El lobo de mar (29 page)

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Authors: Jack London

—Buenos días, míster Van Weyden —dijo—. ¿Ha visto usted tierra ya?

—No —respondí—, pero nos aproximamos a ella a una velocidad de seis millas por hora.

Hizo un gesto de contrariedad.

—Lo cual equivale a ciento cuarenta y cuatro millas en veinticuatro horas —añadí para tranquilizarla.

Se iluminó su semblante.

—¿Y hemos de ir muy lejos?

—Siberia está por aquí —dije señalando hacia el Oeste—. Pero al Sudoeste, a unas seiscientas millas, está el Japón. Si dura este viento, haremos la travesía en cinco días.

—Y si hubiese temporal, ¿podría resistir el bote?

Tenía una manera peculiar de mirarle a uno a los ojos pidiendo la verdad, y así fue como me miró al hacerme la pregunta.

—Habría de ser un temporal muy fuerte —dije—. Pero de un momento a otro puede recogernos alguna goleta de caza. Las hay en abundancia en esta región del océano.

—¡Oh, está usted completamente helado! —exclamó—. Y en cambio yo bien abrigada.

—No sé qué hubiésemos resuelto de estar helándose usted también —repuse riendo.

—Pero no será así cuando yo aprenda a gobernar y aprenderé indudablemente.

Se sentó y comenzó a hacer su sencilla toilette. Soltóse la cabellera que se esparció como una nube de color castaño, cubriéndole el rostro y los hombros. ¡Delicioso cabello castaño, lleno de humedad! Hubiese deseado besarlo, dejarlo enroscarse en mis dedos, hundir mi rostro en él. Me extasié contemplándolo hasta que el bote al correr cara al viento y el aleteo de la vela me advirtieron que estaba descuidando mis deberes. He sido siempre idealista y romántico, a despecho de mi naturaleza analítica, y sin embargo, nunca hasta entonces había comprendido las características físicas del amor. Siempre había sostenido que el amor de hombre a mujer era algo sublime, relacionado únicamente con el espíritu, un lazo espiritual que atraía y encadenaba las almas. Los lazos de la carne tenían poca importancia en mi cosmos de amor, pero ahora estaba experimentando por mí mismo la dulce lección. El alma se transmutaba, se expresaba por medio de la carne; la vista la sensación, el roce del cabello de la amada, eran aliento, voz y esencia del espíritu, tanto como la luz que irradiaba de sus ojos y los pensamientos que salían de sus labios. Después de todo, el espíritu puro era impenetrable, era algo que se adivinaba, que se presentía únicamente, pero que no podía expresarse con palabras propias. Jehová era antropomórfico, porque podía dirigirse a los judíos en términos que ellos comprendiesen; así le concebían a su propia imagen en forma de nube de columna de fuego, de algo tangible, físico que pudiese alcanzar la mente de los israelitas.

Y así contemplaba yo el cabello castaño de Maud y le amaba aprendiendo más de amor que poetas y cantores me habían enseñado a través de sus cantos y sonetos. Se lo echó hacia atrás con un movimiento rápido y diestro y apareció su rostro sonriente.

—¿Por qué no llevarán siempre el pelo tendido las mujeres? —pregunté—. ¡Es tan hermoso!

—Si no se enredara tan horriblemente —dijo riendo—. ¡Ahora he perdido una de mis preciosas horquillas!

Descuidé el bote y dejé que el viento sacudiera la vela una y otra vez tanto era lo que gozaba siguiendo cada uno de sus movimientos mientras buscaba la horquilla por entre las mantas. Yo estaba sorprendido y encantado de que fuese tan femenina, y la manifestación de cada rasgo, de cada ademán, que era genuinamente femenino, me causaba una sensación de profundo placer. Y es que la había colocado demasiado alto en mi concepto, alejándola excesivamente del plano de la humanidad y de mí mismo. Había hecho de ella una criatura casi divina e inaccesible. Así fue, que saludé con delicia los pequeños rasgos que ante todo la proclamaban sólo mujer, tales como el movimiento de la cabeza al echar atrás la nube de cabello y la busca de la horquilla. Era, pues, mujer de mi clase, estaba en mi plano mismo, y la intimidad deliciosa entre hombre y mujer era posible, tanto como la reverencia y el respeto, en los que comprendía yo había de envolverla siempre.

Con un pequeño grito adorable encontró la horquilla, y yo volví por entero la atención a mi tarea de gobernar. Ensayé la manera de atar y sujetar el timón con cuñas, hasta que el bote se mantuvo perfectamente en la dirección del viento sin necesidad de mi asistencia. Alguna vez se ajustaba con exceso o se apartaba con demasiada libertad, pero pronto lograba restablecerlo y la mayor parte del tiempo se portaba muy satisfactoriamente.

—Y ahora vamos a desayunar —dije yo—. Pero antes tiene que abrigarse más.

Saqué una camisa recia, nueva, cogida en el almacén del barco confeccionada con el mismo material de las mantas. Yo ya conocía aquella clase de tejido tan espeso y tupido que podía resistir la lluvia durante horas sin que lo atravesara la humedad. Cuando se la hubo pasado por la cabeza, cambié la gorra de muchacho que llevaba por otra de hombre lo suficiente ancha para cubrirle el cabello, y si bajaba los bordes de ¡a misma le tapaba por completo el cuello y las orejas. El efecto era encantador. Su rostro era de los que no pueden estar sino bien en todas las circunstancias. Nada podía destruir su óvalo exquisito, sus líneas casi clásicas, el delicado arco de las cejas, sus grandes ojos pardos, claros y serenos, de una serenidad gloriosa.

Entonces precisamente nos sacudió un soplo algo más fuerte que los usuales. Sorprendió al bote cuando cruzaba oblicuamente la cresta de una ola. Sumergió de pronto la regala de la borda del combes embarcando un cubo de agua o cosa así. En aquel momento abría yo una lata de lengua, y salté a la escota, desatándola a tiempo. La vela aleteó y el bote recobró el rumbo que regulé en pocos minutos, después de lo cual volví a preparar el desayuno.

—Esto va bien al parecer, aunque no estoy versada en cosas de náutica —dijo ella con grave gesto de aprobación al ver mi ingenio para gobernar.

—Pero esto sólo servirá cuando naveguemos con el viento —expliqué—. Cuando corramos un poco más libremente con el viento de lado o en el cuartel, será necesario que esté en el timón.

—Debo advertirle que no entiendo estas palabras técnicas —dijo—, pero sí entiendo la conclusión, y no me gusta. Usted no puede gobernar de día y de noche por toda la eternidad. Así que después de almorzar espero recibir la primera lección, y entonces podrá usted tenderse a dormir. Estableceremos guardias lo mismo que hacen en los barcos.

—No sé cómo voy a enseñarle —protesté—. Si yo estoy aprendiendo precisamente. Al confiarse usted a mí, no pensó que carecía yo de experiencia con botes pequeños. Esta es la primera vez de mi vida que los manejo.

—Pues entonces aprenderemos juntos, y como usted ya tiene una noche adelantada, me enseñará lo que haya aprendido. Ahora, a almorzar. ¡Vaya, este aire abre el apetito!

—No hay café —dije con sentimiento, pasándole galletas untadas con manteca y una lonja de lengua en conserva—. Y tampoco tendremos té, ni sopa, ni nada caliente, hasta que desembarquemos en algún sitio, sea como fuere.

Después de aquel sencillo desayuno cubierto con una taza de agua fría, Maud recibió la primera lección en el arte de gobernar. Enseñándole a ella aprendía yo también mucho, aunque no hacia sino aplicar los conocimientos adquiridos navegando en el Ghost y observando a los remeros embarcados en los botes. Maud era una discípula apta, y pronto aprendió a mantener el rumbo, a orzar los soplos del aire y a desatar la escota en un caso de urgencia.

Habiéndose cansado al parecer de aquel trabajo, me abandonó el timón. Yo había doblado las mantas; pero ella las volvió a extender en el fondo. Cuando todo es. tuvo preparado y bien mullido, me dijo:

—Ahora, señor, a la cama, y dormirá usted hasta la hora del lunch. Hasta la hora de comer —corrigió, recordando la distribución del Ghost.

¿Qué podía hacer yo? Insistió diciendo: "Por favor, por favor" con lo cual le entregué el timón y obedecí. Cuando me deslicé en la cama preparada por sus manos, experimenté un verdadero deleite sensual. La serenidad y el dominio, que constituían una gran parte de su ser, parecía haberlos comunicado a las mantas, por lo que tuve la sensación de un sueño dulce y placentero y de un rostro ovalado y unos ojos pardos encuadrados en una gorra de marinero y moviéndose en un fondo tan pronto de nubes grises como de un mar ceniciento, y después tuve la impresión de haber estado dormido.

Miré el reloj. Era la una. ¡Había dormido siete horas! ¡Y durante todo este tiempo había estado ella gobernando! Cuando fui a coger el timón tuve que soltarle las manos yertas. Sus escasas fuerzas estaban agotadas y ni siquiera podía cambiar de postura. Me vi obligado a dejar la escota mientras la ayudaba a meterse en el nido de mantas y a calentarle las manos y los brazos.

—Estoy tan cansada —dijo al recobrar el aliento rápidamente y dejando caer la abrumada cabeza.

Pero un momento después ya se había enderezado.

—Ahora no me riña, no se atreva a reñirme —gritó desafiándome.

—No creo que mi cara tenga aspecto enojado —respondí seriamente—, porque le aseguro que no lo estoy lo más mínimo.

—Seré buena —dijo con el gesto de un niño travieso—. Le obedeceré como un marinero a su capitán.

—Entonces tiene usted que prometerme otra cosa.

—A ver.

—Que no dirá usted. "¡Por favor, por favor!" con demasiada frecuencia, pues al hacerlo, así, tiene por seguro el anulamiento de mi autoridad.

Se rió divertida. Ella también se había dado cuenta del poder de las palabras "¡Por favor, por favor!" al ser repetidas.

—Ya sé que no debo abusar de ello —me dijo.

Y con una risa muy débil dejó caer de nuevo la cabeza. Alargué la cuerda del timón lo bastante para poder arroparle los pies y taparle la cara con un solo pliegue de la manta. Por desgracia, no era robusta. Miré con recelo hacia el Sudoeste y pensé en las seiscientas millas de privaciones que nos aguardaban si es que no había otra cosa peor que privaciones. En aquel mar, de un momento a otro podría levantarse un temporal y destruirnos. Y sin embargo, yo no tenía miedo. Carecía de confianza en el porvenir, en extremo dudoso, y con todo, no me sentía avasallado por ningún temor. Todo saldría bien, me repetía incesantemente.

Por la tarde refrescó el viento, agitando al mar de una manera muy sensible; pero la provisión de alimento y los nueve depósitos de agua permitían al bote resistir los embates del viento, y yo me sostuve cuanto me fue posible. Después quité la cebadera, halé estrechamente el penol de la vela, y corrimos con lo que los marineros llaman "una pierna de carnero".

Al atardecer divisé el humo de un vapor en el horizonte a sotavento, y supuse que seria o bien un ruso o más probablemente el Macedonia, que seguiría buscando al Gosht. El sol no haba lucido en todo el día y había hecho un frío insoportable. Al llegar la noche, las nubes se hicieron más sombrías y el viento refrescó más aún, tanto, que cenamos con los mitones puestos.

En cuanto cerró la noche por completo, viento y mar habían llegado a ser demasiado fuertes para el bote y de no muy buena gana recogí la vela y me dispuse a confeccionar un áncora de resistencia. Había aprendido esta estratagema oyendo hablar a los cazadores, y el prepararla era empresa sencilla. Plegué la vela y la até fuertemente alrededor del mástil, del botalón, del palo de la cebadera y de dos pares de remos de reserva y la lancé al agua.

Una cuerda la mantenía unida a la proa, y como flotaba muy baja y estaba virtualmente resguardada del viento, derivaba con menos rapidez que el bote. Por consiguiente, sostenía la proa frente al viento, posición la más segura para no sumergirse cuando las olas rompen encima.

—¿Y ahora? —preguntó Maud alegremente, cuando hube terminado el trabajo y me ponía los mitones.

—Ahora ya no vamos hacia el Japón —respondí—. Llevamos la dirección Sudeste o Sudsudeste a la velocidad de dos millas por hora. Siento no haber traído el cronómetro y el sextante de Wolf Larsen. Dentro de poco no podremos conocer nuestra situación sin un error menor de quinientas millas.

Después le pedí perdón y le prometí que no volvería a descorazonarme. A petición suya, la dejé hacer la guardia hasta medianoche —eran las nueve entonces—, pero antes de acostarme la envolví en mantas y la cubrí con el impermeable. Sin embargo, no pude dormir más que a pequeños intervalos. El bote saltaba y se hundía al caer desde lo alto de las olas, y las oía precipitarse, salpicando continuamente el interior del barco. Y, con todo, no podía llamarse mala aquella noche, pensaba yo, comparada con las que había pasado a bordo del Ghost, y con las que tal vez nos esperaban en aquella cáscara de huevo. Su tablazón tendría un espesor de tres cuartos de pulgada, así que entre nosotros y el fondo del mar no mediaba sino una pulgada de madera.

Y no obstante, aseguro y aseguraré siempre que no tenía miedo. La muerte que Wolf Larsen y Thomas Mugridge me habían hecho temer ya no me asustaba. Al cruzarse Maud Brewster en mi vida, parecía haberla transformado. Después de todo, creo que es mejor amar que ser amado, puesto que introduce en la vida algo tan valioso que nos permite afrontar la muerte sin repugnancia. Me olvidé de mi propia vida por el amor de otra vida; y a pesar de ello, tal es la paradoja, nunca había deseado vivir tanto como ahora en que daba tan poco valor a mi propia vida. Nunca había tenido tantas razones para vivir como entonces, fue mi último pensamiento; y después, hasta que me dormí, contentéme tratando de penetrar la oscuridad hacia el lugar en que sabía se hallaba Maud, acurrucada en la popa, atenta al movimiento de las olas y pronta a llamarme en el primer instante de duda.

CAPITULO XXVIII

No creo necesario extenderme en el relato de nuestros sufrimientos durante los días que fuimos llevados de acá para allá a través del océano. Veinticuatro horas seguidas el viento sopló violentamente del Noroeste, luego se encalmó, y a medianoche se levantó de nuevo, pero del Sudoeste. Lo teníamos de cara, por lo que recogí el áncora de resistencia, coloqué la vela y volvimos a avanzar en dirección Sudsudeste. El viento no permitía seguir más que este rumbo o el Oesnorueste, pero los aires cálidos del Sur avivaron mi deseo de un mar más templado e influyeron en mi decisión.

Era medianoche, lo recuerdo bien, y la más oscura que he pasado en el mar, y durante tres horas, el viento que continuaba soplando del Sudoeste, se levantó furioso. obligándome otra vez a fijar el áncora de resistencia.

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