal. A mediodía, a pesar de hallarnos cerca del Septentrión, el calor era sofocante. El aire caldeado era bochornoso y pesado, y me recordaba lo que los viejos californianos llaman tiempo de terremoto. Flotaba en la atmósfera algo siniestro y de un modo intangible se sentía la inminencia del peligro. lentamente, por el Este, el cielo se llenaba de nubes que se elevaban por encima de nosotros como una cordillera tenebrosa de las regiones infernales. Con tal claridad se distinguían las gargantas, los desfiladeros, los precipicios y las sombras de sus profundidades, que se buscaba inconscientemente la línea blanca de la resaca y los rugidos en las cavernas donde rompe el mar. Nosotros seguíamos balanceándonos dulcemente, sin que soplara viento alguno.
—No hay ráfagas —dijo Wolf Larsen—. La madre Naturaleza va a levantarse sobre las patas traseras, y piafará con todas sus fuerzas y nos hará saltar, Hump, quitándonos la mitad de nuestros hombres. Podías subir y soltar las gavias.
—Pero, ¿y si empieza a aullar y no somos más que nosotros dos? pregunté con un tono de protesta en la voz.
—Pues empieza por hacerlo primero y corramos hacia nuestros botes antes que nos sean arrebatadas las velas. Después de eso no respondo de lo que sucederá. Los palos resistirán y tú y yo también, pero tendremos que bregar mucho.
Continuaba la misma calma. Comimos, yo precipitado e inquieto por los dieciocho hombres que teníamos en el mar, más allá de la línea del horizonte, y aquella cordillera de nubes que en el cielo avanzaba lentamente sobre nosotros. Wolf Larsen, sin embargo, no parecía afectado; pero cuando volvimos a cubierta noté en él un ligero estremecimiento de las aletas de la nariz, una visible rapidez de movimientos. Había aumentado la seriedad de su semblante y la dureza de sus facciones, y con todo, en sus ojos, de un azul claro este día, había un extraño brillo, más chispas de luz. Me pareció que estaba alegre, con una alegría feroz, que gozaba ante la inminencia de la lucha, que estaba emocionado y excitado con la percepción de que gravitaba sobre él uno de los grandes momentos en que la marea de la vida se levanta embravecida.
Una vez sin darse cuenta de lo que hacía o de que yo estaba viéndole, se puso a reír a carcajadas, burlándose y retando a la tormenta próxima. Todavía parece que le estoy viendo como un pigmeo de Las mil y una noches, ante la inmensa frente de algún genio maligno. Estaba desafiando al Destino y no tenía miedo.
Se dirigió a la cocina.
—Cocinero, cuando termines con las cacerolas y sartenes, te necesitaremos en la cubierta. Procura estar preparado para cuando te llame.
—Hump —me dijo, comprendiendo la mirada de fascinación que tenía posada en él—, esto supera al whisky, y es en lo que se equivocó tu Omar. Creo que, después de todo, sólo vivió a medias.
La mitad occidental del firmamento también se había oscurecido ahora— El sol había desaparecido de nuestra vista. Eran las dos de la tarde, y un crepúsculo lóbrego cruzado por varias luces de púrpura había descendido sobre nosotros. Con estos reflejos rojos fue encendiéndose el rostro de Wolf Larsen, y a mi excitada fantasía apareció nimbado por una aureola. Nos hallábamos en medio de un silencio ultraterreno, mientras que a nuestro alrededor todo eran signos y presagios del avance de ruido y movimiento. El calor bochornoso había llegado a hacerse insoportable. El sudor me cubría la frente. Me pareció que iba a desmayarme, y tendí la mano hacia la barandilla en busca de apoyo.
Y entonces, en aquel preciso instante, llegó un hálito sutilísimo. Procedía del Este y pasó una y otra vez como un soplo débil— Las velas lacias no se habían agitado, y sin embargo, el hálito me había rozado la cara, refrescándola.
—Cocinero —llamó Wolf Larsen en voz baja. Thomas Mugridge volvió el rostro, lastimoso y amedrentado—. Suelta la jarcia del botalón de proa y crúzala, y cuando sea necesario, suelta la vela y sujétala con la jarcia. Y si haces un zafarrancho, te aseguro que será el último. ¿Entendido...? Míster Van Weyden, prepárese a pasar las velas de proa. Después suba a las gavias y extiéndalas tan rápidamente como pueda, cuanto más aprisa lo haga tanto más fácil lo hallará. Respecto del cocinero, si no anda listo déle un puñetazo entre los ojos.
Comprendí el alcance de la lisonja y me complació el que no acompañara sus instrucciones con amenazas. Habíamos puesto la proa al Noroeste, y su intención era lanzarse a toda vela aprovechando el primer soplo.
—La brisa vendrá por nuestro cuadrante —me explicó—. Con los últimos tiros los botes arribaban ligeramente hacia el Sur.
Se volvió y se dirigió a popa para apoderarse del timón. Marché a proa y me situé junto a los foques. Pasó otro hálito, y después otro. El velamen aleteaba perezosamente.
—Gracias a Dios que no viene de golpe, míster Van Weyden —fue la ferviente jaculatoria del cocinero.
Yo estaba verdaderamente agradecido, pues por entonces ya había aprendido lo bastante para saber qué desastre nos esperaba en aquellas condiciones y llevando todas las velas extendidas. Los hálitos se convirtieron en soplos, las velas se llenaron y el Ghost se movió. Wolf Larsen inclinó rudamente el timón a babor y empezamos a soltarnos. El viento soplaba ahora por la popa, bufando cada vez con mayor fuerza, y mis velas de proa trabajaban vigorosamente. No vi lo que pasaba en la otra parte, pero sentí la súbita agitación Y los tumbos de la goleta cuando la presión del viento pasó a los foques del trinquete y de la vela mayor. Estaba ocupado con el contrafoque, el foque y la vela del estay, y cuando hube ejecutado esta parte de mi cometido, el Ghost se hallaba ya brincando, empujado por el Sudoeste, con el viento en su cuadrante y todo el velamen a estribor. Sin detenerme para tomar aliento, a pesar de que el corazón me latía como el martillo sobre el yunque, me lancé a las gavias, y antes de que el viento hubiese llegado a ser demasiado recio ya las teníamos arriadas y plegadas. Después me fui a popa para recibir órdenes.
Wolf Larsen aprobó con un gesto y me cedió el timón. El viento aumentaba en fuerza y el mar comenzó a agitarse. Goberné durante una hora, y cada momento se me hacía más difícil. Yo no tenía experiencia suficiente para gobernar con aquella marcha y aquel rumbo.
—Ahora sube con los anteojos, a ver si descubres algún bote. Hemos corrido a diez nudos, y en este momento vamos a doce o trece. Esta muchacha sabe nadar.
Me contenté con subir a los soportes del aparejo de proa. Mientras exploraba la desierta superficie, comprendí la necesidad urgente de apresurarnos si queríamos rescatar algunos de nuestros hombres. Al contemplar el mar tempestuoso que estábamos atravesando dudaba de que hubiese ningún bote a flote. No parecía posible que tan frágiles embarcaciones pudiesen resistir tal violencia del viento y del agua.
No podía apreciar toda la fuerza del viento, porque seguíamos la misma dirección, pero desde mi elevado observatorio miré hacia abajo, fuera del Ghost, y vi su silueta recortarse enérgicamente sobre el mar cubierto de espuma al abrirse paso en su lucha por la vida. A veces se levantaba, se lanzaba sobre una ola enorme, hundiendo la barandilla de estribor y sumergiendo la cubierta hasta la altura de las escotillas bajo el océano hirviente. En uno de estos momentos, sorprendido desde barlovento por el balanceo, volé por el aire con rapidez vertiginosa adherido al extremo de un gran péndulo invertido, cuyo arco entre los mayores vaivenes debía ser de diez pies o más. Me dominó el terror, y durante un buen rato permanecí aferrado de pies y manos, débil y tembloroso, imposibilitado para explorar el mar en busca de los botes que faltaban o de ver otra cosa que no fueran las olas que rugían debajo y se esforzaban por abatir al Ghost.
Pero el pensamiento de los hombres perdidos en aquella inmensidad me devolvió la firmeza, y buscándolos me olvidé de mí. Durante una hora no vi sino el mar desnudo y desolado. Y entonces, en el lugar en que una flecha de luz solar hería el océano, bañando de plata su irritada superficie, sorprendí una pequeña mancha negra, lanzada un momento a lo alto y tragada después por las aguas. Esperé pacientemente. De nuevo volvió a proyectarse la manchita negra a través del brillo imponente, un par de puntos más allá de nuestra proa a babor. No intenté gritar, sino que comuniqué la noticia a Wolf Larsen agitando el brazo. Cambió el rumbo y yo hice signos afirmativos cuando hubo puesto la proa en dirección de la mancha.
Fue haciéndose mayor, y tan rápidamente, que por primera vez aprecié en su totalidad la velocidad de nuestra carrera. Wolf Larsen me indicó por señas que bajara, y cuando estuve a su lado, me dio instrucciones para virar.
—Puede que se desate el infierno en masa —me advirtió—, pero no hagas caso. Tu deber es ocuparte de tu trabajo y hacer que el cocinero no se mueva del lado del trinquete.
Traté de dirigirme a proa, pero igual dificultad encontraba en un lado como en otro, pues tan pronto se sumergía la barandilla de barlovento como la contraria. Después de haber explicado a Thomas Mugridge lo que debía hacer, me encaramé unos cuantos pies por el aparejo de proa. El bote estaba muy cerca ahora, y pude descubrir fácilmente que se hallaba de cara al viento y a las olas, remolcando el mástil y la vela, que habían sido lanzados al mar y utilizados como áncora de resistencia. Los tres hombres se estaban hundiendo. Cada montaña de agua los cubría, haciéndomelos perder de vista, y yo les acechaba con indescriptible ansiedad, temiendo que no volviesen a aparecer. Después salía de nuevo el bote a través de las crestas espumosas con la proa apuntando al cielo y mostrando toca la longitud de su carena mojada y oscura, y cuando parecía que iba a volcar y caer en aquellos abismos, hundida la proa, dejando ver todo su interior y con la popa levantada casi verticalmente, vislumbré a los tres hombres que achicaban el agua con frenética precipitación. Cada vez que reaparecían era un milagro.
El Ghost cambió de rumbo de pronto, alejándose, y pensé, con verdadero sentimiento, que Wolf Larsen renunciaba a rescatarles por creerlo imposible. Después me di cuenta de que se preparaba a virar. Íbamos delante del viento y el bote estaba lejos y frente a nosotros. Sentí súbitamente que la goleta se movía con mayor desembarazo, librándose por el momento de la presión, a la vez que aceleraba la velocidad. Daba la vuelta sobre el costado en la dirección del viento.