El lobo de mar (3 page)

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Authors: Jack London

Se hizo a un lado al abrirme la puerta y salí a cubierta. A causa de mi prolongada inmersión, me sentía aún débil. Me sorprendió una ventada, y dando traspiés por la movediza cubierta, me dirigí hacia un ángulo de la cabina, en busca de apoyo. La goleta, con una inclinación muy alejada de la perpendicular, se balanceaba movida por el profundo vaivén del Pacifico. Si en realidad llevaba la dirección Sudoeste, como había dicho Johnson, el viento, entonces, según mis cálculos, debía soplar aproximadamente del Sur. La niebla había desaparecido y el sol llenaba de chispas e irisaciones la superficie del agua. Me volví cara al Este donde sabía que debía hallarse California, pero no pude ver sino unas masas de niebla a poca altura, indudablemente la misma que había ocasionado el desastre del Martínez y me había traído al presente estado. Por el Norte, y no muy lejos, surgía del agua un grupo de rocas desnudas, y sobre una de ellas se distinguía un faro. Hacia el Sudoeste y casi en nuestra ruta, vi el bastidor piramidal de unas velas.

Después de haber reconocido el horizonte, volví me hacia lo que me rodeaba más inmediatamente. Mi primer pensamiento fue que un hombre llegado de manera tan inesperada, luego de codearse con la muerte, merecía más atención de la que yo recibía. Aparte del marinero que iba en el timón y que me observaba curiosamente por encima de la cabina, no atraje ya más miradas.

Todos parecían interesados en lo que en el centro del barco ocurría. Allí, echado sobre las tablas, había un hombre gordo. Estaba completamente vestido, pero llevaba rasgada la camisa por la pechera. Sin embargo, no se veía nada de su pecho, pues lo cubría una masa de pelo negro semejante a una piel de perro. La cara y el cuello se ocultaban bajo una barba negra salpicada de gris, que de no haber estado chorreando y lacia por efecto del agua, debió ser tiesa y tupida. Tenía los ojos cerrados y parecía desvanecido, pero mostraba la boca muy abierta y el pecho anhelante, esforzándose ruidosamente por respirar. De vez en cuando, metódicamente, ya como una rutina, un marinero hundía en el mar un cubo de lona atado al extremo de una cuerda, lo subía braza a braza y vertía su contenido sobre el hombre postrado.

Paseando de arriba abajo a lo largo de la cubierta y mascando furioso el extremo de un cigarro, estaba el hombre cuya mirada casual me había rescatado del mar. Tendría una altura quizás de cinco pies, diez pulgadas o diez y media, pero lo primero que me impresionó en él no fue eso, sino su vigor. A pesar de su constitución sólida y de sus hombros anchos y pecho elevado, no era la solidez de su cuerpo lo que caracterizaba su fuerza. Antes bien, consistía en lo que podríamos llamar nervio, la dureza que atribuimos a los hombres flacos y enjutos, pero que en él, a causa de su corpulencia, recordaba al gorila. No es que su exterior tuviese nada de gorila; lo que yo pretendo describir es su fuerza misma como algo aparte de su aspecto físico. Era esa fuerza que solemos asociar a las cosas primitivas, a las fieras y a los seres que imaginamos son el prototipo de los habitantes de nuestros árboles; esa fuerza salvaje, feroz, que este en sí misma, la esencia de la vida en lo que tiene de potencia del movimiento, la propia materia elemental, de la cual han tomado forma otros muchos aspectos de la vida; en una palabra, lo que hace retorcer el cuerpo de una serpiente después de haberle sido cortada la cabeza y cuando la serpiente, como a tal, puede considerarse ya muerta, o lo que persiste en el montón de la carne de la tortuga que rebota y tiembla al tocarla con el dedo.

Esa fue la impresión de fuerza que me produjo el hombre que caminaba de un lado a otro. Se apoyaba sólidamente sobre las piernas; sus pies golpeaban la cubierta con precisión y seguridad; cada movimiento de sus músculos, desde la manera de levantar los hombros hasta la forma de apretar el cigarro con los labios, era decisivo y parecía ser el producto de una fuerza excesiva y abrumadora. Sin embargo, aunque la fuerza dirigía todas sus acciones, no parecía sino el anuncio de otra fuerza mayor que acechaba desde dentro, como si estuviera dormida y sólo se agitara de vez en cuando, pero que podría despertar de un momento a otro, terrible y violenta, cual la cólera de un león o el furor de una tormenta.

El cocinero asomó la cabeza por la puerta de la Bocina, haciéndome muecas alentadoras y señalando al propio tiempo con el pulgar al hombre que paseaba por la cubierta. Así me daba a entender que aquél era el capitán, el alejo, según había dicho él, el individuo con quien debía entrevistarme, y al que ocasionaría la extorsión de tener que desembarcarme.

Ya me disponía a afrontar los cinco minutos tempestuosos que, sin duda, me esperaban, cuando el desdichado que estaba en el suelo sufrió otro ataque más violento aún. Se retorcía convulsivamente. La barba negra y húmeda se tendió hacia arriba, al envararse los músculos de la espalda e hincharse el pecho en un esfuerzo inconsciente e instintivo para obtener más aire. Aunque no lo veía, adivinaba que bajo las patillas la piel se había puesto colorada.

El capitán, o Wolf Larsen, como le llamaban los hombres, cesó de pasear y clavó la mirada en el moribundo. Tan cruel fue esta última lucha, que el marinero se detuvo en su ocupación de rociarle con agua, y con el cubo de lona a medias levantado y derramando su contenido por la cubierta, se le quedó mirando con curiosidad. El moribundo tocó un redoble con los tacones sobre el entarimado, estiró las piernas y con un gran esfuerzo se puso rígido y rodó la cabeza de un lado a otro. Después se relajaron los músculos, la cabeza dejó de rodar y de sus labios salió un suspiro como de profundo alivio; bajó la quijada, subió el labio superior, y aparecieron dos hileras de dientes oscurecidos por el tabaco. Parecía como si sus facciones se hubiesen helado en una mueca diabólica al mundo que había abandonado y burlado.

Entonces sucedió una cosa sorprendente. El capitán se desató como una tormenta contra el muerto. De su boca salía un manantial inagotable de juramentos. Y no eran juramentos sin sentido o meras expresiones indecentes. Cada palabra (y dijo muchas) era una blasfemia. Crujían y restallaban como chispas eléctricas. En toda mi vida había oído yo nada semejante, ni lo hubiera creído posible. Por mi afición a la literatura, a las figuras y palabras enérgicas, me atrevo a decir que yo apreciaba mejor que ningún otro la vivacidad peculiar, la fuerza y la absoluta blasfemia de sus metáforas. Según pude entender, la causa de todo ello era que el hombre, que era el segundo de a bordo, había corrido una juerga antes de salir de San Francisco y después había tenido el mal gusto de morir al principio del viaje, dejando a Wolf Larsen con la tripulación incompleta.

No necesitaría asegurar, al menos a mis amigos, cuán escandalizado estaba. Los juramentos y el lenguaje soez me han repugnado siempre. Experimenté una sensación de abatimiento, de desmayo y casi puedo decir de vértigo. Para mí, la muerte había estado siempre investida de solemnidad y respeto. Se había presentado rodeada de paz y había sido sagrado todo su ceremonial. Pero la muerte en sus aspectos sórdidos y terribles había sido algo desconocido para mí hasta entonces. Como digo, al par que apreciaba la fuerza de la espantosa declaración que salía de la boca da Wolf Larsen, estaba enormemente escandalizado. Aquel torrente arrollador era suficiente para secar el rostro del cadáver. No me hubiese sorprendido ver encresparse, retorcerse y andar entre humo y llamas la barba negra. Pero el muerto no se dio por aludido. Continuaba desafiándole con su risa sardónica y burlándose con cinismo. Era el dueño de la situación.

CAPITULO III

Wolf Larsen dejó de jurar tan súbitamente como había comenzado. Volvió a encender el cigarro y miró a su alrededor. Sus ojos se fijaron por casualidad en el cocinero.

—¿Qué pasa? —dijo con una amabilidad acerada y fría.

—Sí, señor —contestó presuroso el cocinero, tratando de calmarle y disculparse servilmente.

—¿No te parece que ya has estirado bastante el cuello? Es malsano, ¿sabes? El segundo ha muerto, y no permito perderte a ti también. Tienes que cuidar mucho de tu salud, ¿entiendes?

La última palabra contrastaba notablemente con el tono de las frases anteriores y hería como un latigazo. El cocinero quedó anonadado.

—Sí, señor —respondió humildemente, al mismo tiempo que desaparecía en la cocina la cabeza delincuente.

Ante esta ligera repulsa, que sólo se había dirigido al cocinero, el resto de la tripulación quedó indiferente y se ocupó en distintas tareas. Sin embargo, unos cuantos hombres que haraganeaban aparte entre la escotilla y la cocina y que no tenían aspecto de marineros, continuaron hablando en voz baja entre ellos. Más tarde supe que eran los cazadores, los que mataban a las focas, y que formaban una casta superior a la de los vulgares marineros.

—¡Johansen! —llamó Wolf Larsen. Un marinero avanzó, obediente—. Toma la aguja y el rempujo y cose a este desdichado. En el cajón de las velas encontrarás lona vieja. Aprovéchala.

—¿Qué le pondré en los pies, señor? —preguntó el hombre después del acostumbrado, "¡Ay, ay, señor!".

—Ya veremos —contestó Wolf Larsen, y elevó la voz para llamar al cocinero.

Thomas Mugridge salió de la cocina como un muñeco de resorte.

—Baja y llena un saco de carbón... ¿Hay alguno de vosotros que tenga alguna Biblia o un libro de oraciones? —volvió a preguntar el capitán, dirigiéndose esta vez a los cazadores que haraganeaban por los alrededores de la escalera.

Movieron la cabeza, y uno de ellos hizo alguna observación jocosa que no pude oír, pero que promovió una carcajada general.

Wolf Larsen repitió la pregunta a los marineros. Las Biblias y los libros de oraciones parecían objetos raros; pero uno de los hombres se ofreció voluntariamente a proseguir la investigación entre los que estaban de guardia abajo, volviendo un minuto después con el informe de que no había ninguna.

El capitán encogió los hombros.

—Pues lo tiraremos sin discurso, a no ser que nuestros réprobos de aspecto clerical sepan de memoria el servicio de difuntos.

En esto había dado una vuelta en redondo y estaba cerca de mí.

—Tú eres predicador, ¿verdad? —me preguntó.

Los cazadores, que eran seis, se volvieron como un solo hombre y me miraron. Yo comprendía dolorosamente mi semejanza con un espantajo. Al verme, prorrumpieron en una carcajada, que la presencia del muerto, tendido ante nosotros y con los dientes apretados, no fue bastante a moderar; una carcajada tan áspera, tan dura y tan franca como el mismo mar, una carcajada nacida de los sentimientos groseros y las sensibilidades embotadas de unas naturalezas que no conocían ni la nobleza ni la educación.

Wolf Larsen no se rió, pero en sus ojos grises brilló una ligera chispa de alegría; y en aquel momento en que avancé hasta llegar junto a él, recibí la impresión del hombre en sí, del hombre que nada tenía de común con su cuerpo, ni con el torrente de blasfemias que le había oído vomitar. El rostro de facciones grandes y líneas pronunciadas y correctas, si bien proporcionado, a primera vista parecía macizo; pero después sucedía lo mismo que con el cuerpo, desaparecía esta impresión y nacía el convencimiento de una tremenda y excesiva fuerza mental o espiritual oculta que dormía en las profundidades de su ser. La mandíbula, la barba, la frente hermosa, despejada y abultada encima de los ojos, aunque fuertes en si mismos, extraordinariamente fuertes, parecían revelar un inmenso vigor espiritual escondido y fuera del alcance de la vista. No había manera de sondar un espíritu semejante, ni de medirlo o determinarlo con límites y medidas, ni de clasificarlo exactamente en un estante con otros similares.

Los ojos —y yo estaba destinado a conocerlos bien eran hermosos, grandes y rasgados como los de los verdaderos artistas, protegidos por espesas pestañas y con unas cejas negras tupidas y arqueadas. Las pupilas eran de ese gris desconcertante que nunca es dos veces igual, que recorre muchos matices y colores como la seda herida por el sol, que es gris oscuro y brillante, gris verdoso, y a veces parece azul claro como las aguas marinas. Eran ojos que ocultaban el alma de mil maneras, y que algunas veces, en muy raras ocasiones, se abrían y le permitían salir, como si fuera a lanzarse desnuda por el mundo en busca de alguna aventura maravillosa; ojos que podían cobijar toda la melancolía desesperada de un cielo plomizo; que podían producir chispas de fuego como el choque de las espadas: que sabían volverse fríos como un paisaje ártico y de nuevo dulcificarse y encenderse con reflejos amorosos, intensos y masculinos; atrayentes e irascibles, que fascinan y dominan a las mujeres hasta que se rinden con una sensación de placer, de alivio y de sacrificio.

Pero volviendo a lo primero, le dije que, desgraciadamente, para el servicio de difuntos yo no era predicador, y entonces me preguntó rudamente:

—¿De qué vives, pues?

Confieso que nunca se me había dirigido tal pregunta ni la había pensado jamás. Quedé del todo cortado, y al recobrar la serenidad, tartamudeé:

—Yo..., yo soy... un caballero.

Su labio se torció con un breve gesto de desdén.

—He trabajado, trabajo —exclamé impetuosamente, como si él hubiese sido mí juez y necesitara justificarme, dándome cuenta al mismo tiempo de mi notoria estupidez al hablar de aquel asunto.

—¿Para ganarte la vida?

Había algo en él algo tan imperioso y dominador, que me sentía completamente fuera de mí y azorado, hubiese dicho Furuseth, como un niño ante un maestro de escuela inflexible.

—¿Quién te mantiene? —fue la siguiente pregunta.

—Poseo una fortuna —contesté resueltamente, y en el mismo instante me hubiese mordido la lengua—. Perdone usted, pero esto no tiene ninguna relación con lo que tenemos que tratar.

El hizo caso omiso de mi protesta.

—¿Quién la ganó, eh...? Ya me lo figuro: tu padre. Te sostienes sobre las piernas de un muerto. Nunca has usado las tuyas. No podrías andar solo un día entero, ni buscar el alimento de tu estómago para tres comidas. Enséñame la mano.

Su formidable fuerza oculta debió removerse en aquel mismo punto, o debí descuidarme un momento, pues antes de que me apercibiese había avanzado dos pasos, cogido mi mano derecha con la suya, y la levantaba para examinarla. Traté de retirarla, pero sus dedos se cerraron sin esfuerzo aparente alrededor de los míos, hasta el extremo que creí me la machacaba. Bajo tales circunstancias era difícil conservar la dignidad. Yo no podía huir o luchar como un chiquillo, ni mucho menos podía atacar a aquel hombre, que me hubiese retorcido el brazo hasta rompérmelo. No me quedaba más remedio que estarme quieto y aguantar aquella vejación. Tuve tiempo de ver cómo vaciaban sobre cubierta los bolsillos del muerto y cómo su cuerpo y su mueca quedaban envueltos en una lona, cuyos pliegues cosía con burdo hilo blanco el marinero Johansen, dejando ver la aguja, que apoyaba ingeniosamente en un trozo de cuero ajustado a la palma de la mano.

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