La conjura de los necios
es una disparatada, ácida e inteligentísima novela. Pero no sólo eso, también es tremendamente divertida y amarga a la vez. La carcajada escapa por sí sola ante las situaciones desproporcionadas de esta gran tragicomedia. Ignatius J. Really es, probablemente, uno de los mejores personajes jamás creados y al que muchos no dudan en comparar con el Quijote. Más aún, es el antiprotagonista perfecto para una novela repleta de excelentes personajes, situados en la portuaria ciudad de Nueva Orleans, magistral Ignatius. Él es un incomprendido, una persona de treinta y pocos años que vive en la casa de su madre y que lucha por lograr un mundo mejor desde el interior de su habitación. Pero cruelmente se verá arrastrado a vagar por las calles de Nueva Orleans en busca de trabajo, obligado a adentrarse en la sociedad, con la que mantiene una relación de repulsión mutua, para poder sufragar los gastos causados por su madre en un accidente de coche mientras conducía ebria.
El autor,
John K. Toole
, consigue una crítica clase media. Logra mantener el interés del lector (incluso mayor en una segunda lectura que en la primera) con un abanico de personajes a cuál más desagradable. No deja títere con cabeza y, a través de la tortuosa y enrevesada personalidad de Ignatius, da un repaso a la época que le tocó vivir en un tono de burla que contrasta con la triste visión de las vidas de los personajes retratados. No encontramos únicamente una loca y angustiosa historia de crítica social, sino que el argumento engancha desde el comienzo. Momento en el que, como dice su protagonista, Fortuna hace girar su rueda hacia abajo y nunca sabemos cual es la desagradable sorpresa que nos depara el destino. A partir de aquí, unas situaciones enganchan con otras, al igual que lo van haciendo los personajes, y se va formando una enorme bola de nieve que terminará estallando al final de la novela.
Tras terminar
La conjura de los necios
, a sus 32 años, el autor intentó infructuosamente que la publicasen. Ello derivó en una profunda depresión que le condujo al suicidio. Gracias a la tenacidad e insistencia de su madre hoy podemos disfrutar de esta deliciosa obra galardonada con el Premio Pulitzer. También podemos encontrar publicada La Biblia De Neón, novela escrita cuando el autor tenía 16 años.
John Kennedy Toole
La conjura de los necios
ePUB v1.1
GONZALEZ12.02.12
Titulo original:
A Confederacy of Dunces
Traducción: J.M. Álvarez Flórez y Ángela Pérez
© John Kennedy Toole, 1980
PRÓLOGOCuando en el mundo aparece un verdadero genio,
puede identificársele por este signo:
todos los necios se conjuran contra él.
Johnathan Swift
«THOUGHTS ON VARIOUS SUBJECTS,
MORAL AND DIVERTING»
Quizás el mejor modo de presentar esta novela (que en una tercera lectura me asombra aún más que en la primera) sea explicar mi primer contacto con ella. En 1976, yo daba clases en Loyola y, un buen día, empecé a recibir llamadas telefónicas de una señora desconocida. Lo que me proponía esta señora era absurdo. No se trataba de que ella hubiera escrito un par de capítulos de una novela y quisiera asistir a mis clases. Quería que yo leyera una novela que había escrito su hijo (ya muerto) a principios de la década de 1960. ¿Y por qué iba a querer yo hacer tal cosa?, le pregunté. Porque es una gran novela, me contestó ella.
Con los años, he llegado a ser muy hábil en lo de eludir hacer cosas que no deseo hacer. Y algo que evidentemente no deseaba era tratar con la madre de un novelista muerto; y menos aún leer aquel manuscrito, grande, según ella, y que resultó ser una copia a papel carbón, apenas legible.
Pero la señora fue tenaz; y, bueno, un buen día se presentó en mi despacho y me entregó el voluminoso manuscrito. Así, pues, no tenía salida; sólo quedaba una esperanza: leer unas cuantas páginas y comprobar que era lo bastante malo como para no tener que seguir leyendo. Normalmente, puedo hacer precisamente esto. En realidad, suele bastar con el primer párrafo. Mi único temor era que esta novela concreta no fuera lo suficientemente mala o fuera lo bastante buena y tuviera que seguir leyendo.
En este caso, seguí leyendo. Y seguí y seguí. Primero, con la lúgubre sensación de que no era tan mala como para dejarlo; luego, con un prurito de interés; después con una emoción creciente y, por último, con incredulidad: no era posible que fuera tan buena. Resistiré la tentación de explicar al lector cuál fue lo primero que me dejó boquiabierto, qué me hizo sonreír, reír a carcajadas, mover la cabeza asombrado. Es mejor que el lector lo descubra por sí mismo.
He aquí a Ignatius Reilly, sin progenitor en ninguna literatura que yo conozca (un tipo raro, una especie de Oliver Hardy delirante, Don Quijote adiposo y Tomás de Aquino perverso, fundidos en uno), en violenta rebeldía contra toda la edad moderna, tumbado en la cama con su camisón de franela, en el dormitorio de su hogar de la Calle Constantinopla de Nueva Orleans, llenando cuadernos y cuadernos de vituperios entre gigantescos accesos de flato y eructos.
Su madre opina que necesita salir a trabajar. Lo hace y desempeña una serie de trabajos, cada uno de los cuales se convierte en seguida en una aventura disparatada, en un desastre total; sin embargo, todos estos casos, tal como sucede con Don Quijote, poseen una extraña lógica propia.
Su novia, Myrna Minkoff, del Bronx, cree que lo que Ignatius necesita es sexo. Las relaciones de Myrna e Ignatius no se parecen a ninguna historia «chico-encuentra-chica» que yo conozca.
Otro aspecto a destacar en la novela de Toole es el reflejo de las particularidades de Nueva Orleans, sus callejuelas, sus barrios apartados, sus peculiaridades lingüísticas, sus blancos étnicos... y un negro con el que Toole logra casi lo imposible, un soberbio personaje cómico, de gran talento y habilidad, sin el menor rastro de caricatura racista.
No obstante, el mayor logro de Toole es el propio Ignatius Reilly, intelectual, ideólogo, gorrón, holgazán, glotón, que debería repugnar al lector por sus gargantuescos banquetes, su retumbante desprecio y su guerra individual contra todo el mundo: Freud, los homosexuales, los heterosexuales, los protestantes y todas las abominaciones de los tiempos modernos. Imaginemos a un Tomás de Aquino trastornado en una Nueva Orleans desde donde hace una disparatada correría cruzando los pantanos hasta la universidad estatal de Louisiana, a Baton Rouge, donde le roban la chaqueta de maderero mientras está sentado en el retrete de caballeros de la facultad, abrumado por elefantíacos problemas gastrointestinales. A Ignatius se le cierra periódicamente la válvula pilórica como reacción a la ausencia de una «geometría y una teología adecuadas» en el mundo moderno.
No sé si utilizar el término comedia (aunque comedia es), pues el hacerlo implicaría que se trata simplemente de un libro divertido, y esta novela es muchísimo más. Decir que es una gran farsa estruendosa de dimensiones falstaffianas sería una descripción más exacta, se aproximaría mucho más al término
commedia
.
También es triste. Y uno nunca sabe exactamente de dónde viene la tristeza, si de la tragedia que hay en el corazón de las grandes cóleras gaseosas y las lunáticas aventuras de Ignatius, o de la tragedia que rodea al propio libro.
La tragedia del libro es la tragedia del autor: su suicidio en 1969, a los treinta y dos años. Y otra tragedia es la posible gran obra que con su muerte se nos ha negado.
Es una verdadera lástima que John Kennedy Toole ya no esté entre nosotros, escribiendo. Pero nada podemos hacer, salvo procurar que al fin esta tragicomedia humana, tumultuosa y gargantuesca, pueda llegar a un mundo de lectores.
WALKER PERCY
Hay un acento propio de la ciudad de Nueva Orleans... asociado con el núcleo central de Nueva Orleans, sobre todo con el distrito Tercero, alemán e irlandés, que es difícil de diferenciar del acento de Hoboken, Jersey City, y Astoria, Long Island, donde se ha refugiado la inflexión Al Smith, extinta en Manhattan. El motivo, como cabría esperar, es que gentes del mismo origen que las que llevaron ese acento a Manhattan lo impusieron en Nueva Orleans.
—En eso tiene usted razón. Nosotros somos mediterráneos. Yo nunca he estado en Grecia ni en Italia, pero estoy seguro de que allí me sentiría como en casa nada más desembarcar.
También él se sentiría en casa, pensé. Nueva Orleans se parece más a Genova o a Marsella, o a Beirut, o a la Alejandría egipcia que a Nueva York, aunque todos los puertos de mar se parezcan entre sí más de lo que puedan parecerse a ninguna ciudad del interior. Nueva Orleans, como La Habana y Puerto Príncipe, está dentro del ámbito del mundo helenístico que nunca rozó siquiera al Atlántico Norte. El Mediterráneo, el Caribe y el Golfo de México forman un mar homogéneo, aunque interrumpido.
A. J. Liebling,
THE EARL OF LOUISIANA
Una gorra de cazador verde apretaba la cima de una cabeza que era como un globo carnoso. Las orejeras verdes, llenas de unas grandes orejas y pelo sin cortar y de las finas cerdas que brotaban de las mismas orejas, sobresalían a ambos lados como señales de giro que indicasen dos direcciones a la vez. Los labios, gordos y bembones, brotaban protuberantes bajo el tupido bigote negro y se hundían en sus comisuras, en plieguecitos llenos de reproche y de restos de patatas fritas. En la sombra, bajo la visera verde de la gorra, los altaneros ojos azules y amarillos de Ignatius J. Reilly miraban a las demás personas que esperaban bajo el reloj junto a los grandes almacenes D. H. Holmes, estudiando a la multitud en busca de signos de mal gusto en el vestir. Ignatius percibió que algunos atuendos eran lo bastante nuevos y lo bastante caros como para ser considerados sin duda ofensas al buen gusto y la decencia. La posesión de algo nuevo o caro sólo reflejaba la falta de teología y de geometría de una persona. Podía proyectar incluso dudas sobre el alma misma del sujeto.
Ignatius vestía, por su parte, de un modo cómodo y razonable. La gorra de cazador le protegía contra los enfriamientos de cabeza. Los voluminosos pantalones de tweed eran muy duraderos y permitían una locomoción inusitadamente libre. Sus pliegues y rincones contenían pequeñas bolsas de aire rancio y cálido que a él le complacían muchísimo. La sencilla camisa de franela hacía innecesaria la chaqueta, mientras que la bufanda protegía la piel que quedaba expuesta al aire entre las orejeras y el cuello. Era un atuendo aceptable, según todas las normas teológicas y geométricas, aunque resultase algo abstruso, y sugería una rica vida interior.
Cambiando el peso del cuerpo de una cadera a otra a su modo pesado y elefantíaco, Ignatius desplazó oleadas de carne que se ondularon bajo el tweed y la franela, olas que rompieron contra botones y costuras. Una vez redistribuido el peso de este modo, consideró el gran rato que llevaba esperando a su madre. Consideró en especial el desasosiego que estaba empezando a sentir. Parecía que todo su ser estuviera a punto de estallar, desde las hinchadas botas de ante, y, como para verificarlo, Ignatius desvió sus ojos singulares hacia los pies. Los pies parecían hinchados, desde luego. Estaba decidido a ofrecer la visión de aquellas botas hinchadas a su madre como prueba de la desconsideración con que le trataba. Al alzar la vista, vio que el sol empezaba a descender sobre el Mississippi al fondo de la Calle Canal. El reloj de Holmes marcaba casi las cinco. Ignatius estaba puliendo ya unas cuantas acusaciones cuidadosamente estructuradas, destinadas a inducir a su madre al arrepentimiento o, por lo menos, a la confusión. Tenía que mantenerla en su sitio.