El lobo de mar

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Authors: Jack London

 

Relato de aventuras que narra la vida de marineros y cazadores de focas, gira en buena medida en torno al capitán Larsen, símbolo del superhombre, de la fuerza y la resistencia físicas en cuya personalidad contradictoria coexisten la violencia y el primitivismo con la mentalidad propia de un refinado intelectual sensible a la poesía y la filosofía.

Jack London

El lobo de mar

ePUB v1.0

Siwan
02.02.12

CAPITULO I

Apenas sé por dónde empezar; pero a veces, en broma, pongo la causa de todo ello en la cuenta de Charley Furuseth. Este poseía una residencia de verano en Mill Valley, a la sombra del monte Tamalpaís, pero ocupábala solamente cuando descansaba en los meses de invierno y leía a Nietzsche y a Schopenhauer para dar reposo a su espíritu. Al llegar el verano, se entregaba a la existencia calurosa y polvorienta de la ciudad y trabajaba incesantemente. De no haber tenido la costumbre de ir a verle todos los sábados y permanecer a su lado hasta el lunes, aquella mañana de un lunes de enero no me hubiese sorprendido navegando por la bahía de San Francisco.

No es que navegara en una embarcación poco segura, porque el Martínez era un vapor nuevo que hacia la cuarta o quinta travesía entre Sausalito y San Francisco. El peligro residía en la tupida niebla que cubría al mar, y de la que yo, hombre de tierra, no recelaba lo más mínimo. Es más: recuerdo la plácida exaltación con que me instalé en el puente de proa, junto a la garita del piloto, y dejé que el misterio de la niebla se apoderara de mi imaginación. Soplaba una brisa fresca, y durante un buen rato permanecí solo en la húmeda penumbra, aunque no del todo, pues sentía vagamente la presencia del piloto y del que ocupaba la garita de cristales situada a la altura de mi cabeza, que supuse sería el capitán.

Recuerdo que pensaba en la comodidad de la división del trabajo, que me ahorraba la necesidad de estudiar las nieblas, los vientos, las mareas y el arte de navegar, para visitar a mi amigo que vivía al otro lado de la bahía. Estaba bien eso de que se especializaran los hombres, meditaba yo. Los conocimientos peculiares del piloto y del capitán bastaban para muchos miles de personas que entendían tanto como yo del mar y sus misterios. Por otra parte, en lugar de dedicar mis energías al estudio de una multitud de cosas, las concentraba en unas pocas materias particularmente, tales como, por ejemplo, investigar el lugar que Edgar Poe ocupa en la literatura americana, un ligero ensayo que acababa da publicar el Atlantic, periódico de gran circulación. Al llegar a bordo y entrar en la cabina, sorprendí a un caballero gordo que leía el Atlantic, abierto precisamente por la página donde estaba mi ensayo. Y aquí venía otra vez la división del trabajo; los conocimientos especiales del piloto y del capitán permitían al caballero gordo leer mi especial conocimiento de Poe, mientras le transportaban con toda seguridad desde Sausalito a San Francisco.

Un hombre de rostro colorado, cerrando ruidosamente tras él la puerta de la cabina, interrumpió mis reflexiones. En mi mente se grabó todo esto para usarlo en un ensayo en proyecto que pensaba titular: La necesidad de la independencia. Una defensa para el artista. El hombre del rostro colorado dirigió una mirada a la garita del piloto, observó la niebla que nos envolvía, dio una vuelta, cojeando, por la cubierta (evidentemente llevaba las piernas artificiales), y se detuvo a mi lado con las piernas muy separadas y una expresión de satisfacción intensa en el semblante. No me equivoqué al conjeturar que había pasado la mayor parte de su vida en el mar.

—Un tiempo asqueroso como éste hace encanecer antes de hora —dijo, señalando con la cabeza la garita del piloto.

—Yo no me figuraba que esto exigiese ningún esfuerzo especial —repuse—. Parece tan sencillo como el a b c conocer la dirección por la brújula, la distancia y la velocidad. Lo hubiese llamado seguridad matemática.

—¡Sencillo como el a b c! ¡Seguridad matemática! —dijo, excitado.

Pareció crecerse y se me quedó mirando, con el cuerpo inclinado hacia atrás.

—¿Cree usted que se aventuran muchos a cruzar con este tiempo la Puerta de Oro? preguntó, o mejor dicho rugió—. ¿Cómo avanzar a la ventura? ¿Eh? Escuche y verá. La campana de una boya; pero, ¿dónde se halla? Mire cómo cambian de dirección.

A través de la niebla llegaba el triste tañido de una campana, y vi al piloto que hacía rodar el volante con gran presteza. La campana que me pareció oír a proa sonaba ahora a un lado. Nuestra propia sirena silbaba incesantemente y de vez en cuando nos llegaba el sonido de otras sirenas.

—Será algún barco de los que cruzan la bahía —dijo el recién llegado, refiriéndose a un pito que oíamos a la derecha—. ¿Y esto? ¿Oye usted? Probablemente alguna goleta sin quilla. ¡Mejor será que vaya usted con cuidado, caballero de la goleta! ¡Ahora sube el demonio en busca de alguien!

El invisible barco de transporte silbaba una y otra vez y el cuerno sonaba con muestras de terror.

—Ahora están ofreciéndose mutuamente los respetos y tratando de salir del atolladero —prosiguió el hombre del rostro colorado al cesar aquella confusión.

La excitación le hacía resplandecer la cara y brillarle los ojos cuando traducía al lenguaje articulado las expresiones de cuernos y pitos.

—Eso es la sirena de un buque que pasa por la izquierda. ¿Y no oye usted a este individuo, que parece tener una rana en la garganta? Si no me equivoco, es una goleta de vapor que llega de los Heads luchando con la marea.

Un pitido pequeño y estridente, silbando como un loco, llegaba directamente por la proa y de muy cerca. Sonaron los gongos del Martínez. Detuviéronse nuestras hélices, cesaron sus latidos y después comenzaron de nuevo. El pequeño pitido estridente, que parecía el chirrido de un grillo entre los gritos de animales mayores, cruzó la niebla por nuestro lado y se fue perdiendo rápidamente. Miré hacia mi compañero para que me ilustrara.

—Una de esas lanchas del demonio —dijo—. ¡Casi hubiera valido la pena hundir a este bicho! Ellos son la causa de muchas calamidades. ¿Y a ver de qué sirven? Llevan a bordo un asno cualquiera, que los hace correr como locos, tocando el pito a toda orquesta para advertir a los demás que tengan cuidado, pues ellos no saben tenerlo. ¡Llega él y tiene uno que andar con precaución, dejarle paso y qué sé yo! ¡Claro que esto es de la más elemental urbanidad, pero ésos no tienen de ella la menor idea!

A mí me divertía aquella cólera, que creía injustificada, y mientras cojeaba él indignado, yo me detuve a meditar sobre el romanticismo de la niebla. Y en verdad que lo tenia aquella niebla, semejante a la sombra gris del misterio infinito, que cobija a la tierra en su rodar vertiginoso; y los hombres, simples átomos de luz y chispas, maldecidos, con un mismo gusto por el trabajo montados en sus construcciones de acera y madera, cruzan el corazón del misterio, abriéndose a tientas el camino por entre lo invisible, gritando y chillando en un lenguaje procaz, en tanto pesa en sus corazones la incertidumbre y el miedo.

La voz de mi compañero me hizo volver a la realidad con una carcajada. Yo también me había debatido mientras creía correr muy despierto a través del misterio.

—Alguien nos sale al encuentro —decía—. Pero, ¿no oye usted? Viene corriendo y se nos echa encima. Parece que aún no nos ha oído. El viento llega en dirección contraria.

Teníamos de cara el aire fresco y a un lado, algo a proa, se oía distintamente el pito.

—¿Un barco de transporte? pregunté. Asintió con la cabeza, y luego añadió.

—De lo contrario, no metería tanta bulla Parece que los de ahí arriba empiezan a impacientarse.

Miré en aquella dirección. El capitán había sacado la cabeza por la garita del piloto y clavaba los ojos con insistencia en la niebla como si quisiese penetrarla con la fuerza de su voluntad. En su rostro se reflejaba la inquietud, lo mismo que en el del piloto, que habla llegado hasta la barandilla y miraba con igual insistencia en dirección del peligro invisible.

Entonces ocurrió todo con una rapidez inaudita. La niebla se abrió como rasgada por una cuña, y surgió la proa de un vaporcillo, arrastrando a cada lado jirones de neblina. Pude distinguir la garita del piloto y asomado a ella un hombre de barba blanca. Vestía uniforme azul y sólo recuerdo su corrección y tranquilidad. Esta tranquilidad era terrible en aquellas circunstancias. Aceptaba el Destino, caminaba de su mano y media el golpe fríamente. Nos examinó con mirada serena e inteligente, como para determinar el lugar preciso de la colisión, sin darse por enterado, cuando nuestro piloto, pálido de coraje, le gritaba: "¡Usted tiene la culpa!".

Al volverme comprendí que la observación era demasiado evidente para hacer necesaria la réplica.

—Coja algo y prepárese me dijo el hombre del rostro colorado.

Todo su furor había desaparecido y parecía haberse contagiado de aquella calma sobrenatural.

—Y escuche los gritos de las mujeres prosiguió advirtiéndome, con espanto... casi con amargura, como si ya en otra ocasión hubiese pasado por la misma experiencia.

Los barcos chocaron antes de que yo hubiese podido seguir su consejo. El golpe debió ser en el centro del buque, pues el extraño vapor había pasado fuera de mi campo de visión y no vi nada. El Martínez se tumbó bruscamente y se oyeron crujidos de maderas. Caí de bruces sobre la cubierta mojada y en el mismo instante oí los gritos de las mujeres. Ciertamente era un estrépito indescriptible, que me heló la sangre y me llenó de pánico. Me acordé de los salvavidas dispuestos en la cabina, pero en la puerta me vi repelido bruscamente por hombres y mujeres enloquecidos. Lo que sucedió durante los minutos siguientes no lo recuerdo bien, aunque conservo una memoria clara de unos salvavidas arrancados de los soportes, en tanto que el hombre del rostro colorado los sujetaba alrededor de los cuerpos de aquellos seres convulsos. El recuerdo de esta visión es el más claro de todos. Todavía parece que estoy viendo los bordes dentados del boquete en el lado de la cabina donde se arremolinaba la niebla gris; los cama— rotos vacíos, revueltos, con todas las muestras de una súbita huida, tales como paquetes, bolsas de mano, paraguas y envoltorios; el hombre gordo que estuvo leyendo mí ensayo embutido en corcho y lona conservando la revista en la mano y preguntándome con monótona insistencia sí creía que hubiese peligro; el del rostro colorado cojeando valerosamente por allí con sus piernas artificiales y proveyendo de salvavidas a cuantos iban llegando; y, finalmente, el grupo de mujeres chillando enloquecidas.

Estos gritos era lo que más me atacaba los nervios. Idéntico efecto debían producirle al hombre del rostro colorado, pues conservo otra visión que jamás se borrará de mi mente. El hombre gordo, guardándose la revista en el bolsillo de la americana, miraba con curiosidad. Un revuelto grupo de mujeres, con los semblantes desencajados y las bocas abiertas, chillaban como almas en pena, y el hombre del rostro colorado, encendido de furor como si estuviera lanzando rayos, gritaba: "¡Cállense, oh, cállense!".

Recuerdo que la escena me impulsó a reír de pronto, y un instante después me di cuenta de que yo también era presa del histerismo. Aquellas mujeres, que eran de mi propio raza, semejantes a mí madre y hermanas, se veían invadidas por el terror de la muerte y se negaban a morir. Aquellas voces traíanme a la memoria los chillidos de los cerdos bajo el cuchillo del carnicero y me horroricé ante tan completa analogía. Aquellas mujeres, capaces de las más sublimes emociones, de los más tiernos sentimientos, seguían dando alaridos. Querían vivir, estaban desamparadas y chillaban como ratas en una trampa.

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