Authors: Jack London
De pronto se volvió y se dirigió a popa; se detuvo junto a la toldilla y me llamó.
—Veamos: ¿cuánto te ha sustraído el cocinero? —preguntó.
—Ciento ochenta y cinco dólares, señor.
Asintió con la cabeza. Un momento después, cuando me disponía a bajar la escalera para poner la mesa, le oí en el centro del barco cubrir de improperios a unos hombres.
A la mañana siguiente el temporal había amainado por completo y el Ghost se balanceaba alegremente en un mar ensalmado, sin un soplo de viento. De vez en cuando se notaba, sin embargo, alguna brisa ligera y Wolf Larsen paseaba constantemente por la toldilla, escudriñando el mar por la parte del Nordeste, de cuya dirección debía soplar el gran contraalisio.
Los hombres estaban todos sobre cubierta, ocupados en preparar los botes para la época de caza. Había a bordo siete botes, el pequeño del capitán y los seis que habían de utilizar los cazadores. La tripulación de cada bote la componían tres hombres: un cazador, un remero y un timonel. A bordo de la goleta, estos remeros y timoneles era como los tripulantes. Los cazadores se suponía también que formaban parte de las guardias y estaban siempre a las órdenes de Wolf Larsen.
Todo esto y más había aprendido yo. El Ghost era la goleta más veloz de las flotas de San Francisco y Victoria. En realidad, había sido antes un yate particular, siendo por lo mismo construida con vistas a la velocidad. Aunque no entendía nada de estas cosas, sus líneas y su aspecto lo demostraban claramente. Johnson me hablaba de ella en una breve conversación que sostuvimos durante la segunda guardia de la mañana. Hablaba con un entusiasmo y un amor por una buena embarcación semejantes a los que sienten algunos hombres por los caballos. Estaba muy disgustado con la guardia y he creído comprender que Wolf Larsen tiene una reputación muy mala entre los capitanes de los barcos de caza. Fue la atracción del Ghost la que indujo R Johnson a engancharse para el viaje, pero, al parecer, empezaba a arrepentirse.
Según me dijo, el Ghost es una goleta de ochenta toneladas, de un modelo excelente. Este pequeño mundo flotante que contiene veintidós hombres es un mundo muy pequeño, una mancha, un átomo, y yo me admiro de que los hombres se atrevan a cruzar el mar en barco tan pequeño y tan frágil.
Wolf Larsen tiene fama también de ser muy abandonado en el cuidado del velamen. Sorprendí por casualidad a Henderson y a otro de los cazadores, Standish, un californiano, hablando de esto. Dos años antes durante un temporal en el mar de Bering desarboló al Ghost, después de lo cual se le pusieron los mástiles que ahora lleva, que de todos modos son más fuertes y resistentes.
Todos los hombres de a bordo, excepción hecha de Johansen, que está engreído con su ascenso, parecen buscar una excusa para justificar el haberse embarcado en el Ghost. La mitad de los hombres de proa son marinos de alta mar y su excusa es que no sabían nada acerca del barco ni de su capitán. Otros dicen que los cazadores, aunque tiradores excelentes, son tan conocidos por su tendencia a disputar y cometer canalladas, que no pudieron contratarse en ninguna goleta decente.
He hecho amistad con otro tripulante, llamado Louis. Es irlandés, de Nueva Escocia, rotundo, de rostro jovial muy sociable y aficionado a hablar mientras encuentra quien le escuche. Por la tarde, cuando el cocinero estaba durmiendo abajo y mondaba yo patatas, Louis penetró en la cocina para "pegar la hebra". Explica que se halle a bordo, porque al tiempo de contratarse estaba ebrio. Hace ya doce años que caza focas cada temporada y es considerado como uno de los mejores timoneles de ambas flotas.
—Esta es la peor goleta que pudiste haber elegido, a no estar entonces borracho como yo —dijo siniestramente—. La caza de focas es el paraíso de los cazadores en otros barcos. Ya ha habido un muerto, pero fíjate bien en lo que digo: antes que termine el viaje habrá más. Este Wolf Larsen es un verdadero demonio, y el Ghost será un infierno, como lo ha sido siempre desde que cayó en sus manos. ¿Lo sabré yo? Hace dos años, en Hakodate, tuvo una riña con cuatro de sus hombres y los mató. Me hallaba yo en el Emma, a trescientas yardas de distancia. Y en el mismo año mató a otro hombre. Sí, señor, sí, le mató. Le aplastó la cabeza como si hubiese sido una cáscara de huevo. El gobernador de la isla de Kura y el jefe de policía, caballeros japoneses, vinieron invitados a bordo del Ghost, acompañados de sus esposas, unas mujercitas pequeñas y lindas como las que pintan en los abanicos. Cuando regresaban a tierra, Wolf Larsen, simulando un accidente dejó a los enamorados esposos en sus sampans. Y una semana después desembarcó a las pobres mujeres en el otro lado de la isla, con la perspectiva de una caminata a través de las montañas, calzadas con las frágiles sandalias de paja que no resistirían más de una milla. ¿Lo sabré yo? Este Wolf Larsen estaba hecho una bestia, la bestia monstruosa mencionada en el Apocalipsis, y de él no puede salir nada bueno. Pero como si no hubiera dicho nada, ¿eh? No he dicho una sola palabra; si se te soltara la lengua, este sería el último viaje del pobre Louis... ¡Wolf Larsen! —gruñó un momento después—. Escucha lo que voy a decirte. Un lobo... eso es, un lobo. No es que tenga el corazón negro como algunos hombres, no, carece de corazón absolutamente. Un lobo, eso es, un lobo exactamente. ¿No te admira lo bien que le va este nombre?
—Pero ¿cómo, conociéndole, encuentra hombres para navegar?
—¿Y cómo es que se encuentran hombres para todo en la tierra y en el mar? —replicó Louis—. ¿Cómo había de hallarme yo a bordo, de no haber estado borracho como un cerdo al estampar mi nombre? Los hay que no pueden navegar en mejor compañía, como los cazadores, y hay otros que nada saben, como estos pobres diablos de proa. Pero ya se enterarán, ya se enterarán, y maldecirán el día en que nacieron. Acuérdate de que no he dicho nada, ¿eh? Ni una palabra... Estos cazadores son unos malvados —continuó diciendo, porque padecía una abundancia oratoria—; pero espera que empiecen a mover escándalos. El les parará los pies, él será quien haga sentir el temor de Dios a estos corazones tan corrompidos. Fíjate en Horner, el cazador que va conmigo, Jock Horner, tan silencioso, con un hablar tan dulce como el de una doncella, pues el año pasado mató al timonel de su pote. Declararon el hecho como un accidente lamentable; pero yo encontré al remero en Yokohema y me lo contó todo. Y ahí está Smoke, ese diablejo moreno, a quien los rusos tuvieron tres años en las minas de sal de Siberia por cazar furtivamente en Copper Island, lugar acotado. Le encadenaron de pies y manos con su compañero, tuvo con éste una reyerta y lo mató, arrojando sus restos al fondo de la mina, hoy un brazo, mañana una pierna, al día siguiente la cabeza, hasta acabar con él.
—¡Pero eso no es posible! —exclamé horrorizado.
—Posible, ¿qué? —replicó rápido como una centella—. ¡Yo no he dicho nada, yo soy mudo, por vida de tu madre! ¡Jamás he abierto la boca si no es para decir cosas buenas de éstos y del otro, cuya alma maldiga Dios y se pudra en el purgatorio diez mil años, para hundirse luego en lo más profundo de los infiernos!
Johnson, el hombre que me frotó hasta arrancarme la piel el primer día que llegué a bordo, parecía el menos equívoco de todos los hombres del barco. En realidad, no había nada equívoco en él; impresionaba por su rectitud y energía, que a su vez se veían moderadas por una modestia fácil de confundir con la timidez. Sin embargo, no era tímido; antes bien, parecía tener el valor de sus convicciones, la certeza de su virilidad. Esto fue lo que le hizo protestar de que le llamaran Yonson cuando nos conocimos. Y sobre esta circunstancia y su personalidad emitió Louis juicios y profecías.
—Es un buen muchacho ese cabeza cuadrada de Johnson que tenemos a proa —dijo—. Es mi remero, el mejor marinero del barco. Tan cierto como la chispa vuela hacia arriba, que llegará a tener disgustos con Wolf Larsen. Eso lo sé yo; lo veo fermentar y crecer como una tormenta en el cielo. Le he hablado como a un hermano, pero no hace caso de avisos ni advertencias. Refunfuña cuando las cosas no le parecen bien, y no faltará algún soplón que vaya a contárselo a Wolf Larsen. Ese lobo es fuerte, y como los lobos odia la fuerza, y eso es lo que descubrirá en Johnson que no quiere someterse, ¡Oh, lo veo venir! Y Dios sabe dónde encontraré otro remero. ¿Sabes qué dice cuando el lobo le llama Yonson? "Pues mí nombre es Johnson, señor", y después lo deletrea letra por letra. ¡Habrías de haber visto la cara del lobo! Yo creí que le dejaba en el sitio. No lo hizo, pero no te quepa duda que acabará mal; le romperá el corazón a ese cabeza cuadrada, o sé yo muy poco de los hombres de mar.
El cocinero había acabado por ponerse insoportable. Me veía obligado a llamarle "señor" cada vez que le dirigía la palabra. Una de las razones para ello es que Wolf Larsen parecía distinguirle. Es un hecho sin precedentes que un capitán intime con el cocinero; pero así lo hacía Wolf Larsen. Dos o tres veces había introducido la cabeza en la cocina y le había embromado bondadosamente, y aquella tarde charló con él en la toldilla más de quince minutos— Cuando terminaron, Mugridge volvió a la cocina dando muestras de una alegría pegajosa, y al emprender de nuevo el trabajo tarareaba canciones con un falsete tan discordante, que era un tormento para los nervios.
—Yo siempre estoy en buenas relaciones con los oficiales —observó en tono confidencial—. Sé cómo hacerme indispensable. El último capitán que tuve me hacía bajar siempre a la cabina para charlar un rato y beber una copa como buenos amigos. "Mugridge —me decía—, Mugridge, has torcido tu vocación." "¿Cómo es eso?", decía yo. "Tú debiste haber nacido caballero, y así no hubieras tenido que trabajar para vivir." ¡Así Dios me castigue, Hump, si no decía eso y no me hacía entrar en su propia cabina, cómoda y agradable, a fumar sus cigarros y beber su ron!
Estas confidencias me volvían loco. Jamás voz alguna me había parecido tan odiosa. Su tono untuoso e insinuante, su sonrisa pegajosa y su monstruosa vanidad me atacaban los nervios, hasta tal extremo, que a veces me ponía a temblar. Era positivamente la persona más repugnante y asquerosa con que he tropezado en mi vida. Sus guisos eran de una suciedad indescriptible; y cuando preparaba la comida, me veía obligado a escoger mi parte con gran circunspección, eligiendo del menos sucio de sus guisotes.
Mis manos, que no estaban acostumbradas al trabajo me fastidiaban mucho. Se me pusieron morenas y descoloridas, y la piel estaba tan saturada de mugre, que ni con un estropajo se hubiese podido quitar. Después se me formaban ampollas, sucediéndose en dolorosa e interminable procesión, y me produje una enorme quemadura en el antebrazo al perder el equilibrio en un movimiento del barco y caerme encima de la cocina económica. Por otra parte, la rodilla no mejoraba ni disminuía la hinchazón y la rótula continuaba de canto. Lo que yo necesitaba, si es que había de curarme, era reposo y no andar cojeando de la mañana a la noche sin parar.
¡Reposo! Hasta entonces no había conocido el significado de esta palabra. Toda mi vida había estado reposando sin enterarme. Y ahora el poder sentarme media hora y no hacer nada, ni siquiera pensar, me hubiera parecido la cosa más deleitable del mundo. En cambio esto era para mí una revelación. En lo sucesivo podría apreciar la vida de la gente que trabaja. Yo no imaginaba que el trabajo fuese una cosa tan horrible. Desde las cinco y media de la mañana hasta las diez de la noche soy el esclavo de todo el mundo, sin tener un momento para mí, excepto los que puedo escamotear cerca del final de la segunda guardia de la mañana. Si me detengo un instante a contemplar el mar que centellea bajo el sol, a mirar a un marinero trepar hasta la vela de cangreja o subir por el bauprés, tengo la seguridad de oír la voz odiosa que dice: "Eh, Hump, no te entretengas, que te estoy viendo".
Hay señales de agitación en la bodega y se murmura que Smoke y Henderson han reñido. Este último, un sujeto calmoso y difícil de excitar, parece el mejor de los cazadores, pero al fin habrán logrado hacerle perder la calma, porque Smoke llevaba un ojo contuso y amoratado, y cuando entró en la cabina para cenar tenía un aspecto particularmente sospechoso.
Antes de cenar precisamente, sucedió algo cruel que confirma la dureza e insensibilidad de estos hombres, Entre los tripulantes hay un novato, llamado Harrison, muchacho campesino, torpe, dominado, creo yo por el espíritu de aventuras y que hace su primer viaje. Con el airecillo la goleta había virado mucho de borda, y cuando esto ocurre, se pasan las velas de un lado a otro y se manda a un hombre a lo alto para volver la gavia de sobremesana. Al parecer, una vez estuvo Harrison arriba, la vela se atascó a la garrucha por la que corre al extremo del botalón. Había dos maneras de librarla, según entendí yo; la primera arriando el trinquete, lo cual era relativamente fácil y nada peligroso y la otra trepando por las drizas del penol hasta la punta del botalón, acción ésta sumamente arriesgada.
Johansen dijo a Harrison que subiera por las drizas. El muchacho se veía claramente que tenía miedo, y tenía motivos sobrados, pues había de trepar por aquellas cuerdas delgadas y movedizas a una altura de ochenta pies. De haber soplado un viento constante, hubiese sido menos difícil; pero el Ghost se balanceaba con las velas lacias en un mar tranquilo y a cada vaivén la lona aleteaba y las drizas se aflojaban y tendían. Hubieran lanzado a un hombre con la misma facilidad que un latigazo sacude a una mosca.
Harrison oyó la orden y comprendió lo que de él se exigía, pero vaciló. Probablemente era la primera vez en su vida que subía allá arriba. Johansen, que copiaba las maneras imperativas de Wolf Larsen, se destapó con una rociada de insultos y juramentos.
—Basta ya, Johansen —dijo Wolf Larsen bruscamente—. Te participo que el único que jura aquí en el barco soy yo; si necesito ayuda ya te avisaré.
—Sí, señor —reconoció el segundo humildemente.
Entretanto, Harrison había empezado a subir por las drizas. Yo le observaba desde la puerta de la cocina y le vi temblar de pies a cabeza como si tuviese calentura. Procedía muy lentamente y con precaución, avanzando por pulgadas. Trepaba por los bordes de la vela y como una araña gigantesca se recortaba en el azul pálido del cielo.
Era una ascensión penosa porque el trinquete estaba muy alto, pero las drizas, pasando por varias garruchas del botalón y el mástil, le proporcionaban apoyos, aunque distantes, para pies y manos. La dificultad estribaba en que el viento no era lo bastante fuerte ni constante Para mantener hinchada la vela. Cuando Harrison estuvo a medio camino, el Ghost se inclinó a barlovento y después se hundió de nuevo en la depresión que quedó entre dos olas. El muchacho se detuvo, sosteniéndose con todas sus fuerzas. Desde ochenta pies más abajo distinguía yo la tensión angustiosa de sus músculos al aferrarse dominado por el instinto de conservación. Todo sucedió rápidamente, la vela se vació, el garfio cayó en el centro del barco, y se aflojaron las drizas, que vi ceder bajo el peso del cuerpo de Harrison. El garfio corrió entonces hacia un lado con repentina celeridad, la vela mayor retumbó como un cañonazo y las tres hileras de rizos restallaron en la lona lo mismo que una descarga de fusilería. Harrison se soltó, precipitándose por el aire vertiginosamente; de pronto se detuvo en su caída al tenderse las drizas con un golpe de viento. Aflojó la presión de sus manos, la una se desprendió de su asidero, la otra resistió durante un momento con desesperación y siguió el mismo camino. El cuerpo se lanzó en el vacío, pero él trató de salvarse con ayuda de las piernas, quedando suspendido con la cabeza hacia abajo. Un esfuerzo rápido llevó sus manos a las drizas; pero aún tardó mucho en recobrar la posición anterior y permaneció colgado como un objeto insignificante.