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Authors: John Kennedy Toole

Tags: #Humor

La conjura de los necios (11 page)

—Llevo años esperando la jubilación, pero siempre me dicen que me falta un año. Te hacen trabajar hasta que te desplomas —la señorita Trixie jadeó; luego, perdiendo interés por la jubilación, añadió—: Con lo bien que me habría venido aquel pavo.

Empezó a rebuscar en una de sus bolsas.

—¿Puede usted empezar a trabajar hoy? —preguntó el señor González a Ignatius.

—Creo que no hemos hablado aún respecto al salario y demás. ¿No es ése el procedimiento normal en esta época? —preguntó condescendiente Ignatius.

—Bueno, el trabajo de archivo, que es el que usted hará, porque nos hace mucha falta alguien en los archivos, tiene asignado un salario de sesenta dólares a la semana; los días que no venga usted por enfermedad, etc., se deducirán de su salario semanal.

—Desde luego, es muy inferior al salario que yo esperaba —el tono de Ignatius era descomunalmente engolado—. Tengo una válvula que pasa por vicisitudes que pueden obligarme a guardar cama algunos días. Además, solicitan mis servicios en este momento varias organizaciones más atractivas. Debo considerar primero esas otras posibilidades.

—Pero, escuche —dijo confidencialmente el jefe administrativo—, la señorita Trixie sólo gana cuarenta dólares a la semana, y no me negará usted que tiene cierta antigüedad en la empresa.

—Parece muy antigua, sí —dijo Ignatius, viendo a la señorita Trixie esparcir los contenidos de su bolsa sobre la mesa y rebuscar entre los trapos—. ¿No tiene ya la edad de jubilación?

—Schisss —dijo el señor González—. La señora Levy no nos deja jubilarla. Cree que para la señorita Trixie es mejor seguir activa. La señora Levy es una señora culta e inteligente. Ha hecho un curso de psicología por correspondencia —el señor González dejó que Ignatius asimilara bien esto—. Ahora, volviendo a lo anterior, tiene usted suerte de empezar con el salario que le he dicho. Todo esto forma parte del Plan Levy Pants de inyectar sangre fresca en la empresa. La señorita Trixie, por desgracia, fue contratada antes de que se iniciara este plan. En fin, el plan no tenía efectos retroactivos y, por tanto, no la afecta a ella.

—Lamento desilusionarle, caballero, pero me temo que no es el salario adecuado. Un magnate del petróleo está pasándome por la cara miles de dólares con el propósito de tentarme para que acepte ser su secretario personal. De momento, estoy intentando decidir si puedo o no aceptar la visión materialista del mundo de ese sujeto. Sospecho que al final acabaré diciéndole que sí.

—Incluiremos veinte centavos al día para transporte —suplicó el señor González.

—Bueno, eso cambia las cosas —concedió Ignatius—. Aceptaré el trabajo provisionalmente. He de admitir que el Plan Levy Pants ejerce sobre mí un cierto atractivo.

—Oh, eso es maravilloso —exclamó el señor González—. Le encantará trabajar aquí, ¿verdad que sí, señorita Trixie?

La señorita Trixie estaba demasiado ocupada con sus trapos para contestar.

—Me parece raro que no me haya preguntado usted siquiera el nombre —masculló Ignatius.

—Ay, Dios mío. Se me olvidó por completo. ¿Quién es usted?

Aquel día apareció otro administrativo, la mecanógrafa. Una mujer telefoneó para decir que había decidido dejar el trabajo y seguir en el paro. Los otros ni siquiera llamaron a Levy Pants.

IV

—Quítese esas gafas. ¿Cómo demonios puede ver toda la basura que hay en el suelo?

—¿Y quién quiere verla?

—Le digo que se quite las gafas, Jones.

—Las gafas se quedan donde están —Jones golpeó con la escoba uno de los taburetes de la barra—. Por veinte dólares a la semana, no pué pensá que está aquí dirigiendo una plantación.

Lana Lee empezó a colocar una tira de goma alrededor de una pila de billetes y a hacer pequeños montoncitos de monedas con lo que sacaba de la caja registradora.

—Deje de dar con la escoba en la barra —chilló—. Maldita sea, está poniéndome nerviosa.

—Si quiere usté barrio silencioso, contrate a una vieja. Yo hago barrio joven.

La escoba volvió a golpear la barra varias veces. Luego, la nube de humo y la escoba se alejaron.

—Debería decí a sus clientes que usaran el cenicero, debía deciles que tiene aquí a un hombre trabajando por meno del salario mínimo. A lo mejó, si se lo dice, son un poco más consideraos.

—Debería alegrarse de que le diese una oportunidad, muchacho —dijo Lana Lee—. En estos tiempos, hay por ahí la tira de chicos de color buscando trabajo.

—Sí, y también hay muchos chicos de coló que se hacen vagabundos cuando ven los salarios que ofrece la gente. A veces, pienso que pá un negro es mejó sé vagabundo.

—Debería alegrarse de estar trabajando.

—Caigo de rodillas toas las noches.

La escoba golpeó una mesa.

—Cuando acabe de barrer, dígamelo —dijo Lana Lee—. Quiero que me haga un recadito.

—¿Recadito? ¡Vamos! Creí que éste era un trabajo de barré y limpia el polvo —Jones lanzó una formación de cúmulos—. ¿Y qué mierda de recao es ése?

—Óigame, Jones —Lana Lee colocó un canutillo de monedas en la caja registradora y anotó una cifra en una hoja de papel—. No tengo más que telefonear a la policía e informar de que ya no tiene usted trabajo, ¿qué le parece?

—Pues que yo voy y le digo a la policía que el Noche de Alegría es un burdel disfrazao. Caí en una trampa cuando vine a trabaja aquí. ¡Vamos, hombre! Ahora sólo estoy esperando a conseguí una prueba. Cuando la consiga, iré a contalo tó a la comisaría.

—Cuidadito con esa lengua.

—Los tiempos han cambiao —dijo Jones, ajustándose las gafas—. Ya no se puede asusta a los negros. No tengo más que habla con la gente, y en seguida se forma aquí una cadena humana a la puerta y le arruino el negocio, saldrá usté en el informativo de televisión. La gente de coló ya está harta de come mierda, y por veinte dólares a la semana no hay quien viva. Ya estoy harto de sé un vagabundo y de trabaja por meno del salario mínimo. Contrate a otra persona que le haga los recaos.

—Oh, cállese de una vez y acabe de barrer. Le diré a Darlene que vaya.

—Esa pobre chica —Jones exploró un reservado con la escoba—. Tiene que hace bebé agua a los clientes, hace los recaos, ¡vamos!

—Denuncíela en la comisaría. Ella es una de esas chicas que hacen beber a los clientes.

—Prefiero esperar a denuncíala a usté. Darlene no quiere hacelo. Lo hace a la juerga. Ella dice que quiere sé artista de varíete.

—¿Sí? Vamos, con el cerebro que tiene esa chica, puede dar gracias a Dios de que no la hayan metido en el zoo.

—Estaría mejó que aquí.

—Estaría mejor si centrase esa cabezota suya en vender mis bebidas y olvidase esa mierda del baile. No puedo imaginar siquiera a alguien como ella saliendo a un escenario. Darlene es una de esas personas que a la que te descuidas te arruinan la inversión.

La puerta tapizada se abrió de golpe y entró repiqueteante en el bar un joven, arrastrando las puntas metálicas de sus botas flamencas.

—Vaya, ya era hora —le dijo Lana.

—Tienes mozo nuevo, ¿eh? —el muchacho miró a Jones a través de sus rizos de pelo engrasado—. ¿Qué le pasó al último? ¿Se murió o algo por el estilo?

—Vamos, déjale en paz —dijo suavemente Lana.

El muchacho abrió una relumbrante cartera repujada a mano y le dio a Lana una serie de billetes.

—¿Todo bien, George? —le preguntó—. ¿Les gustó a los huérfanos?

—Les gustó la del escritorio con las gafas puestas. Creyeron que era una especie de profesora o algo así. Esta vez sólo quiero ésa.

—¿Crees que querrían otra como ésa? —preguntó Lana con interés.

—Sí. ¿Por qué no? Quizás una con un encerado y un libro, sabes. Haciendo algo con una tiza.

El chico y Lana cruzaron sonrisas.

—Ya me hago idea —dijo Lana, con un guiño.

—Oye, ¿tú eres yonqui? —le preguntó el chico a Jones—. A mí me pareces un yonqui.

—Tú sí que parecerías un buen yonqui con una escoba del Noche de Alegría espeta en el culo —dijo Jones muy despacio—. Las escobas del Noche de Alegría son muy buenas, están bien astillas.

—Bueno, bueno —gritó Lana—. No quiero un conflicto racial aquí. Tengo que proteger mi inversión.

—Pues será mejó que le diga a su amigo rostro pálido que se largue —Jones echó un poco de humo hacia los dos—. No estoy dispuesto a consentí que me insulten en un trabajo de esta clase.

—Vamos, George —dijo Lana, que abrió el armario que había bajo la barra y le dio a George un paquete envuelto en papel marrón—. Esta es la que quieres. Ahora, vete. Vamos, espabílate.

George le hizo un guiño y salió dando un portazo.

—¿Este qué es, un recadero de los huérfanos? —preguntó Jones—. Me gustaría vé a los huérfanos para los que trabaja. Apuesto a que los de la Seguridá Social no sabe na de esos huérfanos.

—¿Pero de qué demonios habla? —preguntó irritada Lana; estudió la cara de Jones, pero las gafas le impedían leer en ella—. No tiene nada de malo hacer una pequeña caridad de vez en cuando. Venga, siga usted barriendo.

Luna comenzó a emitir sonidos, que eran como las imprecaciones de una sacerdotisa, sobre los billetes que le había dado el chico. Los números y las palabras susurrados brotaban y ascendían de sus labios de coral y, cerrando los ojos, ella iba copiando cifras en una libreta. Su esbelto cuerpo, una inversión provechosa por sí sola a lo largo de los años, se inclinó reverente sobre el altar, remalado de fórmica. Del cigarrillo que tenía junto al codo se elevaba un humo que era como incienso, que subía en volutas como sus oraciones, por encima de la hostia que ella elevó a fin de estudiar la fecha de su acuñación, el único dólar de plata que había entre las ofrendas. Tintineó el brazalete, congregando a los fieles al altar, pero el único que había en el templo había sido excomulgado por su ascendencia y proseguía limpiándolo. Cayó al suelo una ofrenda, la hostia, y Lana se arrodilló reverente a recogerla.

—Eh, mire lo que hace —dijo Jones, violando la santidad del rito—. Está tirando por el suelo su beneficio de los huérfanos, tiene dedos de mantequilla.

—¿Dónde ha caído, Jones? —preguntó ella—. Mire a ver si puede encontrarla.

Jones dejó la escoba y exploró buscando la moneda, achicando los ojos tras las gafas y el humo.

—Dónde estará esa monea de mierda —murmuraba, mientras los dos buscaban por el suelo—. ¡Juá!

—La encontré —dijo Lana, muy emocionada—. Ya la tengo.

—¡Caramba! Me alegro de que la encontrase, desde luego. ¡Demonios! Será mejó que no ande usted dejando caer al suelo dólares de plata así, si no, el Noche de Alegría se arruinaría. Debe tener usté muchísimos problemas para podé paga una nómina tan elevada.

—¿Por qué no procura mantener la boca cerrada, muchacho?

—Oiga, a mí no me llame «muchacho» —Jones cogió el mango de la escoba y barrió enérgicamente hacia el altar—. Que no es usté Scarla O'Horror.

Ignatius se acomodó en el taxi y le dio la dirección de la Calle Constantinopla. Del bolso del abrigo sacó una hoja de papel con membrete de Levy Pants, y, tomando prestada la tablita sujetapapeles del taxista a modo de mesa, comenzó a escribir mientras el taxi se adentraba en el denso tráfico de la Avenida St. Claude.

Estoy verdaderamente muy fatigado al final de mi primer día de trabajo. No quiero decir, sin embargo, que me sienta descorazonado o deprimido o derrotado. Me he enfrentado al sistema cara a cara por primera vez en mi vida, plenamente decidido a actuar dentro de su marco como observador y crítico de incógnito, como si dijésemos. Si hubiera más empresas como Levy Pants, estoy seguro de que las fuerzas laborales de Norteamérica se ajustarían mejor a sus tareas. Allí no se importuna en absoluto al trabajador que es claramente digno de confianza. El señor González, mi «jefe», aunque sea bastante cretino, resulta, sin embargo, bastante agradable. Parece que siempre está atemorizado, demasiado, desde luego, para criticar la tarea de cualquier trabajador. En realidad, es capaz de aceptar casi cualquier cosa, y es, por tanto, atractivamente democrático, a su modo subnormal. Como ejemplo de esto, la señorita Trixie, nuestra Madre Tierra del mundo mercantil, incendió involuntariamente unos importantes pedidos cuando pretendía encender una estufa. El señor González fue muy tolerante con este
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si tenemos en cuenta que la empresa recibe últimamente menos pedidos cada día, y que esos pedidos venían de Kansas City y significaban unos quinientos dólares (¡quinientos!) de nuestros productos. Hemos de recordar, sin embargo, que el señor González tiene órdenes de esa misteriosa millonaria, la supuestamente inteligente e ilustrada señora Levy, de tratar bien a la señorita Trixie y de procurar que se sienta activa y útil. Pero ha sido también muy cortés conmigo, permitiéndome hacer mi voluntad entre los archivos.

Me propongo sonsacar dentro de poco a la señorita Trixie; sospecho que esta Medusa del capitalismo tiene muchas ideas valiosas y puede proporcionarme más de una observación básica.

La única nota desagradable (y aquí me expresaré con vulgaridad para ajustarme más al carácter de la criatura de la que voy a ocuparme) fue Gloria, la mecanógrafa, una putilla descarada y sin seso. Con la cabeza llena de ideas erróneas y de juicios de valor abismales. Tras de que hiciese uno o dos comentarios descarados y no solicitados sobre mi persona y mi porte, llamé aparte al señor González y le dije que Gloria estaba pensando dejar el trabajo al final del día sin notificarlo. El señor González perdió el control y despidió de inmediato a Gloria, permitiéndose con ello un ejercicio de autoridad que, según pude apreciar, le complació extrañamente. En realidad, lo que me impulsó a hacer lo que hice, fue el espantoso rumor de los tacones como estacas de los zapatos de esa chica. Otro día más soportando ese repiqueteo habría sellado mi válvula definitivamente. Además, toda aquella máscara de maquillaje y aquellos labios pintados y otras vulgaridades que prefiero no enumerar.

Tengo muchos planes para mi departamento de archivos, y he ocupado un escritorio (entre los varios que hay vacíos) junto a una ventana. Me siento allí con mi estufita puesta al máximo y así me paso toda la tarde, viendo los barcos que llegan de muchos puertos exóticos y que cruzan las frías y oscuras aguas del puerto. Los leves ronquidos de la señorita Trixie y el furioso teclear del señor González proporcionaron esta tarde un agradable contrapunto a mis reflexiones.

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