Authors: Jack London
Entonces fue cuando la crueldad del mar, su Inflexibilidad y su respeto se apoderaron de mí. La vida había perdido el valor y la seriedad y se había convertido en una cosa bestial y sin nombre; era el barco sin alma puesto en movimiento. Permanecí en la barandilla de sotavento, junto a los obenques, y mirando por encima de las tristes olas cubiertas de espuma los bancos de niebla poco elevados que impedían ver San Francisco y la costa de California. Caían algunos chaparrones que casi me ocultaban la niebla, y esta extraña embarcación, con sus hombres terribles, impelida por el viento y el mar y saltando acompasadamente, se dirigía hacia el Sudoeste, internándose en la gran extensión desierta del Pacífico.
Todo lo que me sucedió después en la goleta Ghost, al tratar de adaptarme al nuevo ambiente, no puede sino formar parte del capítulo de dolores y humillaciones. El cocinero, a quien la tripulación llamaba el Doctor, Tommy, los cazadores y Cocinero, Wolf Larsen, se había trocado en otra persona. La diferencia sufrida en mi estado trajo una diferencia correspondiente en su trato conmigo. Todo lo que antes tuvo de servil y adulador, tenía ahora de dominante y belicoso. En realidad, yo no era ya el caballero distinguido, con una piel tan fina como la de una dama, sino un grumete vulgar y sin importancia.
Insistía absurdamente en que le llamase míster Mugridge, y su conducta y su talante cuando me enseñaba mis deberes eran insufribles. Además de mi trabajo en la cabina, que se componía de cuatro camarotes, suponía que debía ser su ayudante en la cocina, y mi colosal ignorancia respecto a cosas como el mondar patatas y fregar cacharros grasientos era para él un manantial inagotable de admiraciones sarcásticas. Se negaba a tomar en consideración lo que yo era, o mejor dicho, cuáles habían sido mi vida y mis costumbres. Esta era en parte la actitud que había adoptado para conmigo, y confieso que antes de terminarse el día le odiaba con una intensidad tal, como nunca había odiado a nadie hasta entonces.
El primer día resultó más difícil para mí por el hecho de que el Ghost, con todos los rizos (términos como éste no los aprendí hasta más adelante), capeaba lo que míster Mugridge llamaba un "Sudeste aullador". A las cinco y media, y bajo su dirección, puse la mesa en la cabina, con las bandejas para el mal tiempo, y después transporté desde la cocina el té y la carne asada. Con esta oportunidad no puedo evitar el relatar mi primera experiencia en un mar revuelto.
—Anda con cuidado o irás de narices —ordenó míster Mugridge cuando salí de la cocina con una gran tetera en una mano y en el hueco del otro brazo varios panes tiernos.
En aquel momento, uno de los cazadores, un mucho alto y espigado, llamado Henderson, se dirigía a popa, yendo desde la bodega (nombre con que jocosamente designan los cazadores la parte central del barco donde duermen) a la cabina. Wolf Larsen estaba en la toldilla fumando el sempiterno cigarro.
—¡Ahí viene! ¡Agárrate bien! —gritó el cocinero.
Me detuve, porque no sabía qué era lo que venía, y vi la puerta de la cocina cerrarse con estrépito. Después vi a Henderson saltar como un loco hacía el aparejo mayor subiendo por la parte interior, hasta que estuvo unos cuantos pies más alto que mi cabeza. Vi también una ola enorme retorcida y cubierta de espuma suspendida por encima de la barandilla. Me hallaba directamente bajo ella. Todo era tan nuevo y extraño que mirando no lo advertía con rapidez. Comprendí que me encontraba en peligro, y eso fue todo. Estaba sin movimiento, atemorizado. Entonces, Wolf Larsen gritó desde la toldilla:
—¡Agárrate, tú! ¡Tú, Hump!
Pero fue demasiado tarde. Di un salto en dirección del aparejo, al que hubiera— podido asirme, más viene sorprendido por el muro de agua al caer. Lo que sucedió después me parece muy confuso; estaba debajo del agua sofocado y ahogándome. Me sentí elevado del suelo dando vueltas y revueltas y por fin arrastrado no sé dónde. Varias veces choqué con objetos duros, y una de tantas recibí un golpe terrible en la rodilla derecha. Después cesó de pronto la inundación y volví a respirar el aire puro. Había sido barrido desde barlovento a los imbornales contra la cocina y alrededor de la escalera de la bodega. La rodilla herida me producía un dolor atroz; no podía apoyarme sobre ella, o cuando menos eso pensaba yo, y creía seguro haberme roto la pierna. Pero el cocinero estaba detrás de mí, gritando desde la puerta de la cocina que daba a sotavento.
—¡Eb, tú! ¡No te entretengas toda la noche! ¿Dónde está la tetera? ¿Se ha caído al mar? ¡Ojalá te hubieses roto el cuello!
Hice lo posible por ponerme de pie. Todavía conservaba en la mano la enorme tetera. Llegué cojeando hasta la cocina y se la di. Pero estaba completamente indignado, no sé si con indignación real o fingida.
—Te aseguro que eres una calamidad. Me gustaría saber para qué sirves. ¿Para qué sirves? No sabes llevar un poco de té sin verterlo. Ahora tendré que hervir más... ¿Pero por qué resoplas? —estalló otra vez, con nueva rabia—. ¿Porque te has hecho daño en la piernecita, pobre nene, encanto de su mamá?
Yo no resoplaba, aunque es posible que mi rostro expresara con algún gesto mi dolor. Pero hice un llamamiento a toda mi resolución, apreté los dientes, y sin más contratiempos anduve renqueando de la cocina a la cabina y de la cabina a la cocina, una y otra vez. Dos cosas había ganado con mi accidente: una desolladura en la rodilla, que me fastidió varios meses, y el nombre de Hump con que me había llamado Wolf Larsen desde la toldilla. Ya no se me conoció en todo el barco por otro nombre, hasta llegar esta palabra a formar parte de mis procesos imaginativos, de tal suerte, que llegué a pensar que yo era realmente Hump y que toda la vida no había sido otra cosa.
No era empresa fácil servir a la mesa de la cabina, donde se sentaban Wolf Larsen, Johansen y los seis cazadores. Por de pronto, la cabina era pequeña y los cabeceos y movimientos de la goleta dificultaban más aún dar la vuelta a su alrededor, como me veía obligado a hacer.
Pero lo que más me molestaba era la total ausencia de simpatía en los hombres a los cuales servía. A través de la ropa sentía hincharse la rodilla y estaba enfermo y extenuado del daño que me producía. En el espejo me veía el semblante pálido y cadavérico descompuesto por el dolor. Todos los hombres debieron ver mi estado, pero ninguno me hablé o se dio cuenta de mi presencia, tanto que casi le quedé agradecido a Wolf Larsen cuando más tarde, hallándome fregando los platos, me dijo:
—No te preocupes por tan poca cosa. Con el tiempo te acostumbrarás. Cojearás un poco, pero eso no será obstáculo para que aprendas a andar. Eso es lo que vosotros llamáis una paradoja, ¿verdad? —añadid.
Pareció complacido cuando incliné la cabeza con el acostumbrado "Sí, señor".
—Supongo que conoces algo de literatura, ¿eh? Bien. Charlaremos algún rato.
Y después, sin hacerme más caso, se volvió y subió a cubierta.
Aquella noche, después de acabar con una cantidad abrumadora de trabajo, me enviaron a dormir en la bodega, donde me instalé en un camarote de reserva. Estaba contento de verme libre de la presencia detestable del cocinero y de poder acostarme. Me sorprendí al ver que las ropas se me habían secado encima, sin que notase síntomas de un resfriado a pesar del último remojón y de la inmersión prolongada a consecuencia del desastre del Martínez. En circunstancias ordinarias, después de todo lo que había sufrido, hubiera tenido que guardar cama y entregarme a los cuidados de una experta enfermera.
La rodilla me molestaba horriblemente. A mi entender, la rótula se había puesto de canto en el centro de la tumefacción. Mientras estaba sentado en la litera, examinándola, los seis cazadores se hallaban todos en la bodega, fumando y hablando en voz alta. Henderson me dirigid casualmente una mirada.
—Tiene mal aspecto —comentó—. Átale un trapo alrededor y no será nada.
Eso fue todo. En tierra, hubiese estado en la cama tendido de espaldas, asistido por un cirujano, con la orden expresa de observar un reposo absoluto. He de ser, sin embargo, justo con aquellos hombres. Tan insensibles como se mostraban a mis sufrimientos, lo eran igualmente para los suyos cuando les ocurría algo, y esto, creo yo, era debido primero a la costumbre y después a que su temperamento era menos sensitivo. Me figuro que realmente un hombre de constitución delicada y sensibilidad exquisita sufriría dos o tres veces más que aquellos con el mismo daño.
A pesar de estar tan cansado, agotado más bien, el dolor de mi rodilla me impedía dormir. Era todo lo que podía hacer para no quejarme a voces. En casa hubiese, sin duda alguna, desahogado mi angustia, pero este ambiente nuevo y primitivo, parecía exigir una represión feroz. Como los salvajes, estos hombres eran también estoicos para las cosas grandes, e infantiles para las pequeñas. Recuerdo haber visto después, durante el viaje, a Kerfoot, otro de los cazadores, con un dedo aplastado, hecho una papilla, y a pesar de eso ni siquiera murmuré o cambié la expresión de su semblante; sin embargo, he visto al mismo hombre arrebatarse exageradamente por una insignificancia.
Eso es lo que hacía ahora: vociferaba, rugía, agitaba los brazos y juraba como un demonio, todo por un desacuerdo con otro cazador respecto si un cachorro de foca sabía nadar instintivamente; él sostenía que sí que podía nadar desde el instante en que nacía; el otro cazador, Latimer, un sujeto de tipo yanqui, flaco, de ojos pequeños y astutos, sostenía lo contrario: que el cachorro nacía en tierra por la sencilla razón de que no podía nadar viéndose por lo mismo la madre obligada a enseñarle, como los pájaros enseñan a sus pequeñuelos a volar.
La mayor parte del tiempo, los cuatro cazadores restantes, apoyados o tumbados en sus literas, dejaban que discutiesen los dos rivales; pero estaban sumamente interesados, pues alguna que otra vez tomaban parte a favor de uno de ellos y a veces hablaban todos a la vez, hasta que sus voces sonaban como truenos. Con todo y ser tan pueril e insignificante el tópico, el carácter de sus razonamientos era todavía más pueril e insignificante. En realidad, había muy poco razonamiento o absolutamente ninguno; su método era de afirmación, suposición y amenazas. Ellos probaban que el cachorro de foca podía o no nadar al nacer, estableciendo muy belicosamente la proposición y haciéndola seguir de un ataque a la opinión del contrario, a su sentido común, nacionalidad o pasado histórico. La réplica era muy semejante.
He relatado esto para demostrar el calibre mental de los hombres con quienes estaba en contacto. Intelectualmente, eran niños encerrados en el interior físico de hombres.
Y fumaban, fumaban incesantemente un tabaco ordinario, barato y maloliente. La atmósfera estaba espesa y caliginosa con aquel humo, y esto, combinado con el movimiento violento del barco luchando con el temporal, me hubiese mareado seguramente, de haber tenido propensión a ello. Con todo, sentía náuseas, aunque bien pudieran ser debidas al dolor de mi pierna y a mi agotamiento.
Mientras estaba allí acostado, reflexionando, púseme a pensar en mí y en la situación en que me encontraba. Era una cosa singular, nunca soñada, que yo, Humphrey van Weyden, sabio y diletante, con permiso de ustedes en objetos de arte y literatura, estuviese allí, a bordo de una goleta de caza del mar de Bering. ¡Grumete! Yo, que en toda mi vida había ejecutado un trabajo manual difícil, y mucho menos trabajos de marmitón, que había gozado una existencia plácida, regular, sedentaria, existencia de artista y de recluso con una renta cómoda y segura. Nunca me habían seducido la vida agitada y los deportes atléticos; siempre había sido una rata de biblioteca, como me llamaban mis hermanos y mi padre durante mi infancia. Sólo una vez había ido de excursión, y entonces abandoné a mis compañeros casi al principio de la expedición y me restituí a las comodidades y conveniencias de la vida bajo techado. Y ahora estaba allí, teniendo como perspectiva espantosa y sin fin el poner la mesa, mondar patatas y fregar platos. Yo no era robusto; los médicos habían dicho siempre que tenía una buena constitución, pero que debía haberla desarrollado mediante el ejercicio. Mis músculos eran pequeños como los de una mujer, al menos así lo aseguraban los galenos en el transcurso de sus tentativas para persuadirme de que debía aficionarme a los ejercicios de cultura física.
Pero yo había preferido hacer trabajar la cabeza y no el cuerpo y ahora no estaba en condiciones para afrontar la vida que tenía delante.
Estos son someramente algunos de los pensamientos que cruzaron por mi mente, y los he relatado para justificar por anticipado mi debilidad e inutilidad en el papel que estaba representando. Pensé también en mi madre y en mis hermanas, y me imaginé su pena. Yo figuraría en la lista de los muertos a consecuencia del desastre del Martínez; vendría a ser para ellas un cuerpo no recobrado. Leía los títulos de los periódicos, veía a mis compañeros del Club, de la Universidad y del Bibelot cómo movían la cabeza diciendo: "¡Pobre muchacho!", y veía finalmente a Charley Furuseth, cuando me despedía aquella mañana envuelto en una bata, tumbado en el diván de la ventana y recitando epigramas sombríos y pesimistas.
Y a todo esto el Ghost se balanceaba, se zambullía, trepaba por las montañas movedizas y caía dando tumbos en los valles de espuma, internándose trabajosamente en el corazón del Pacífico, y yo me hallaba a bordo. Oía el viento encima de mí; llegaba hasta mi oído como un trueno velado; de vez en cuando alguien andaba por la cubierta. Una serie infinita de crujidos me rodeaba por todas partes, los maderos y las junturas se quejaban, gritaban y se lamentaban en mil tonos distintos. Los cazadores continuaban arguyendo y vociferando como una raza semihumana, anfibia. La atmósfera estaba llena de juramentos y expresiones soeces; veía sus caras rojas y coléricas, la brutalidad descompuesta y acentuada por la luz enfermiza o amarillenta de las lámparas que se balanceaban con los movimientos del barco. A través de la niebla del humo, los camarotes parecían los departamentos de los animales de una casa de fieras; de las paredes pendían impermeables y botas de agua, y aquí y allá, asegurados en los soportes, había rifles y escopetas. Era una decoración propia de filibusteros y piratas de épocas pretéritas. Mi imaginación corría alborotada, y seguía sin poder dormir. Fue una noche abrumadora, horrible e interminable.
Debo advertir que mi primera noche en el dormitorio de los cazadores fue también la última. Al día siguiente, Johansen, el piloto, fue despedido de la cabina por Wolf Larsen, con la orden de dormir en adelante en la bodega en tanto que yo tomé posesión del pequeño departamento de la cabina que ya durante el primer día de viaje había tenido dos amos. La razón de este cambio llegó rápidamente a conocimiento de los caza dores y dio origen a muchas quejas. Al parecer, Johansen revivía en sueños los acontecimientos del día. Wolf Larsen había encontrado excesivo aquel incesante hablar, gritar y rugir órdenes, y en consecuencia había endosado la molestia a sus cazadores.