—Abre la puerta, Ignatius.
—¡Ay, la válvula, que se me cierra! —croó sonoramente Ignatius—. ¿Ya estás satisfecha, ahora que me has destrozado para el resto del día?
La señora Reilly se lanzó contra la madera sin pintar.
—Bueno, no rompas la puerta —dijo él por fin y, unos instantes después, se abrió el pestillo.
—¿Qué es toda esta basura que hay por el suelo, Ignatius?
—Eso que ves es mi visión del mundo. Aún tengo que estructurarlo en un conjunto, así que mira bien dónde pisas.
—Todas las persianas cerradas. ¡Ignatius! Aún hay luz fuera.
—Mi yo no carece de elementos proustianos —dijo Ignatius desde la cama, a la que había vuelto rápidamente—. Oh, mi estomago.
—Aquí huele a demonios.
—Bueno, ¿qué esperas? El cuerpo humano, cuando está confinado, emite ciertos aromas que tendemos a olvidar en esta época de desodorantes y otras perversiones. A mí, en realidad, el ambiente de esta habitación me resulta bastante confortante. Schiller, para escribir, necesitaba en su mesa el aroma de manzanas podridas. Yo también tengo mis necesidades. Has de recordar que Mark Twain prefería la posición supina en la cama cuando componía esos abortos aburridos y trasnochados que los eruditos contemporáneos intentan demostrar que son importantes. La veneración que se rinde a Mark Twain es una de las raíces de nuestro estancamiento intelectual.
—Si hubiera sabido que esto estaba así, hace mucho tiempo que habría entrado.
—No sé por qué estás aquí ahora, en realidad, ni por qué sientes esta súbita necesidad de invadir mi santuario. Dudo que vuelva a ser el mismo después del trauma de esta intrusión de un espíritu extraño.
—He venido a hablar contigo, hijo. Saca la cara de entre esas almohadas.
—Debe ser la influencia de ese ridículo representante de la ley. Parece que te ha vuelto contra tu propio hijo. Por cierto, se ha ido ya, ¿no?
—Sí, y me disculpé por tu actuación.
—Madre, estás pisando los papeles. ¿Tendrías la bondad de desplazarte un poco? ¿No te basta con haberme destrozado la digestión, también quieres destruir los frutos de mi cerebro?
—Bueno, ¿dónde quieres que me ponga, Ignatius? ¿Quieres que me meta en la cama contigo? —preguntó furiosa la señora Reilly.
—¡Mira dónde pisas, por favor! —atronó Ignatius—. Dios santo, nunca existió nadie tan total y literalmente acosado y asediado. ¿Qué es lo que te ha impulsado a entrar aquí en este estado de locura absoluta? ¿No será ese olor a moscatel barato que asalta mis órganos olfativos?
—He tomado una decisión. Tienes que salir y buscarte un trabajo.
Oh, ¿qué broma pesada estaba gastándole ahora Fortuna? ¿Detención, accidente, trabajo? ¿Dónde acabaría aquel ciclo aterrador?
—Comprendo —dijo pausadamente Ignatius—. Sabiendo como sé que eres congénitamente incapaz de llegar a una decisión de esta importancia, supongo que ese policía subnormal es quien te ha metido la idea en la cabeza.
—El señor Mancuso y yo hablamos como yo solía hablar con tu papá. Tu papá me decía lo que había que hacer. Ay, ojalá estuviera vivo.
—Mancuso y mi padre sólo se parecen en que los dos dan la impresión de ser seres humanos bastante inconsecuentes. Sin embargo, tu actual mentor parece de esos individuos que piensan que todo puede arreglarse si todos trabajamos sin parar.
—El señor Mancuso trabaja duro. Tiene un trabajo muy difícil en el barrio.
—Estoy seguro de que mantiene a varios vástagos indeseados, todos los cuales están deseando crecer para ser policías, las chicas incluidas.
—Pues has de saber que tiene tres niños preciosos.
—Me lo imagino —Ignatius comenzó a saltar lentamente en su cama—. ¡Uau!
—Pero qué haces, ¿otra vez estás tonteando con esa válvula? Eres la única persona que tiene una válvula. Yo no tengo ninguna válvula.
—¡Todo el mundo tiene válvula pilórica! —chilló Ignatius—. Lo que pasa es que la mía está más desarrollada. Intento despejar un pasaje que tú has logrado bloquear. Aunque tengo la impresión de que puede estar ya bloqueado para siempre.
—Dice el señor Mancuso que si tú trabajas, puedes ayudarme a pagar a ese hombre. Dice que cree que ese hombre aceptaría que le pagáramos a plazos.
—Tu amigo el patrullero dice muchas cosas. Tienes la virtud de hacer hablar a la gente, desde luego. Jamás sospeché que ese individuo fuese tan locuaz, ni que fuese capaz de un comentario tan inteligente. ¿Es que no te das cuenta de que intenta destruir nuestro hogar? Todo empezó en el momento en que él intentó aquella detención brutal de mi persona delante de D. H. Holmes. Aunque tú eres demasiado corta para comprenderlo todo, madre, este hombre es nuestra desgracia. Está haciendo girar nuestra rueda hacia abajo.
—¿Rueda? El señor Mancuso es un buen hombre. ¡Deberías estar contento de que no te haya detenido!
—En mi apocalipsis privado, el señor Mancuso será empalado con su propia porra. De cualquier modo, es impensable que yo deba buscar un trabajo. De momento, estoy muy ocupado con mi obra, y creo que estoy entrando en una etapa muy fecunda. No sé, quizás el accidente agitase y liberase mi pensamiento. La verdad es que hoy he logrado escribir muchísimo.
—Tenemos que pagarle a ese hombre, Ignatius. ¿Es que quieres verme en la cárcel? ¿No te daría vergüenza que tu pobre madre estuviera entre rejas?
—¿Quieres hacer el favor de dejar de hablar de cárcel? Pareces obsesionada con la idea. En realidad, parece que disfrutes pensando en eso. El martirio es un disparate a tu edad —eructó quedamente—. Yo propondría que hicieses algunas economías en los gastos de esta casa. Seguro que reunías enseguida la suma necesaria.
—Pero si lo gasto todo en ti, en tu comida y en tus chucherías.
—He hallado últimamente varias botellas de vino vacías, cuyo contenido no consumí yo, desde luego.
—¡Ignatius!
—El otro día, cometí el error de encender el horno sin inspeccionarlo antes adecuadamente. Cuando lo abrí, una vez caliente, para meter mi pizza congelada, a punto estuve de quedarme ciego por una botella de vino cocido que se disponía a explotar. Propongo que desvíes parte del dinero que estás entregando a la industria licorera.
—Qué vergüenza que digas eso, Ignatius. Unas botellas de moscatel Gallo y tú con todas esas baratijas que te compras.
—¿Tendrías la bondad de definirme el significado de baratijas? —replicó Ignatius.
—Todos esos libros. Ese gramófono. La trompeta que te compré el mes pasado.
—Considero esa trompeta una buena inversión, pese a que nuestra vecina la señora Anne no sea de la misma opinión. Si vuelve a aporrear mis persianas, le tiraré un cubo de agua.
—Mañana miramos los anuncios del periódico. Te vestirás como es debido y saldrás a buscar un trabajo.
—Me da miedo preguntar qué entiendes tú por «vestirse como es debido». Seguro que quieres convertirme en un mamarracho ridículo.
—Voy a plancharte una camisa blanca preciosa y te pondrás una de esas corbatas tan lindas de tu pobre papá.
—¿Puedo creer lo que oigo? —preguntó Ignatius a su almohada.
—O eso, Ignatius, o voy a hipotecar la casa. ¿Quieres perder el techo que te cobija?
—¡No! ¡No hipotecarás esta casa! —gritó, dando un vigoroso puñetazo al colchón—. Toda la sensación de seguridad que he procurado crear se derrumbaría. No estoy dispuesto a que haya alguien ajeno controlando mi domicilio. No podría soportarlo. Sólo de pensarlo, las manos se me llenan de granos.
Y extendió una zarpa para que su madre pudiera examinar el sarpullido.
—De eso, ni hablar —continuó—. Dispararía de golpe todas mis angustias latentes. Y temo que el resultado sería verdaderamente muy desagradable. No querría que te pasases el resto de tu vida cuidando de un lunático encerrado en un desván. No hipotecaremos la casa. Debes tener dinero en algún sitio.
—Tengo ciento cincuenta dólares en el Hibernia Bank.
—Dios santo, ¿nada más? Nunca imaginé que subsistiéramos de modo tan precario. Sin embargo, es una suerte que no me lo hayas dicho nunca. Si hubiera sabido lo cerca que estábamos de la penuria total, mi sistema nervioso habría estallado hace ya mucho —Ignatius se rascó las manazas—. He de admitir, no obstante, que la alternativa es para mí bastante lúgubre. Dudo muy seriamente que haya alguien dispuesto a contratarme.
—¿Pero qué dices, hijo mío? Tú, un chico tan bueno, con una educación tan excelente, con todos tus estudios.
—Los patronos perciben que yo rechazo sus valores —dio una vuelta en la cama y continuó—: Me tienen miedo. Sospecho que se dan cuenta de que me veo obligado a actuar en un siglo que aborrezco. Eso sucedió hasta cuando trabajé para la Biblioteca Pública de Nueva Orleans.
—Pero, Ignatius, ésa fue la única vez que trabajaste desde que saliste de la universidad, y fueron sólo dos semanas.
—Eso es precisamente lo que quiero decir —contestó Ignatius, lanzando una bola de papel a la araña de cristal opalino.
—Lo único que hacías era pegar aquellas tiritas en los libros.
—Sí, pero yo tenía una visión estética propia sobre el modo de pegar aquellas etiquetas. Algunos días sólo podía pegar tres o cuatro y me sentía satisfecho, al mismo tiempo, con la calidad de mi trabajo. Las autoridades bibliotecarias no pudieron soportar mi integridad profesional. Ellos sólo querían un animal que embadurnara de cola sus libracos.
—¿Tú crees que podrías conseguir trabajo allí otra vez?
—Lo dudo muchísimo. La verdad es que le dije unas palabras más bien mordaces a la encargada del departamento. Hasta me retiraron el carnet de socio. Tienes que comprender el miedo y el odio que inspira a la gente mi
weltanschauung
—Ignatius eructó—. No mencionaré ese disparatado viaje a Baton Rouge. Creo que aquel incidente engendró en mí una resistencia psicológica al trabajo.
—En la universidad fueron buenos contigo, Ignatius. Vamos, di la verdad. Te dejaron quedarte allí mucho tiempo. Te dejaron incluso dar una clase.
—Bah, fundamentalmente era igual. Cierto pobre blanco de Mississippi le dijo al decano que yo era un propagandista del Papa, cosa evidentemente falsa. Yo no apoyo al Papa actual. No se ajusta en absoluto a mi idea de un Papa firme y autoritario. En realidad, me opongo firmísimamente al relativismo del catolicismo moderno. Sin embargo, el atrevimiento de aquel ignorante fundamentalista rústico y fanático impulsó a mis demás alumnos a crear un comité para exigir que yo corrigiese, puntuase y devolviese sus ensayos y exámenes acumulados. Hubo incluso una pequeña manifestación ante la ventana de mi despacho. Fue todo muy espectacular. Se las arreglaron bastante bien, siendo como eran unos mozalbetes simplones e ignorantes. En el punto culminante de la manifestación, tiré todos aquellos papeluchos, sin corregir, por supuesto, por la ventana, sobre sus propias cabezas. La universidad era demasiado mezquina para aceptar aquel acto de desafío al abismo de la academia contemporánea.
—¡Ignatius! Nunca me lo habías contado.
—No quería preocuparte. También les dije a los estudiantes que, en bien del futuro de la humanidad, esperaba que todos fueran estériles —Ignatius se colocó las almohadas alrededor de la cabeza—. No habría podido leer las barbaridades y disparates que salían de las mentes oscuras de aquellos estudiantes. Me pasará igual dondequiera que trabaje.
—Puedes conseguir un buen trabajo. Ya verás cuando vean un chico con un título universitario.
Ignatius suspiró pesadamente y dijo:
—En fin, no veo alternativa.
Frunció el rostro en una máscara de sufrimiento. No tenía sentido oponerse a la Fortuna hasta que terminase el ciclo.
—Supongo que te das cuenta de que todo esto es culpa tuya. La conclusión de mi obra se dilatará enormemente. Te sugiero que vayas a ver a tu confesor y hagas penitencia, madre. Prométele que evitarás en el futuro el camino del pecado y la bebida. Cuéntale cuál ha sido la consecuencia de tu transgresión moral. Hazle saber que has demorado la terminación de una diatriba monumental contra nuestra sociedad. Puede que el sacerdote comprenda la magnitud de tu pecado. Si es un sacerdote como yo creo que han de ser los sacerdotes, te impondrá una penitencia muy rigurosa. Sin embargo, he aprendido ya que puede esperarse muy poco del clero actual.
—Seré buena, Ignatius. Ya lo verás.
—Bueno, bueno, encontraré un empleo, aunque no tiene por qué ser lo que tú llamarías un buen empleo. Quizá se me ocurran algunas ideas valiosas que puedan beneficiar a mi patrón. Puede que la experiencia dé a mi pensamiento una nueva dimensión. Y, con ello, a mi obra. El introducirme activamente en el sistema que critico, será en sí mismo una interesante ironía —Ignatius eructó ruidosamente—. Ay, si Myrna Minkoff pudiera ver lo bajo que he caído.
—¿Qué anda haciendo ahora esa chica? —preguntó recelosa la señora Reilly—. Yo pagué buen dinero para que fueras a la universidad, y la fuiste a escoger precisamente a ella.
—Myrna aún sigue en Nueva York, su hábitat natural. Estará intentando, sin duda, provocar a la policía para que la detenga en alguna manifestación en este mismo instante.
—Qué nerviosa me ponía tocando la guitarra aquella por toda la casa. Si tenía dinero como decías, quizá debieras haberte casado con ella. Podríais sentar cabeza los dos y tener un lindo bebé.
—¿Quién puede creer que de los labios de mi propia madre salgan tales indecencias y tales porquerías? —bramó Ignatius—. Corre ahora mismo a prepararme la cena. No quiero llegar tarde al cine. Es una película musical circense, una atrocidad pregonada que hace mucho tiempo que esperaba ver. Mañana miraremos los anuncios de empleos del periódico.
—Ay, qué orgullosa estoy de que te pongas a trabajar por fin —dijo muy sentimental la señora Reilly, y besó a su hijo en un punto indeterminado de su bigote húmedo.
«Fíjate en esa vieja —musitó Jones a su psique, mientras el autobús saltaba y le arrojaba contra la mujer sentada al lado—. Cree que poque soy negro voy a viólala. Está a punto de lanza su culo de abuela por la ventanilla. ¡Jo! Yo no voy a viola a nadie.»
Se apartó discretamente de la mujer, cruzando las piernas y lamentó una vez más no poder humear en el autobús. Se preguntó quién sería aquel tipo gordo de la gorra verde, al que se veía de repente por toda la ciudad. ¿Dónde aparecería aquel cabrón gordo la próxima vez? Había algo extraño en aquel chiflado de la gorra verde.