El lobo de mar (2 page)

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Authors: Jack London

El horror de todo esto me empujó fuera de la cubierta. Sentíame mareado, y me senté en un banco. Como a través de una bruma vi y oí a los hombres precipitarse y dar voces en sus esfuerzos por arriar los botes. Era una escena como para ser leída en un libro. Las cuerdas estaban apretadas; nada obedecía. Descendió un bote sin los tarugos, ocupado por mujeres y niños, y al llenarse de agua se hundió. Otro bote fue arriado por un extremo y el otro continuó colgado del aparejo, donde quedó abandonado. No se veía nada del extraño buque que había ocasionado el desastre, pero oí decir a los hombres que indudablemente enviaría botes para socorrernos.

Bajé a la cubierta inferior. Comprendí que el Martínez se hundía rápidamente porque el agua estaba ya muy cerca. Muchos de los pasajeros saltaban por la borda; otros, ya en el agua, clamaban que se les subiesen de nuevo al barco. Nadie les atendía. Se elevó un grito diciendo que nos hendíamos. Fui presa del consiguiente pánico y me lancé al mar entre una oleada de cuerpos. Ignoro cómo sucedió, pero comprendí instantáneamente por qué los que estaban en el agua deseaban tanto volver a bordo. Estaba fría, tan fría, que resultaba dolorosa, y cuando me hundí en ella su mordedura fue tan rápida y aguda como la del fuego. Mordía los tuétanos; parecía la presión de la muerte. Me debatí, abrí la boca angustiado, y antes de que el salvavidas me hubiese vuelto a la superficie, el agua me había llenado los pulmones. Sentí en la boca el fuerte sabor de la sal, y con aquella cosa acre en los pulmones y la garganta, me ahogaba por momentos.

Pero lo que más me molestaba era el frío. Sentía que no podría sobrevivir sino muy pocos minutos. A mi alrededor había gente debatiéndose y luchando con el agua; les oía llamarse unos a otros. Y oí también ruido de remos. Evidentemente, aquel buque extraño había arriado los botes. Pasado algún tiempo me maravillé de continuar aún con vida; había perdido la sensación en los miembros inferiores y ya el frío empezaba a invadirme el corazón y a paralizarlo. Pequeñas olas erizadas de espuma rompían de continuo sobre mí, molestándome en grado sumo y produciéndome angustias indescriptibles.

Los ruidos se fueron haciendo menos distintos, pero finalmente oí en lontananza un coro desesperado de gritos y comprendí que el Martínez acababa de hundirse. Más tarde, ignoro el tiempo que transcurriría, recobré el sentido con un estremecimiento de espanto. Estaba solo. Ya no se oían ni voces ni gritos..., únicamente el ruido de las olas, a las que la niebla comunicaba reflejos sobrenaturales. El pánico en una multitud unida en cierto modo por la comunidad de intereses no es tan terrible como el pánico en la soledad, y este pánico es el que yo sufría ahora. ¿Adónde me arrastraban las aguas? El hombre del rostro colorado había dicho que la corriente se alejaba de la Puerta de oro. Pues entonces, ¿me empujaba hacia afuera? ¿Y el salvavidas que me sostenía? Yo había oído decir que estos objetos eran de papel y cañas, por lo que pronto se saturaban y sumergían. Me sentía incapaz de nadar. Y estaba solo, flotando, aparentemente, en medio de aquella inmensidad gris y primitiva. Confieso que perdí la razón que chillé con todas mis fuerzas, como lo habrían hecho las mujeres, y agité el agua con las manos entumecidas.

No tengo idea de cuánto duró esto, porque sobrevino una confusión de la que no recuerdo más de lo que se recuerda de un sueño inquietante y doloroso. Cuando desperté me pareció que habían transcurrido varias centurias; y vi surgir de la niebla, casi encima de mí, la proa de un barco y tres velas triangulares, ingeniosamente enlazadas entre sí e hinchadas por el aire. La proa cortaba el agua, formando borbotones de espuma, y no parecía abandonar el rumbo. Traté de gritar, pero estaba demasiado agotado. Al zambullirse la proa, faltó poco para que me tocara y me roció completamente la cabeza. Después comenzó a deslizarse por mi lado el costado negro y largo de la embarcación, y tan cerca, que hubiera podido tocarlo con la mano. Quise alcanzarlo con una loca resolución de agarrarme con las uñas a la madera, pero los brazos sin vida me pesaban enormemente. De nuevo hice esfuerzos por gritar, pero no logré emitir ningún sonido.

Pasó la proa del barco hundiéndose en una concavidad formada por las olas; y distinguí a un hombre junto al timón y a otro que no parecía tener más ocupación que la de fumar un cigarro. Vi el humo salir de sus labios, cuando volvió la cabeza lentamente y fijó los ojos en el agua en dirección mía. Fue una mirada indiferente, impremeditada, una de esas cosas casuales que hacen los hombres cuando no les llama particularmente otra tarea más inmediata, pero que, sin embargo, han de realizarla porque viven y necesitan hacer algo.

En aquella mirada se juntaban la vida y la muerte. Pude ver cómo la niebla se tragaba el barco; vi la espalda del hombre que estaba en el timón, y la cabeza del otro, hombre que se volvía lenta, muy lentamente, y su mirada rozaba el agua hasta dirigirse por casualidad hacia mí. En su semblante había una expresión de abandono, como de meditación profunda, y temí que aquellos ojos, no obstante estar fijos en mí, no me vieran. Pero me encontraron y se clavaron en los míos; y me vio, porque saltó sobre el timón, empujando al hombre a un lado, y viró en redondo al mismo tiempo que voceaba unas órdenes. El barco pareció trazar una tangente a su ruta anterior y saltó casi instantáneamente, perdiéndose en la niebla.

Yo sentía cómo me sumergía en la inconsciencia, y trataba con la fuerza de mi voluntad de luchar contra aquella confusión que me ahogaba y las tinieblas que empezaban a envolverme. Un poco después oí golpes de remo que iban acercándose y las voces de un hombre. Cuando estuvo ya muy próximo, le oí gritar en tono enojado: "¿Por qué diablo no cantará?". Esto debía referirse a mí, pensé entonces; pero ya la confusión y las tinieblas me envolvieron por completo.

CAPITULO II

Creí estar balanceándome en un ritmo poderoso por la inmensidad de la órbita. Estallaban chispas de luz que pasaban raudas por mi lado. Comprendí que eran estrellas y cometas resplandecientes que acompañaban mi fuga por entre los soles. Cuando alcancé el límite de mi vuelo y me disponía a volverme, atronó los espacios el golpe de un gran gongo. Durante un período de tiempo inconmensurable, gocé y saboreé mi formidable vuelo envuelto en las ondulaciones de plácidas centurias.

Después el sueño cambió de aspecto; yo me decía que no podía ser sino un sueño. El ritmo se fue acortando. Me sentía lanzado de un lado a otro con irritante rapidez. Apenas podía cobrar aliento, tal era la fuerza con que me veía impelido a través del espacio. El gongo sonaba con más frecuencia y más furia. Empecé a oírlo con un terror indecible. Después me pareció que me arrastraban por una arena áspera, blanca y caldeada por el sol. Esto dio lugar a una sensación de angustia infinita. Mi piel se chamuscaba en el tormento del fuego. El gongo retumbaba. Las chispas luminosas pasaban junto a mí en una corriente interminable, como si todo el sistema se precipitara en el vacío. Abrí la boca, respiré dolorosamente y abrí los ojos. A mi lado, y manipulándome, había dos hombres arrodillados. Aquel ritmo poderoso era el vaivén de una embarcación en el mar. El terrible gongo era una sartén colgada en la pared que resonaba a cada movimiento del barco. La arena áspera y ardiente, las manos de un hombre que me frotaba el pecho desnudo. Me encogí de dolor y levanté a medias la cabeza. Tenía el pecho rojo y desollado y vi asomar unas gotitas de sangre por la piel inflamada y lacerada.

—Ya habrá bastante, Yonson —dijo uno de los hombres—. ¿No ves que has frotado hasta hacer salir sangre de esta piel tan delicada?

El hombre a quien se había llamado Yonson, un tipo gigantesco de escandinavo, cesó de manipularme y se puso de pie pesadamente. El otro que había hablado no podía ocultar que era londinense, tenía los rasgos puros y de una belleza enfermiza, casi afeminada, del hombre que con la leche de su madre ha absorbido el sonido de las campanas de la iglesia de Bow. Una gorra sucia de muselina en la cabeza y un delantal de dudosa limpieza alrededor de sus angostas caderas proclamaban su condición de cocinero de la no menos sucia cocina del barco en que me hallaba.

—¿Cómo se encuentra usted ahora, señor? —preguntó con una sonrisa servil, consecuencia de varias generaciones de antepasados acostumbrados a esperar la propina.

Para responder, traté de sentarme, a pesar de mi gran debilidad, y Yonson me ayudó a ponerme de pie. Los golpes de la sartén me atacaban los nervios horriblemente. No podía reunir mis ideas. Apoyándome en las maderas de la cocina y debo confesar que la grasa de que estaban impregnadas me hizo rechinar los dientes—, alcancé el escandaloso utensilio por encima de los hornillos calientes, lo descolgué y lo dejé sobre la caja del carbón.

El cocinero hizo una mueca ante mis manifestaciones de nerviosidad y me puso en la mano un vasito humeante, diciendo: `Esto le hará a usted bien". Era un brebaje nauseabundo —café de barco—, pero el calor me reanimó. Mientras tragaba aquella infusión dirigí una mirada a mi pecho desollado y sanguinolento, y me volví hacia el escandinavo.

—Gracias, míster Yonson —dije—; pero, ¿no cree usted que sus remedios son algo heroicos?

Más que el reproche de mis palabras, comprendió el de mi gesto, pues levantó la palma de la mano para examinarla. Era extraordinariamente callosa. Pasé la mía por las duras desigualdades y una vez más me rechinaron los dientes al contacto de tan horribles aspereza.

—Mi nombre es Johnson, no Yonson —dijo en muy buen inglés, aunque un poco lento, con un acento extranjero apenas perceptible.

En sus ojos de azul pálido asomó una dulce protesta, acompañada de franqueza tímida y de una dignidad que me ganaron por completo.

—Gracias, míster Johnson —corregí, y le tendí la mano.

Titubeó, un poco avergonzado, se apoyó en una pierna, luego en la otra, y después sonrojándose, cogió mi mano con vigoroso apretón.

—¿Tiene ropa seca que pueda ponerme? pregunté al cocinero.

—Sí, señor —contestó alegremente—. Bajaré corriendo y veré en mi equipaje, si usted, señor, no tiene inconveniente en usar mis cosas.

Salió por la puerta de la cocina, o más bien, se escurrió, con un paso tan rápido y suave que me llamó la atención por ser al mismo tiempo felino y untuoso. Esta untuosidad, como pude comprobar más adelante, era el rasgo más saliente de su personalidad.

—¿Y dónde estoy? —interrogué a Johnson, a quien tomé, acertadamente, por uno de los marineros—. ¿Qué clase de barco es éste y adónde se dirige?

—A la altura de las Farallones, con la proa al Sudoeste —respondió lentamente y con método, como tanteando el inglés y observando estrictamente el orden de mis preguntas—. La goleta Ghost, que se dirige al Japón a pescar focas.

—¿Y quién es el capitán? Necesito hablarle tan pronto como esté vestido.

Johnson pareció aturullarse. Se quedó titubeando mientras medía sus palabras y componía una respuesta completa.

—El capitán es Wolf Larsen, o al menos así le llaman los hombres. Yo nunca le oí otro nombre. Será bueno que le hable usted dulcemente. Esta mañana está loco. El segundo...

Pero no concluyó. Acababa de entrar el cocinero.

—Podrías salir de aquí, Yonson —dijo—. El viejo te necesitará en la cubierta, y no conviene que le exasperes.

Johnson, obedeciendo, se volvió hacia la puerta, y al mismo tiempo, por encima del hombro del cocinero me hizo un ademán de una solemnidad aterradora, como para dar más energía a su interrumpida advertencia para hacerme comprender la necesidad de hablar dulcemente al capitán.

Del brazo del cocinero pendían unas cuantas prendas de vestir revueltas, arrugadas, malolientas y de aspecto repugnante.

—Están húmedas, señor —dijo a guisa de explicación—. Pero tendrá que remediarse con ellas mientras seco las suyas al fuego.

Cogido e. las maderas, dando traspiés con el vaivén del barco y ayudado por el cocinero, conseguí meterme en una burda camiseta de lana. En el mismo instante me raspó la carne el desagradable contacto. Dándose cuenta de mis muecas y movimientos involuntarios, sonrió con afectación:

—Supongo que no habrá usado en su vida nada semejante, porque tiene una piel tan fina, que más parece de mujer. En cuanto le vi, adiviné que era usted un caballero.

Al principio me había inspirado repugnancia, pero cuando me ayudó a vestir, esta repugnancia fue en aumento. Había algo repulsivo en su contacto. Me aparté de sus manos, puesta toda mi carne en rebelión. Y entre esto y los olores que subían de los varios pucheros que hervían en la cocina, me hacían desear el momento de salir al aire fresco. Además, había necesidad de ver al capitán para ponernos de acuerdo sobre la manera de desembarcarme.

Una camisa de algodón, barata, con el cuello rozado y la pechera descolorida por algo que juzgué antiguas manchas de sangre, me fue puesta, entre un tropel de comentarios y excusas vehementes. Encerraban mis pies unas botas de cuero sin curtir, como las que usan los obreros, y hacían las veces de pantalones unos calzones azules, deslavazados, de los cuales una pierna era diez pulgadas más corta que la otra. Esta última hacía pensar en un diablo que al querer apoderarse del alma del londinense se hubiese agarrado allí, quedándose con la materia en vez del espíritu.

—¿A quién debo agradecer tanta amabilidad? —pregunté cuando ya estuve completamente equipado, con una gorrita de niño en la cabeza, y llevando en lugar de americana una chaqueta de algodón que me llegaba a la cintura y cuyas mangas apenas me cubrían los codos.

El cocinero se apartó con un gesto de fingida humildad y una sonrisa implorante y servil. Si no me engañaba la experiencia adquirida con los mayordomos de los trasatlánticos al fin del viaje, hubiese jurado que esperaba una propina. Ahora que ya he tenido ocasión de conocer más a fondo aquel ser, comprendo que el gesto fue inconsciente, debido, sin duda, a un servilismo hereditario.

—Mugridge, señor —dijo con tono adulador, mientras sus facciones afeminadas se dilataban en una sonrisa untuosa—. Thomas Mugridge, señor, servidor de usted.

—Muy bien, Thomas —repuse yo—. Me acordaré de usted cuando esté seca mi ropa.

Por su semblante se difundió una luz suave y brillaron sus ojos como si allá en las profundidades de su ser sus antepasados se hubiesen animado y removido con el recuerdo de las propinas recibidas en vidas anteriores.

—Gracias, señor —dijo muy agradecido y muy humilde, en verdad.

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