Authors: Jack London
—Apostaría cualquier cosa a que no tiene gana de cenar —oí decir a Wolf Larsen, cuya voz llegó hasta mí por detrás de la cocina—. Apártate, tú, Johansen. ¡Cuidado! ¡Ahí va!
Verdad es que Harrison parecía muy enfermo, como si estuviese mareado, y durante un buen rato quedó suspendido, sin intentar moverse. Johansen, sin embargo, continuaba increpándole violentamente e instándole a que completara su tarea.
—Esto es una vergüenza —dijo Johnson en correcto inglés, pronunciado con dolorosa lentitud. Se hallaba junto al aparejo mayor y no lejos de mí. El muchacho tiene buena voluntad. Si sale de ésta, aprenderá pronto. Pero esto es... —se detuvo un momento, porque la palabra "crimen" era el final de su juicio.
—¡Chist! ¡Cállate! —le dijo Louis por lo bajo—. ¡Por el amor de tu madre, no hables!
Pero Johnson continuó mirando y gruñendo.
—Mira —dijo el cazador Standish a Wolf Larsen—, es mi remero y no quiero perderle.
—Está bien, Standish —replicó—. Es tu remero cuando está en el bote; pero a bordo es mi marinero, y haré con él lo que me dé la gana.
—Pero esto no es razón... —comenzó Standish, ya con violencia.
—Basta ya y será mejor —le aconsejó Wolf Larsen—. Ya te he dicho lo que hay, y valdrá más que lo dejes estar. El hombre es mío, y puedo hacer con él una sopa y comérmelo si tal es mi deseo.
A los ojos del cazador asomó una chispa de cólera, pero se volvió y entró en la escalera de la bodega y desde allí continuó mirando hacia arriba. Ahora se hallaban todos sobre cubierta y con los ojos en alto, donde una vida humana luchaba a brazo partido con la muerte. Era horrible la dureza de estos hombres, a quienes una organización industrial daba autoridad sobre las vidas de otros semejantes. Yo, que siempre había vivido alejado del torbellino del mundo, no había sospechado nunca que este trabajo se efectuara en esta forma. La vida me había parecido siempre una cosa sagrada; pero aquí no tenía ningún valor, era una cifra en la aritmética del comercio. Debo decir, no obstante, que los marineros estaban emocionados, ahí está el caso de Johnson; pero los patronos (los cazadores y el capitán) se mostraban insensibles e indiferentes. Aun la protesta de Standish nacía del deseo de no querer perder a su remero. Si hubiese tenido a mano otro, él, lo mismo que los demás, se hubiese divertido con aquello.
Harrison, a pesar de los insultos y ultrajes que le dirigía Johansen, tardó más de diez minutos en volver en si. Un poco después llegó al extremo del botalón, y allí, a horcajadas sobre la verga, pudo continuar su trabajo con más suerte. Una vez desenredada la vela, quedó libre para volverse y descender lentamente a lo largo de las drizas del mástil. Su posición actual era harto insegura, pero estaba tan enervado, que le repugnaba abandonarla por la otra menos segura sobre las drizas.
Contempló el camino aéreo que debía atravesar y después bajó los ojos hasta la cubierta; los tenía dilatados y fijos y temblaba violentamente. Yo no había visto nunca el espanto reflejarse con tal fuerza en un rostro humano. De un momento a otro estaba expuesto a caerse del botalón y en vano le gritaba Johansen que bajara. Estaba paralizado por el miedo. Wolf Larsen empezó a pasear hablando con Smoke y no volvió a parar mientes en él, aunque una vez gritó el hombre que estaba en el timón:
—¡Que pierdes el rumbo, amigo! ¡Ten cuidado, si no quieres que te pase algo!
—¡Ay, señor! —respondió el timonel, haciendo bajar un par de rayos el volante.
Se había apartado de la ruta a fin de que el vientecillo hinchase el trinquete y lo mantuviese en tensión, tratando de ayudar así al infortunado Harrison, aun a riesgo de incurrir en el enojo de Wolf Larsen.
Pasaba el tiempo, y aquella tirantez de nervios era horrible para mí. En cambio, Thomas Mugridge lo consideraba un caso de risa y asomaba continuamente la cabeza por la puerta de la cocina para hacer observaciones jocosas. ¡Cómo le odiaba yo! Y durante aquel rato espantoso mi odio fue creciendo, creciendo hasta alcanzar proporciones gigantescas. Por primera vez en mi vida experimenté el deseo de matar; "lo vi todo rojo", como dicen algunos de nuestros escritores pintorescos. En general, la vida debe ser una cosa sagrada, pero en el caso particular de Thomas Mugridge se convertía en algo verdaderamente profano. Me asusté al darme cuenta de que "veía rojo", y por mi mente cruzó una idea: ¿acabaría yo también por contagiarme de la brutalidad de aquel ambiente? ¿Yo, que aun en los más graves delitos había negado la justicia de la pena capital?
Transcurrió más de media hora, y entonces vi a Johnson y a Louis que sostenían una especie de altercado. Finalmente, Johnson se desasió del brazo del otro, que trataba de retenerle, y corrió a proa. Atravesó la cubierta saltó al aparejo delantero y comenzó a subir, pero la mirada rápida de Wolf Larsen le sorprendió:
—Eh, tú, ¿a qué subes? —le gritó.
Johnson se detuvo, miró de frente al capitán y contestó lentamente:
—Voy a bajar a ese muchacho.
—¡Lo que has de hacer es bajar de ese aparejo, y aprisa! ¿Oyes? ¡Abajo!
Johnson dudó, pero los largos años de obediencia a los patronos de los barcos vencieron al fin. Descendió a cubierta y continuó hacia la proa.
A las cinco y media bajé a la cabina para poner la mesa, sin saber a punto cierto lo que hacía, porque mis ojos y mi cerebro estaban ocupados con la visión de aquel hombre, pálido y tembloroso como un espectro, montado cómicamente sobre el azotado botalón. A las seis, cuando serví la cena, pasé por la cubierta para ir a la cocina a buscar la comida, y vi a Harrison en la misma postura. En la mesa, la conversación giraba sobre cosas muy distintas; nadie parecía interesarse por aquella vida tontamente comprometida. Algo más tarde hice un viaje extraordinario a la cocina, y tuve la satisfacción de ver a Harrison bambolearse débilmente desde el aparejo a la escotilla del castillo de proa. Al fin, reuniendo todo su valor, había logrado descender.
Antes de terminar este incidente, debo anotar un fragmento de la conversación que sostuve con Wolf Larsen en la cabina mientras lavaba los platos.
—Parecías disgustado esta tarde, ¿qué te pasa? —me dijo.
Yo adiviné que él ya sabía qué era lo que me había puesto casi tan enfermo como al mismo Harrison y que trataba de sonsacarme, y contesté:
—Era a causa del tratamiento brutal de que ha sido objeto aquel muchacho.
Soltó una breve carcajada.
Algo parecido al mareo, me parece. Hay quien tiene propensión a ello.
—No es eso —objeté.
—Es así precisamente —prosiguió—. La tierra está tan llena de brutalidad como el mar de movimiento, y unos hombres enferman en aquélla y otros en éste. He ahí la única razón.
—Pero usted que juega con la vida humana, ¿no le da absolutamente ningún valor?
—¿Valor? ¿Qué valor? —me miró, y aunque su mirada era fija y tranquila, me pareció ver en sus ojos una sonrisa cínica—. ¿Qué clase de valor? ¿Cómo lo mides? ¿Quién se lo da?
—Yo —le respondí.
—Entonces, ¿qué valor tiene para ti? Quiero decir la vida de otro hombre. Di, ¿qué valor tiene?
¿El valor de la vida? ¿Cómo podría yo darle un valor tangible? Yo, que siempre me he expresado con bastante facilidad, carecía de medios de expresión con Wolf Larsen. Después he comprobado que una parte de este fenómeno era debido a la personalidad de aquel hombre, pero que la mayor de ello se debía a nuestros puntos de vista totalmente distintos. Al contrario de otros materialistas con quienes había tropezado y con los cuales tenía alguna comunidad de principios, con él no tenía nada de común. Tal vez fuese también la simplicidad fundamental de su mente lo que me desconcertaba. Se dirigía con tal rectitud a la base del asunto, despojaba siempre la cuestión de todos los detalles superfluos y con tal decisión, que yo creía estar luchando en un mar sin fondo. ¿El valor de la vida? ¿Cómo contestar a una pregunta tan inesperada? Para mí era tan evidente que la vida tenía valor intrínseco, que jamás lo había puesto en duda; así que cuando recusó al axioma, me quedé sin saber qué contestar.
—Ayer hablamos de esto —dijo—. Yo sostenía que la vida era un fermento algo espumoso que devoraba vida para poder vivir, en fin, que la vida era meramente el egoísmo afortunado. De las cosas sujetas a ofertas y demanda, la vida es la más barata del mundo. Hay una cantidad limitada de agua, de tierra, de aire, pero la vida que está pidiendo nacer es ilimitada. La vida es de una prodigalidad infinita. Pújate en el pez y en los millones de huevos que produce. Sin ir tan lejos, fíjate en ti, en mí. Nosotros llevamos el germen de millones de vidas. Si pudiésemos hallar tiempo y oportunidad para utilizar todas las partículas de vida futura que hay en nosotros, podríamos convertirnos en padres de naciones y poblar continentes. ¿La vida? ¡Bah! No tiene valor alguno; entre las cosas baratas, es la más barata. Se ofrece por todas partes. La Naturaleza la vierte con mano pródiga. En el lugar de una vida siembra mil, la vida devora a la vida, prevaleciendo la más fuerte y la más egoísta.
—Usted ha leído a Darwin —dijo—, pero le ha leído sin comprenderle si deduce que la lucha por la existencia sanciona la loca destrucción de la vida.
Se encogió de hombros.
—Tú únicamente relacionas esto con la vida humana, porque en cuanto a los animales, a las aves y a los peces, destruyes tantos como cualquier otro hombre; pero la vida humana no es en modo alguno diferente, aunque tú lo sientes así y creas que razonas sus causas. ¿Por qué habría de ser yo parco con esta vida que es barata y no tiene ningún valor? Hay más marineros que barcos para ellos en el mar, más obreros que fábricas y máquinas para emplearlos— Bueno; tú que vives en tierra, sabes que relegáis a la gente pobre a los barrios infectos, que dejáis que el hambre y la peste se ceben en ellos, y que, a pesar de esto, siempre queda gente pobre que desea un mendrugo de pan y un pedazo de carne (que es vida destruida), y de los que no sabéis qué hacer.
Se dirigió hacia la escalera, pero volvió la cabeza para decir la última palabra:
—¿No sabes que el valor que tiene la vida es el que la misma vida se atribuye? Y se valúa con exceso, ya que por necesidad se la previene en favor de ella misma. Fíjate en el hombre que tenia yo allá arriba. Se sostenía como si hubiese sido un objeto precioso, un tesoro de más valor que diamantes y rubíes— ¿Por ti? No ¿Por mí? De ninguna manera— ¿Por él? Sí— Pero yo no acepto su apreciación. Se encarece a sí mismo de un modo lamentable— Hay vida en abundancia que no pide sino nacer. Si llega a caerse y a verter los sesos como la miel de un panal, para el mundo no hubiese sido ninguna pérdida; él no vale nada para el mundo La oferta es excesiva— Únicamente tiene valor para sí mismo, y para probar cuán ficticio es aún este valor después de muerto no se da cuenta de que se ha perdido— El solamente se estimaba en más que los diamantes y los rubíes, pero desaparecen los diamantes y rubíes arrastrados por un cubo de agua de mar y ni siquiera sabe que han desaparecido— Por tanto, no pierde nada, si con la pérdida de sí mismo pierde el conocimiento de la pérdida— ¿Lo ves? Y ahora, ¿qué tienes que decir a esto?
—Que, cuando menos, es usted consecuente —fue todo lo que pude decir, y continué lavando los platos.
Al fin, después de tres días de vientos variables, teníamos el contraalisio del Nordeste. Subí a cubierta tras una noche de reposo, a despecho de mi pobre rodilla, y encontré al Ghost corriendo con todas las velas desplegadas, excepto los foques, e impelido por un vientecillo de popa. ¡Oh, la maravilla del gran contraalisio! Navegamos todo el día y toda la noche y el día siguiente y el otro, día tras día, soplando siempre fuerte y constantemente el viento de popa. La goleta navegaba sola; no había necesidad de tirar de velas y jarcias, no había que mudar de sitio las gavias; los marineros no tenían más trabajo que el de gobernar. Cada día aumentaba el calor sensiblemente. De seis a ocho de la mañana, los marineros subían a cubierta desnudos y se rociaban unos a otros con cubos de agua. Ya empezaban a verse peces voladores, y durante la noche los hombres que estaban de guardia arriba, trataban de alcanzar a los que caían sobre la cubierta. Luego, debidamente sobornado, Thomas Mugridge los freía, embalsamando la cocina con tan delicioso aroma; otras veces servían en todo el barco carne de delfín, y Johnson, desde el extremo del bauprés, contemplaba la sorprendente belleza.
Johnson parece invertir todo el tiempo que le queda libre allí o arriba, en la cruz, para mirar al Ghost hender las aguas, bajo la presión de las velas. En sus ojos hay pasión, adoración, va de un lado a otro como un sonámbulo, contempla extasiado las velas hinchadas, la estela espumosa, las palpitaciones del barco y su carrera sobre las olas que avanzaban con nosotros en procesión majestuosa.
Los días y las noches son «toda una maravilla y un deleite violento" y a pesar de que mi horrible trabajo me deja poco tiempo, le robo algunos momentos para contemplar la gloria infinita de la que nunca imaginé pudiera estar el mundo poseído. Arriba, el cielo es de un azul inmaculado, azul como el mismo mar, el cual, bajo la gorja, tiene los reflejos del raso celeste. Cerrando el horizonte hay vellones de pálidas nubes Inmutables y quietas, que sirven de estuche a la uniforme turquesa del firmamento.
—Siempre perdurará en mí el recuerdo de esta noche que en vez de dormir me había recostado en el castillo de proa y miraba los rieles de espuma que abría el Ghost. Su sonido traía a la memoria el murmullo de una fuente al borbotar sobre las piedras y musgos de un arroyo; aquella cantilena me hizo olvidar mi condición y el sitio en que me hallaba, hasta el extremo que ya no fui Hump el grumete, ni Van Weyden, el hombre que durante treinta y cinco años había soñado entre libros. Pero una voz detrás de mí, la inconfundible voz de Wolf Larsen, fuerte, con la seguridad invencible del hombre y dulce al dar su justo valor a las palabras que citaba, me sacó de mi ensimismamiento.
¡Oh ardientes noches tropicales,
en que la estela es una cinta de luz
que retiene la tibia dulzura del cielo,
y la proa poderosa hiende el solar sembrado de planetas
que la ballena medrosa marca con su pasión!
El sol une sus láminas, ¡oh doncella!,
y el rocío pone las cuerdas en tensión;
pero nosotros avanzamos por el antiguo sendero,
nuestro sendero, el sendero del Más Allá,
nos inclinamos hacia el Sur por el Largo Sendero...
el camino que es siempre nuevo.