La conjura de los necios (3 page)

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Authors: John Kennedy Toole

Tags: #Humor

—No entiendo por qué. Somos los únicos clientes. Deberían estar muy contentos de tenernos.

—Aquí hay chicas de ésas que se desnudan de noche, ¿verdad?— dijo la señora Reilly, dándole un codazo a su hijo.

—Es muy probable —dijo fríamente Ignatius; parecía muy pesaroso—. Podríamos haber entrado en cualquier otro sitio. Tengo la sospecha de que la policía hará una redada en este lugar en cualquier momento.

Luego resolló sonoramente, carraspeó y dijo:

—Menos mal que mi bigote filtra parte del hedor. Aun así, mis órganos olfativos están empezando a emitir señales de inquietud.

Tras lo que pareció mucho tiempo, durante el cual hubo mucho tintineo de vasos y cierres de neveras en un lugar indeterminado, en las sombras, apareció de nuevo el camarero y puso ante ellos las cervezas, haciendo como que volcaba la de Ignatius sobre el regazo de éste. Los Reilly recibían el peor servicio que se dispensaba en el Noche de Alegría, el tratamiento destinado a los clientes indeseables.

—¿No tendrán ustedes por casualidad un Dr. Nut frío? —preguntó Ignatius.

—No.

—Es que a mi hijo le encantan los Dr. Nut —explicó la señora Reilly—. Tengo que comprárselos por cajas. A veces, se sienta y se toma dos o tres seguidos él solo.

—Estoy seguro de que eso a este señor no le interesa lo más mínimo —dijo Ignatius.

—¿Por qué no se quita usted la gorra? —preguntó el camarero.

—¡Ni hablar! —atronó Ignatius—. ¡Con el frío que hace aquí!

—Bueno, allá usted —dijo el camarero, y se perdió en las sombras del otro extremo de la barra.

—¡Qué barbaridad!

—Cálmate —dijo su madre.

Ignatius alzó la orejera del lado de su madre.

—En fin, alzaré esto para que no tengas que forzar la voz. ¿Qué dijo el médico de tu codo, o lo que sea?

—Tengo que darme masajes.

—Supongo que no querrás que te los dé yo. Ya sabes lo que pienso de ese asunto de tocar a los otros.

—Me dijo que procurara evitar el frío todo lo posible.

—Si yo supiera conducir, podría ayudarte más, supongo.

—Bueno, no te preocupes, querido.

—En realidad, hasta ir en coche me afecta, sí. Por supuesto, lo peor es ir en uno de esos espantosos autocares, uno de esos grandes monstruos de dos pisos, los Scenecruisers Greyhound. Ir allá arriba ¿Te acuerdas cuando fui en un monstruo de ésos a Baton Rouge? Vomité varias veces. El chófer tuvo que parar en medio de los pantanos para que me bajara y paseara un rato. Los demás viajeros se enfadaron muchísimo. Debían tener estómagos de acero para poder ir tan tranquilos en aquella máquina infernal. El solo hecho de salir de Nueva Orleans, me altera considerablemente. Tras los límites de la ciudad empieza el corazón de las tinieblas, la auténtica selva.

—Ya recuerdo ya, Ignatius —dijo con aire ausente la señora Reilly, bebiendo a grandes tragos la cerveza—. Cuando volviste a casa estabas malo de veras.

—Entonces ya me sentía mejor. Lo peor fue cuando llegué a Baton Rouge. Me di cuenta de que tenía un billete de ida y vuelta, y que tendría que volver en aquel autobús.

—Todo eso ya me lo contaste, chico.

—Volver en taxi a Nueva Orleans me costó cuarenta dólares, pero al menos no me puse violentamente enfermo durante el viaje, aunque sentí ganas de vomitar varias veces. Obligué al chófer a ir muy despacio, lo cual resultó una desgracia para él. La policía del Estado le paró dos veces por ir a velocidad inferior al límite mínimo por autopista. La tercera vez que le pararon le quitaron el permiso de conducir. Habían estado vigilándonos con el radar durante todo el viaje, al parecer.

La atención de la señora Reilly bailaba entre su hijo y la cerveza. Llevaba tres años oyendo aquella historia.

—Por supuesto —continuó Ignatius, confundiendo la expresión absorta de su madre con un vivo interés por lo que le contaba— era la primera vez en mi vida que salía de Nueva Orleans. Puede que fuese la falta de un centro de orientación lo que me alteró. Correr a tanta velocidad en aquel autobús era como precipitarse en el abismo. Cuando salimos de los pantanos y llegamos a aquellos cerros ondulantes que hay cerca ya de Baton Rouge, empecé a sentir miedo, empecé a pensar que unos cuantos campesinos fanáticos podrían empezar a tirar bombas a aquel autobús. Les gusta atacar a los vehículos, que son un símbolo del progreso.

—Bueno, me alegro de que no cogieras aquel trabajo, sabes —dijo maquinalmente la señora Reilly.

—No podía. Cuando vi al director del departamento de cultura medieval, empezaron a salirme de inmediato unas pequeñas protuberancias blancas en las manos. Era un hombre absolutamente desalmado. Luego hizo aquel comentario porque yo no llevaba corbata y se burló de mi chaqueta de maderero. Me dejó atónito que una persona tan insustancial se atreviera a hacerme semejante afrenta. Aquella chaqueta era una de las pocas dulzuras que me permitía esta vida y si diese alguna vez con el lunático que me la robó, le denunciaría a la autoridad correspondiente.

La señora Reilly vio de nuevo aquella horrible chaqueta de maderero llena de manchas de café que ella siempre había querido regalar a los Voluntarios de América, junto con varias prendas más del vestuario favorito de Ignatius.

—En fin, quedé tan abrumado por la absoluta zafiedad de aquel espúreo «director», que abandoné corriendo su oficina en mitad de una de sus estúpidas divagaciones y entré en los lavabos más próximos, que resultaron ser los de «profesores». Y, bueno, cuando estaba sentado en una de aquellas catanas, con la chaqueta de maderero sobre la puerta, de repente vi que la chaqueta desaparecía. Oí unas rápidas pisadas. Luego, se cerró la puerta de los lavabos. Por un instante, me sentí incapaz de perseguir al desvergonzado ladrón, así que comencé a gritar. Alguien entró en los lavabos y llamó a la puerta de la cabina. Resultó ser un miembro de las fuerzas de seguridad del campus, o por lo menos eso dijo. A través de la puerta le expliqué exactamente lo ocurrido. Prometió encontrar la chaqueta y se fue. En realidad, como ya te he dicho otras veces, siempre he sospechado que él y el «director» eran la misma persona. Las voces eran muy parecidas.

—Está claro que no se puede confiar en nadie en estos tiempos, cariño.

—Salí en cuanto pude de los lavabos, deseoso de abandonar aquel horrible lugar. A punto estuve de helarme en aquel campus desolado, intentando conseguir un taxi. Por fin localicé uno que accedió a traerme a Nueva Orleans por cuarenta dólares, y, además, aquel taxista fue tan caritativo que me prestó su chaqueta. Aunque cuando llegamos aquí estaba muy deprimido por haberse quedado sin permiso de conducir, y, en fin, más bien hosco conmigo. Parecía tener un principio de catarro también, a juzgar por sus frecuentes estornudos. En fin, fueron casi dos horas en la autopista.

—Creo que me tomaría una cerveza más, Ignatius.

—¡Mamá! ¿En este horrible lugar?

—Sólo una, chico. Vamos, quiero otra.

—Cogerás algo malo con esos vasos. Pero en fin, si estás decidida, pídeme a mí un coñac, ¿de acuerdo?

La señora Reilly hizo una señal al camarero, que salió de las sombras y preguntó:

—¿Y qué fue lo que le pasó en aquel autobús, amigo? No entendí el final de la historia.

—¿Tendría usted la bondad de atender el bar como es debido? —dijo Ignatius furioso—. Su obligación es servir en silencio lo que le pidan. Si quisiéramos incluirle a usted en nuestra conversación se lo habríamos indicado. Sepa que estamos discutiendo cuestiones personales de no poca importancia.

—El señor sólo pretende ser amable Ignatius. Debería darte vergüenza.

—Eso es contradictorio en sí mismo. Nadie puede ser amable ni bueno en un antro como éste.

—Queremos otras dos cervezas.

—Una cerveza y un coñac —corrigió Ignatius.

—No hay más vasos limpios —dijo el camarero.

—Vaya, qué lástima —dijo la señora Reilly—. En fin, podemos usar los mismos que tenemos.

El camarero se encogió de hombros y se perdió de nuevo en las sombras.

II

En la comisaría, el viejo se sentó en un banco con los demás, ladrones de tiendas la mayoría, que constituían la última redada de la tarde. Se había colocado pulcramente sobre un muslo la tarjeta de la Seguridad Social, la de la St. Odo Of Cluny Holy Name Society, una insignia del Club Edad Dorada y una hoja de papel que le identificaba como miembro de la Legión Americana. Un joven negro, con los ojos ocultos tras unas gafas de sol Era Espacial, estudiaba el pequeño dossier emplazado en aquel muslo contiguo al suyo.

—¡Caramba! —dijo, sonriendo—. Usté pertenece a casi tó.

El viejo reordenó meticulosamente sus tarjetas sin decir nada.

—¿Y cómo es que han traío aquí a una persona como usté? —las gafas de sol echaron humo sobre las tarjetas del viejo—. Estos polis deben está desesperaos.

—Estoy aquí porque se han violado mis derechos constitucionales —dijo el viejo, con súbita cólera.

—No van a creérselo, ¿sabe? Será me jó que invente usté otra cosa —una mano oscura avanzó hacia una de las tarjetas—. Eh, oiga, ¿qué significa esto de «Edad Dorada»?

El viejo cogió la tarjeta y volvió a colocarla con las otras.

—Esas tarjetitas no le servirán de ná. Le meterán en la cárcel de tos modos. Ellos meten en la cárcel a tó el mundo.

—¿Cree usted? —preguntó el viejo a la nube de humo.

—Claro —una nueva nube se alzó flotando—. ¿Cómo es que está usté aquí, hombre?

—No sé.

—¿Que no sabe? ¡Vaya! Qué locura. Por algo será. A la gente de coló la cogen muchas veces por na, pero usté tié que está aquí por algo, señó.

—La verdad es que no lo sé —dijo lúgubremente el viejo—. Yo estaba con un grupo de gente delante de D. H. Holmes.

—Y le robó la cartera a alguien.

—No, le llamé una cosa a un policía.

—¿Pero qué le llamó?

—Comunista.

—¡Comunista! Buuuu. Si yo le llamase a un policía comunista, este culo estaría ya entre rejas, seguro. Pero me gustaría llámale comunista a un tipo de ésos. En fin, yo estaba esta tarde en Wools-worth y un tipo va y roba una bolsa de anacardos y el dependiente se pone a chilla como si le hubieran pinchao. ¡Paf! Inmediatamente me agarra un tipo y luego un policía cabrón me saca de allí a rastras. Hay que darle a la gente una oportunidá. ¡Sí señó! —chupó el cigarrillo—. Nadie me encontró encima los anacardos; pero, de todos modos, el poli me sacó de allí a rastras. Creo que aquel tipo era comunista, un comunista hijoputa y cabrón.

El viejo carraspeó y jugó con sus tarjetas.

—Probablemente le dejen marchase —dijeron las gafas de sol—. A mí probablemente me suelten una pequeña plática para asústame, aunque sepan que no cogí los anacardos. Puede que intenten demostrar que los cogí. Pueden comprá una bolsa y métemela en el bolsillo sin que yo me dé cuenta. Los de Woolsworth probablemente quieran que me encierren pa toa la vida.

El negro parecía totalmente resignado y lanzó una nueva nube de humo azul que le envolvió a él y envolvió al viejo y a sus tarjetas. Luego, se dijo: «¿Quién cogería los anacardos? Probablemente los cogiese aquel mismo tipo.»

Un policía llamó al viejo indicándole que se acercase a la mesa que había en el centro de la estancia, donde estaba sentado un sargento. Allí estaba también, de pie, el patrullero que le había detenido.

—¿Cómo se llama usted? —preguntó el sargento al viejo.

—Claude Robichaux —contestó él, y puso sus tarjetitas sobre la mesa, ante el sargento.

El sargento miró las tarjetas y dijo:

—Aquí el patrullero Mancuso dice que opuso usted resistencia a la autoridad y que le llamó comunista.

—Fue sin darme cuenta —dijo apesadumbrado el viejo, percibiendo la furia con que el sargento trataba las tarjetitas.

—Según Mancuso, usted dijo que todos los policías son comunistas.

—¡Ahí va! —dijo el negro, desde el otro lado de la habitación.

—¿Quieres callarte, Jones? —gritó el sargento.

—Vale, vale, me callo —contestó Jones.

—Luego me ocuparé de ti.

—Bueno, yo no llamé comunista a nadie —dijo Jones—. A mí me lió el tipo aquél de Woolsworth. Ni siquiera me gustan los anacardos.

—Cierra el pico, ¿quieres?

—Bueno, bueno, está bien —dijo alegremente Jones, y lanzó un gran nubarrón de humo.

—No dije con intención lo que dije —explicó el señor Robichaux al sargento—. Es que me puse nervioso. No pude controlarme. Este policía intentaba detener a un pobre chico que estaba esperando a su mamá junto a Holmes.

—¿Qué? —el sargento se volvió al policía pálido y bajito—. ¿Qué intentaba usted hacer?

—No era un chico —dijo Mancuso—. Era un hombre gordo y grande con una indumentaria muy rara. Parecía un sospechoso. Yo sólo quería hacer una inspección de rutina y él ofreció resistencia. Además, parecía un prevenido sexual.

—¿Un pervertido? —preguntó ávidamente el sargento.

—Sí —dijo Mancuso, con renovada confianza—. Un prevertido grande, muy grande.

—¿Cómo de grande?

—El más grande que he visto en toda mi vida —dijo Mancuso, extendiendo los brazos como si describiese un trofeo de pesca. Al sargento le brillaron los ojos—. Lo primero que vi fue aquella gorra verde de cazador que llevaba.

Jones escuchaba con atento distanciamiento, desde algún punto del interior de su nube.

—Bueno, Mancuso, ¿y qué pasó? ¿cómo es que no está aquí delante de mí?

—Se largó. Salió aquella mujer de la tienda y lo lió todo y se fueron corriendo, doblaron la esquina y se metieron en el Barrio Francés.

—Vaya, dos personajes del Barrio Francés —dijo el sargento súbitamente iluminado.

—No, señor —interrumpió el viejo—. Ella era de veras su mamá.

Una señora muy agradable y muy simpática. Yo ya les he visto otras veces por el centro. Este policía la asustó.

—Escuche, Mancuso —chilló el sargento—. Es usted el único miembro del cuerpo capaz de intentar detener a alguien separándolo de su madre. ¿Y por qué ha traído usted aquí al abuelo, a ver, dígame? Telefonee a su familia y dígales que vengan a recogerle.

—Por favor —suplicó el señor Robichaux—. Eso no. Mi hija está ocupada con los chicos. No me han detenido en toda mi vida. Ella no puede venir a buscarme. ¿Qué van a pensar mis nietos? Estudian todos con las hermanas.

—Consiga el número de su hija, Mancuso. ¡Esto le enseñará a llamarnos comunistas!

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