Authors: Jack London
Aquí, al menos,
seremos libres;
el Todopoderoso no tiene fundamento para su envidia;
no nos arrojará a otra parte; aquí reinaremos seguros;
y el gusto de reinar merece la ambición, aunque sea en el infierno;
mejor es reinar en el infierno que servir en el cielo.
Era la voz de reto de un espíritu poderoso. La cabina resonaba todavía con ella, mientras continuaba allí, balanceándose, radiante el rostro bronceado, la cabeza erguida y dominadora, y sus ojos dorados y masculinos, intensamente masculinos e insistentemente dulces relampagueaban sobre Maud, que se hallaba de pie junto a la puerta.
Y de nuevo apareció en los ojos de ella aquel terror inconfundible y repelente, cuando dijo casi en un murmullo:
—Usted es Lucifer.
Cerró la puerta y desapareció de nuestra vista. El permaneció todavía un momento con la mirada fija, y después se recobró y me dirigió la palabra.
—Voy a relevar a Louis en el timón —dijo bruscamente—, y le ruego venga usted luego a sustituirme Ahora váyase a dormir un rato.
Se puso un par de mitones, la gorra y subió la escalera, mientras yo seguí su consejo yéndome a la cama. Por alguna razón desconocida que se insinuó misteriosamente, no me desnudé, sino que me acosté completamente vestido. Aún escuché durante un minuto el tumulto de la bodega y me maravillé del amor que acababa de nacer en mí; pero mi sueño en el Ghost se había hecho más sano y natural, y pronto las canciones y los gritos se desvanecieron, se me cerraron los ojos y mi percepción se hundió en esa muerte aparente que es el sueño.
No puedo decir lo que me despertó, pero me hallé de pie fuera de la litera, con los ojos muy abiertos y el alma vibrante con la sensación del peligro, como estremecida por los sones de una trompeta. Abrí la puerta: la luz alumbraba débilmente la cabina, y vi a Maud, a mi Maud, luchando y retorciéndose entre los brazos poderosos de Wolf Larsen. Vi cómo se debatía y agitaba en vano apretando la cara contra el pecho de Wolf Larsen para huirle. Todo esto lo vi en el preciso instante en que me abalancé sobre él.
Cuando levantó la cabeza le golpeé el rostro con el puño, pero fue un golpe sin fuerza. Rugió como una fiera y me dio un empujón con la mano. No fue más que un empujón, un roce de la muñeca, pero tan tremenda era su fuerza, que caí hacia atrás como lanzado por una catapulta— Di contra la puerta del camarote que había sido de Thomas Mugridge, haciendo astillas los anaqueles con el choque de mi cuerpo. Logré levantarme y librarme con dificultad de la puerta destrozada, aunque sin notarme ninguna herida. Sólo me sentía dominado por el furor. Creo que también grité cuando tiré del cuchillo que llevaba en la cadera y me arrojé por segunda vez sobre él.
Mas algo había ocurrido. Estaban separados y vacilantes. Yo me hallaba junto a él con el cuchillo en alto, pero contuve el golpe. La extrañeza de aquel cambio me había dejado perplejo. Maud se apoyaba en la pared con una mano tendida en busca de sostén; y él, dando traspiés, se oprimía la frente y se cubría los ojos con la mano izquierda y con la derecha tanteaba en derredor suyo como si estuviera deslumbrado. Encontró la pared, y a este contacto su cuerpo pareció dar muestras de alivio físico y muscular, hallando de nuevo su situación, su posición en el espacio y algo en qué apoyarse.
Entonces volví a ver rojo— Con una claridad cegadora acudieron a mi mente todas sus injusticias, todas mis humillaciones, todo lo que me había hecho sufrir y hecho sufrir a los demás, toda la enormidad de la existencia de aquel hombre. Me arrojé sobre él como un ciego, como un loco, y le clavé el cuchillo en el hombro. Comprendí entonces que sólo le había herido en el músculo, pues sentí que el cuchillo le rozaba la paletilla, y lo levanté para hundirlo de nuevo.
Pero Maud había visto el primer golpe, y gritó: "¡No, no, por favor!".
Dejé caer el brazo un momento, un momento nada más. En seguida volvió a estar en alto el cuchillo, y sin duda alguna hubiese matado a Wolf Larsen de no haberse interpuesto ella. Me rodeó con los brazos y su cabello me rozó la cara. Mi pulso se agitó de una manera insólita, pero mi rabia creció con él. Maud clavó valientemente sus ojos en los míos.
—¡Deténgase por mí! —suplicó.
—¡Por usted le mataría! —exclamé, tratando de soltarme de sus brazos sin hacerle daño.
—¡Por favor! —dijo ella, y rozó ligeramente mis labios con sus dedos.
Hubiese podido besarlos, pero no me atreví, y aun entonces, en medio de mi furor, aquel contacto fue tan dulce...
—¡Por favor, por favor! —insistió, y con estas palabras acabó de desarmarme, como debía desarmarme siempre en lo sucesivo.
Retrocedí unos pasos, separándome de ella, y volvía a colocar el cuchillo en la vaina. Miré hacia Wolf Larsen, que continuaba oprimiéndose la frente y cubriéndose los ojos con la mano izquierda. Tenía la cabeza inclinada y parecía haberse quedado cojo. El cuerpo se le doblaba por la cintura y sus fuertes hombros, contraídos, se abatían hacia adelante.
—¡Van Weyden! —exclamó con voz bronca y algo asustada—. ¡Oh, Van Weyden! ¿Dónde está?
Dirigí una mirada a Maud, que no habló, pero asintió con la cabeza.
—Aquí estoy —dije, corriendo a su lado—. ¿Qué pasa?
—Acompañadme a una silla —dijo con la misma voz bronca y asustada—. Estoy enfermo, muy enfermo, Hump —añadió soltando mi brazo y dejándose caer en la silla.
Apoyó la cabeza encima de la mesa y se la cubrió con las manos. De vez en cuando la movía de atrás adelante a impulsos del dolor. Un momento que la levantó a medias, vi que tenía la frente, desde las raíces del cabello, cubierta de sudor.
—Estoy enfermo, muy enfermo —repetía sin cesar.
—¿Qué le pasa? —pregunté poniéndole la mano en el hombro—. ¿Qué puedo hacer por usted?
Pero sacudió la mano con un movimiento irritado, y durante un buen rato permanecí a su lado en silencio. Maud lo miraba todo con el semblante atemorizado. Nos era imposible imaginar lo que había sucedido.
—Hump —dijo al fin—, necesito acostarme— Ayúdame. Pronto estaré bien; son estos malditos dolores de cabeza, me parece— Siempre me han dado miedo. Tenía el presentimiento. No, no sé lo que me digo. Ayúdame a ir hasta la litera.
En cuanto estuvo acostado, volvió a hundir la cara entre las manos, tapándose los ojos y cuando volví para retirarme le oí murmurar:
—Estoy enfermo, muy enfermo.
Al salir, Maud me clavó una mirada interrogándome; yo dije, moviendo la cabeza.
—Algo le ha ocurrido, pero no puedo comprender de qué se trata. Me parece que por primera vez en su vida se siente débil y asustado. Debió sucederle antes de recibir la cuchillada, que por otra parte sólo le produjo una herida superficial. Usted habrá visto lo que le pasaba.
Ella negó con un gesto.
—No he visto nada. Esto es tan misterioso para mí como para usted— De pronto me soltó y se alejó titubeando. ¿Qué haremos? ¿Qué hago yo?
—Tenga la bondad de esperar hasta que yo vuelva —le respondí.
Subí a cubierta; en el timón estaba Louis.
—Puedes ir a proa y acostarte —dije, quitándoselo de la mano.
Obedeció diligente y me encontré sólo en la cubierta del Ghost. Con el mayor silencio posible recogí las gavias, arrié el contrafoque y la vela del estay, pasé el foque al otro lado y aflojé la vela mayor. Después bajé a la cabina donde se hallaba Maud. Me puse un dedo en los labios para indicarle que guardara silencio y entré en el cuarto de Wolf Larsen. Continuaba en la misma posición en que le había dejado y rodaba la cabeza de un lado a otro, como retorciéndose de dolor.
—¿Qué puedo hacer por usted? —le pregunté.
Al principio no contestó, pero al repetir la pregunta, respondió:
—No, no estoy bien— Déjame solo hasta mañana.
Pero en cuanto me volví noté que reanudaba el movimiento de la cabeza. Maud me esperaba pacientemente, y percibí, con un estremecimiento de alegría, la actitud majestuosa de 8u cabeza y la expresión de sus ojos serenos y gloriosos, que reflejaban la firmeza de su espíritu.
—¿Quiere usted confiarse a mí para un viaje de seiscientas millas aproximadamente? —le dije.
—¿Cree usted…? —comenzó, y comprendí que lo había adivinado todo.
—Sí, eso precisamente —repliqué—. No nos queda otro recurso que el bote.
—Esto lo hace por mí —advirtió ella—, porque usted sigue tan seguro aquí como antes.
—No, no tenemos otro recurso que el bote —reiteré con energía—. Tenga la bondad de vestirse lo más abrigada posible y hacer un paquete de todo lo que quiera llevar consigo. Y dese prisa —añadí cuando se dirigía a su camarote.
El lazareto estaba precisamente debajo de la cabina y abriendo la trampa del suelo, bajé alumbrándome con una vela y empecé a registrar el depósito del barco. Elegí especialmente los alimentos en conserva y cuando ya lo tuve dispuesto, unas manos voluntarias se tendieron desde arriba para recoger lo que yo les iba pasando.
Trabajamos en silencio. Hice provisión de mantas, mitones, impermeables, gorras y objetos similares del almacén. Esto de aventurarnos en un pequeño bote con un mar tan revuelto y tempestuoso, no era una aventura fácil, y ante todo, se hacía preciso defendernos del frío y de la humedad.
Nos enardecimos transportando nuestro robo a cubierta y depositándolo en el centro del barco. Con tal ardimiento trabajábamos, que Maud, cuyas fuerzas eran muy escasas, se rindió y tuvo que sentarse en los escalones de la toldilla y descansar. Con esto no logró recobrarse, y se tendió de espaldas sobre el duro entarimado con los brazos abiertos y el cuerpo todo relajado. Recordé que así me engañaba mi hermana, y no dudé de que pronto volvería a ser dueña de sí. Comprendí también que sería prudente llevar armas y entré de nuevo en el camarote de Wolf Larsen para coger su rifle y su escopeta de caza. Le hablé y no me contestó, pero no dormía y seguía rodando la cabeza de un lado a otro.
"Adiós, Lucifer", dije para mis adentros al cerrar la puerta con grandes precauciones.
Ahora había que hacerse con municiones, cosa fácil, a pesar de que para ello debía entrar en la bodega. Los cazadores tenían almacenadas allí las municiones que llevaban en los botes, y a pocos pies de distancia de su escandalosa orgía, me apoderé de dos cajas.
Luego había que arriar un bote, lo que no era tarea sencilla para un hombre solo. Una vez sueltas las amarras, icé primero la jarcia de proa después la de popa y el bote saltó por encima de la barandilla. Luego fui bajando un par de pies cada una de las cuerdas, hasta que quedó suspendido sobre el agua junto al costado de la goleta. Me aseguré de que contenía todo el equipo de remos, chumaceras y velas. El agua era de suma importancia y me apoderé de los depósitos de todos los botes. Había, nueve entre todos, y pensé que al mismo tiempo que tendríamos agua suficiente, nos serviría de lastre, aunque es posible que el bote fuese excesivamente cargado dada la generosa provisión que estaba haciendo de otras cosas.
Mientras Maud me largaba los paquetes, que yo iba colocando en el bote, un marinero subió del castillo de proa. Se quedó un rato en el lado de barlovento (nosotros nos hallábamos a sotavento), y después vagó lentamente por el centro del barco, donde volvió a detenerse cara al viento y de espaldas a nosotros. Cuando me acurruqué en el bote, pude oír los latidos de mi corazón. Maud se había echado en el suelo de la cubierta y comprendí que permanecía sin moverse a la sombra del baluarte. Pero el hombre no se volvió, y luego de estirar los brazos por encima de la cabeza y bostezar giró sobre sus talones y desapareció por la escotilla del castillo de proa.
Dos minutos bastaron para concluir de cargar el bote y acabé de bajarlo hasta la superficie del agua— Cuando ayudé a Maud a saltar la barandilla y percibí su cuerpo tan cerca del mío, necesité de toda la fuerza de mi voluntad para no gritar: "¡Te amo! ¡Te amo!" Al fin era cierto que Humphrey van Weyden estaba enamorado, pensé, sintiendo la presión de sus dedos en los míos mientras la bajaba al bote. En aquel momento en que me apoyaba con una mano en la barandilla y sostenía su peso con la otra, me sentí orgulloso de mi proeza. Unos meses antes, cuando me despedí de Charley Furuseth y embarqué para San Francisco a bordo del malhadado Martínez, no poseía yo una fuerza semejante.
Al elevarse el bote sobre una ola, sus pies alcanzaron el fondo y le solté las manos. Desaté las jarcias y salté tras ella. En mi vida había remado, pero coloqué los remos y a costa de grandes esfuerzos conseguí alejar el bote del Ghost. Después ensayé con la vela. Había visto muchas veces a los cazadores y remeros izar las cebaderas, pero ésta era la primera que lo intentaba yo. Lo que a ellos les costaba dos minutos a lo sumo, a mí me costó veinte, pero al fin logré izarla y orientarla y con el timón en la mano abarloé.
—Aquí, frente a nosotros, está el Japón —exclamé.
—Humphrey van Weyden —dijo ella—, es usted un valiente.
—No —respondí—; la que es valiente es usted— Guiados por un mismo impulso, volvimos la cabeza para ver al Ghost por última vez. Su casco se levantó e inclinó a barlovento sobre una ola; su velamen apareció a lo lejos en la oscuridad de la noche; el volante amarrado crujía cuando el timón oscilaba; después la visión y los ruidos del barco se fueron debilitando, y nos quedamos solos en aquel mar tenebroso.
Amaneció el día gris y frío. Empujaba el bote una brisa fresca, y la brújula indicaba que nos hallábamos en la ruta que debía conducirnos al Japón. Con todo y llevar gruesos mitones, tenía los dedos helados y me do. lían al empuñar la caña del timón. En los pies me atormentaba la mordedura del frío y deseaba fervorosamente que saliera el sol.
Maud se hallaba acostada en el fondo del bote, delante de mí. Ella, al menos, iba envuelta en buenas mantas. Con la de encima le había cubierto la cara para resguardarla del frío de la noche, así que no podía ver de ella sino los vagos contornos de su silueta y el cabello castaño que, al escaparse de las ropas que la tapaban, brillaban con la humedad de la atmósfera.
La contemplé largamente, deteniéndome en la única parte visible de su persona como sólo puede hacerlo un hombre que la juzga lo más precioso del mundo. Tan insistente era mi mirada, que al fin rebulló bajo las mantas, apartó el pliegue que le cubría la cara y me sonrió con los ojos todavía cargados de sueño.