«Bueno, así que voy y le digo a ese poli que tengo un trabajo remunerao, que me deje en paz, voy a decirle que he encontrao a una humanitaria que me paga veinte dólares a la semana, y él va y dice: "Qué bien, muchacho, cuánto me alegro de que te hayas corregío". Y yo le digo: "¡Sí, señó!". Y dice él: "Ahora, puede que te convierta en miembro de la comunidá". Y le digo: "Sí, me he encontrao un trabajo de negro y un salario de negro. Ahora ya soy un auténtico miembro de la comunidá. Ahora soy un negro real no un vagabundo. Sólo un negro". ¡Juá! ¿Qué diferencia hay?»
La vieja tocó el timbre y se levantó del asiento, evitando meticulosamente cualquier contacto con la anatomía de Jones, que la veía maniobrar desde el distanciamiento de los cristales verdes.
«Fíjate. Se cree que tengo la sífilis y la tuberculosis y que estoy empalmao y que voy a descuartizarla con una navaja barbera y róbale el bolso. ¡Juá!»
Las gafas de sol vieron a la mujer bajar del autobús y quedarse entre un grupo que esperaba en la parada. Detrás de aquella gente había un altercado. Un hombre con un periódico enrollado en la mano estaba pegándole a otro de larga barba pelirroja y bermudas, El hombre de la barba le pareció conocido. Jones se sintió inquieto. Primero aquel fantasma de la gorra verde y ahora aquel individuo a quien no podía identificar.
Apartó la vista de la ventanilla cuando el hombre de barba pelirroja se alejaba corriendo, y abrió la revista Life que le había dado Darlene. En el Noche de Alegría, al menos Darlene había sido amable con él. Darlene estaba suscrita a Life porque quería cultivarse y, al darle a Jones la revista, había sugerido que quizá pudiera serle también útil. Jones intentó adentrarse por un editorial sobre la política norteamericana en Extremo Oriente, pero lo dejó hacia la mitad, preguntándose cómo aquello podría ayudar a Darlene a convertirse en una exótica, que era el objetivo al que ella había aludido una y otra vez. Pasó a los anuncios, pues eran las cosas que le interesaban de la revista. La selección de aquella revista era excelente. Le gustó mucho el anuncio de Seguros de Vida Etna, con la fotografía de la maravillosa casa que acababa de comprarse una pareja. El hombre de Loción para el afeitado YARDLEY parecía un tipo rico y desenvuelto. En eso podía ayudarle la revista. El quería tener el mismo aspecto que aquellos individuos.
«Cuando Fortuna hace girar su rueda hacia abajo, vete al cine y disfruta más de la vida.» Ignatius estaba a punto de decirse esto, cuando recordó que iba al cine casi todas las noches, girase como girase la rueda de la Fortuna.
Estaba sentado allí muy atento, en la oscuridad del Prytania, a pocas filas de la pantalla, y su cuerpo llenaba el asiento y se derramaba por los dos contiguos. En el asiento de la derecha había colocado el abrigo, tres chocolatinas y dos bolsas suplementarias de palomitas de maíz, meticulosamente enrolladas para que las palomitas se conservaran calientes y crujientes. Ignatius comía de otra bolsa de palomitas y miraba absorto los avances de las próximas películas. Una de ellas parecía bastante mala, pensó, lo suficiente para hacerle volver al Prytania de allí a pocos días. Luego, la pantalla se iluminó en amplio tecnicolor, rugió el león y parpadeó en la pantalla el título de la atrocidad, ante la milagrosa mirada de sus ojos azules y amarillos. Se le inmovilizó la cara, la bolsa de palomitas empezó a temblar. Al entrar en el cine, se había abotonado cuidadosamente las dos orejeras en la parte de arriba de la gorra y ahora la estridente partitura de la película musical asaltaba sus oídos desnudos desde una multitud de altavoces. Escuchó la música, captó dos canciones populares que le desagradaban en especial y examinó detenidamente el reparto para ver si descubría nombres de actores que le repugnasen.
Terminado el reparto, comprobó que varios de los actores, el compositor, el director, el peluquero y el ayudante de producción eran todos ellos individuos cuya labor le había enfurecido repetidas veces en el pasado; apareció en el tecnicolor una escena de varios extras trabajando alrededor de una carpa de circo. Ignatius examinó ávidamente el grupo y localizó a la heroína de pie junto a una de las escenas marginales.
—¡Oh, Dios mío! —gritó—. Allí está.
Los niños de las filas de delante de él se volvieron y miraron, Pero Ignatius no se fijó en ellos. Los ojos azules y amarillos seguían a la heroína, que llevaba animosa un cubo de agua a lo que resultó ser su elefante.
—Va a ser peor de lo que pensaba —dijo al ver el elefante.
Se llevó la bolsa de palomitas vacía a los labios gordos, la hinchó y esperó, los ojos relumbrantes por los reflejos del tecnicolor. Batió un timbal y la banda sonora se llenó de violines. La heroína e Ignatius abrieron la boca simultáneamente, ella para cantar, él en un gruñido. Y en la oscuridad, se encontraron violentamente dos manos temblorosas. La bolsa de palomitas explotó con un bang. Los niños chillaron.
—¿Qué es ese ruido? —preguntó la mujer del bar al encargado.
—Es que ha venido también esta noche —dijo el encargado señalando la voluminosa silueta que se perfilaba sobre la pantalla.
El encargado bajó por el pasillo hasta las primeras filas, donde redoblaban los chillidos. Los niños, una vez disipado su miedo competían chillando a cual más. Ignatius escuchaba aquellas estremecedoras vocecitas atipladas y las risas, y se regocijaba en su tenebrosa madriguera. Con unas cuantas amenazas suaves, el encargado tranquilizó a las primeras filas, y luego miró hacia el extremo en el que se alzaba la figura aislada de Ignatius, como un gran monstruo entre las cabecitas. Pero sólo fue obsequiado con un perfil rechoncho. Los ojos que brillaban bajo la visera verde seguían a la heroína y a su elefante por la amplia pantalla hacia el interior de la carpa del circo.
Ignatius estuvo callado un rato, reaccionando al argumento con sólo algún esporádico bufido apagado. Luego, subió a los trapecios lo que parecía el reparto completo de la película. En primer término, en un trapecio, la heroína. Se columpió en el aire a ritmo de vals. Sonrió en un inmenso primer plano. Ignatius inspeccionó sus dientes, buscando cavidades y empastes. La heroína extendió una pierna. Ignatius inspeccionó rápidamente sus contornos buscando algún defecto estructural. La heroína empezó a cantar diciendo que había que luchar sin desánimo una y otra vez hasta lograr el triunfo. Ignatius se estremeció cuando se hizo patente la filosofía de la canción. Examinó detenidamente cómo estaba sujeta al trapecio, con la esperanza de que la cámara registrase su caída fatal al serrín que se veía al fondo, muy abajo.
En el segundo coro, se unieron todos a la canción, sonriendo todos y cantando libidinosamente por el triunfo final mientras se columpiaban, aleteaban, planeaban.
—¡Oh, Dios mío! —gritó Ignatius, incapaz ya de contenerse; las palomitas de maíz le cayeron por la camisa y se le amontonaron en los pliegues de los pantalones—. ¿Qué degenerado fabricó este aborto?
—Silencio —dijo alguien detrás de él.
¡Esos subnormales sonrientes! ¡Ojalá se rompieran las cuerdas! —Ignatius agitó las pocas palomitas que le quedaban en la última bolsa—. Gracias a Dios que ha terminado la escena.
Cuando pareció iniciarse una escena de amor, se levantó de un salto del asiento y salió ruidosamente pasillo adelante hasta el bar, a por más palomitas, pero cuando regresó al asiento, las dos grandes imágenes rosadas apenas si estaban empezando a besarse.
—Seguro que tienen halitosis —proclamó Ignatius por encima de las cabezas de los niños—. ¡No quiero ni pensar en los obscenos lugares en que habrán estado antes esas bocas!
—Tendrá usted que hacer algo —le dijo lacónicamente la mujer del bar al encargado—. Esta noche está peor que nunca.
El encargado suspiró y miró al fondo del pasillo, donde Ignatius mascullaba:
—Oh, Dios mío, están los dos lamiendo dientes postizos y podridos, seguro.
Ignatius recorrió tambaleante el camino de ladrillos de su casa, subió los escalones laboriosamente, llamó al timbre. Una rama del banano muerto había expirado y se había desplomado rígida sobre la capota del Plymouth.
—Ignatius, hijito —gritó la señora Reilly cuando abrió la puerta—. ¿Qué te pasa? Parece que estuvieras muriéndote.
—Se me cerró la válvula en el tranvía.
—Ay, Señor, Señor, entra en seguida, que hace mucho frío.
Ignatius se arrastró penosamente hasta la cocina, se derrumbó en una silla.
—El director de personal de esa compañía de seguros me trató muy ofensivamente.
—¿No conseguiste el trabajo?
—Pues claro que no conseguí el trabajo.
—¿Qué pasó?
—Preferiría no comentarlo.
—¿Fuiste a los otros sitios?
—No, evidentemente. ¿Tú crees que estoy en condiciones de complacer a posibles patronos? Tuve el buen gusto de venirme a casa lo antes posible.
—No agaches las orejas, hijo mío.
—Yo nunca agacho las orejas, madre.
—No te enfades, hijo. Encontrarás un buen trabajo. Sólo llevas unos días buscando —dijo su madre y luego le miró—. Ignatius, cuando hablaste con ese hombre de la compañía de seguros, ¿llevabas puesta esa gorra?
—Pues claro. En aquella oficina no había una calefacción como es debido. No sé cómo los empleados de esa empresa logran mantenerse vivos si tienen que exponerse día tras día a un frío semejante. Y luego, aquellos tubos fluorescentes asándoles los sesos y cegándoles. No me gustó nada aquella oficina. Intenté explicarle al jefe de personal los inconvenientes del lugar, pero no pareció interesarle mucho. Y acabó adoptando una actitud francamente hostil —soltó un eructo monstruoso—. Sin embargo, ya te dije yo que pasaría esto. Soy un anacronismo. La gente se da cuenta y les fastidia.
—Vamos, muchacho, tienes que mirar hacia arriba.
—¿Mirar hacia arriba? —repitió Ignatius con ferocidad—. ¿Quién ha estado sembrando esa basura antinatural en tu mente?
—El señor Mancuso.
—¡Oh, Dios santo! Debería haberlo imaginado. ¿Es él el ejemplo del «mirar hacia arriba»?
—Deberías conocer la vida de ese pobre hombre. Deberías saber lo que el sargento de esa comisaría está intentando...
—¡Basta! —Ignatius se tapó una oreja y dio un puñetazo en la mesa—. No escucharé ni una palabra más sobre ese hombre. Han sido los Mancuso del mundo los que a través de los siglos han provocado las guerras y esparcido las enfermedades. De repente, el espíritu de ese malvado invade esta casa. ¿Se ha convertido en tu Sven-gali?
—Ignatius, contrólate.
—Me niego a «mirar hacia arriba». El optimismo me da náuseas. Es perverso. La posición propia del hombre en el universo, desde la Caída, ha sido la de la miseria y el dolor.
—Yo no me siento mísera.
—Lo eres.
—No, no lo soy.
—Sí, lo eres.
—
No lo soy
, Ignatius. No me siento triste. Si me sintiese triste, te lo diría.
—Si yo hubiera demolido propiedad privada en estado de embriaguez y con ello hubiera arrojado a mi hijo a los lobos, estaría dándome golpes de pecho y gimiendo. Estaría arrodillada hasta que me sangraran las rodillas, como penitencia. Por cierto, ¿qué penitencia te puso el sacerdote por tu pecado?
—Tres avemarías y un padrenuestro.
—¿Nada más? —aulló Ignatius—. ¿Le explicaste lo que hiciste, que interrumpiste una obra crítica de gran importancia?
—Fui a confesarme, Ignatius. Se lo expliqué todo al padre. Y él me dice «No me parece culpa suya, querida. Creo que lo único que pasó fue que el coche patinó un poquito porque la calle estaba mojada». Así que le expliqué lo tuyo. Le dije «Mi hijo dice que soy la que le impide escribir en sus cuadernos. Lleva casi cinco años escribiendo esa historia». Y el padre va y dice, «¿Sí? Bueno, no me parece tan importante. Dígale que salga de casa y vaya a trabajar»
—Cómo voy a apoyar yo a la iglesia moderna, es imposible —exclamó Ignatius—. Deberían haberte azotado allí mismo, en el confesionario.
—Bueno, Ignatius, mañana volverás a buscar trabajo. Hay muchísimo trabajo en la ciudad. Estuve hablando con la señorita Marie-Louise, esa vieja que trabaja en el German's, tiene un hermano tullido, con un sonofone. Es un poco sordo, ¿sabes? Pues se consiguió un trabajo estupendo en eso de las Industrias Buenavoluntad.
—Quizá debería probar ahí.
—¡Ignatius! Sólo contratan a ciegos y subnormales para hacer escobas y cosas así.
—Estoy seguro de que son unos compañeros de trabajo agradabilísimos.
—Miraremos en el periódico de la tarde. ¡Puede que encontremos un buen trabajo!
—Si he de salir mañana, no me iré de casa tan temprano. Me he sentido muy desorientado por el centro.
—Pero sí no saliste hasta después de comer.
—Pues aun así no coordinaba bien del todo. Anoche tuve varias pesadillas. Desperté magullado y murmurando.
—Mira, escucha. He estado viendo este anuncio en el periódico todos los días —dijo la señora Reilly, acercando mucho el periódico a los ojos—. «Hombre limpio y muy trabajador...»
—Qué será eso de muy trabajador...
—«Limpio y muy trabajador, de confianza, calado...»
—«Callado». Trae acá eso —dijo Ignatius, arrebatándole el periódico a su madre—. Es una pena que no pudieras completar tu educación. No sabes ni leer.
—Papá era muy pobre.
—¡Por favor! No podría soportar otra vez esa triste historia «Hombre limpio, muy trabajador, de fiar, callado». ¡Santo Dios! ¿Pero qué clase de monstruo quieren? Creo que jamás podría trabajar en una institución con semejante visión del mundo.
—Lee los otros, hijito.
—«Trabajo de oficina. Veinticinco-treinta y cinco años. Presentarse en Levy Pants, Industrial, Canal & River, entre las ocho y las nueve». Bueno, esto queda descartado. Jamás podría llegar allí antes de las nueve.
—Cariño, si tienes que trabajar, tendrás que levantarte temprano.
—No, madre —Ignatius tiró el periódico encima del horno—. Me abrumaría tal cosa. Yo no podría sobrevivir a un trabajo de este tipo. Creo que sería mucho más agradable repartir periódicos, por ejemplo.
—Ignatius, un hombre como tú no puede andar por ahí en bicicleta repartiendo periódicos.
—Claro, pero tú podrías llevarme en coche y yo iría tirando los periódicos por la ventanilla de atrás.
—Escucha, hijo —dijo furiosa la señora Reilly—. Mañana tienes que ir a ver a esos anuncios. Lo digo en serio. Lo primero que harás será ir a este sitio. Basta de juegos, Ignatius. Te conozco.