—Claro, adelante, muchacho, quítesela. Tome. Un sabroso buñuelo de mermelada. Los he comprado esta mañana, recién hechos, en la Calle Magazine. Ignatius me dijo esta mañana: «Mamá, qué ganas tengo de comerme un buñuelo de mermelada». Ya sabe... así que fui al Germán y le compré dos docenas. Mire, quedan algunos.
Y ofreció al patrullero Mancuso una caja de pastas rota y grasienta que parecía haber sido sometida a un destroce insólito por alguien que intentara sacar todos los buñuelos a la vez. Al fondo de la caja, el patrullero Mancuso encontró dos mustios fragmentos de buñuelo, de los que, a juzgar por los bordes humedecidos, alguien había sorbido la mermelada.
—Se lo agradezco, señora Reilly. He comido mucho.
—Vaya, qué lástima.
La señora Reilly llenó hasta la mitad dos tazas de un café frío y espeso y añadió leche hirviendo llenando las tazas hasta el borde.
—A Ignatius le encantan los buñuelos. Me dice «Mamá, me encantan los buñuelos» —la señora Reilly sorbió un poco en el borde de la taza. Y añadió—: Está ahí en la sala viendo la tele. Todas las tardes, no falla, ve ese programa en que bailan los niños.
La música se oía algo menos en la cocina. El patrullero Mancuso se imaginó la gorra verde de cazador bañada por el brillo blanquiazul de la pantalla de televisión.
—No le gusta nada el programa, pero no se lo pierde nunca. Tendría que oír usted lo que dice de esos pobres chicos.
—Hablé esta mañana con ese hombre —dijo el patrullero Mancuso, esperando que la señora Reilly hubiera agotado el tema de su hijo.
—¿Sí? —echó tres cucharadas de azúcar en su café y, sujetando la cuchara en la taza con el pulgar de modo que el mango amenazaba con atravesarle el ojo, sorbió un poco más—. ¿Qué dijo, querido?
—Le expliqué que había investigado el accidente y que usted patinó en la calle, que estaba mojada.
—Eso suena bien. ¿Y qué dijo él?
—Dijo que no quería recurrir al juzgado. Que prefería llegar a un acuerdo.
—¡Oh, Dios santo! —aulló Ignatius desde la parte delantera de la casa—. ¡Qué ofensa atroz al buen gusto!
—No le haga caso —aconsejó la señora Reilly al sorprendido policía—. Cuando ve la televisión, siempre hace lo mismo. Un «acuerdo». Eso significa que quiere dinero, ¿no?
—Se ha buscado incluso a un contratista para valorar los daños, Mire, éste es el presupuesto.
La señora Reilly cogió el papel y leyó la columna mecanografiada de cifras detalladas que había bajo el membrete del contratista:
—¡Señor! ¡Mil veinte dólares! Es terrible. ¿Cómo voy a pagar yo eso? —dejó caer el presupuesto sobre el hule—. ¿Está usted seguro de que es correcto?
—Sí, señora. Pidió también consejo a un abogado. Es todo absolutamente legal.
—¿Pero de dónde voy a sacar yo mil dólares? Lo único que Ignatius y yo tenemos es lo de la seguridad social de mi pobre esposo y una pensioncita pequeñísima; y eso no da para nada.
—¿Cómo puedo creer en esta absoluta perversión que estoy contemplando? —siguió Ignatius desde el salón. La música tenía un ritmo frenético y tribal. Un coro de falsettos cantó insinuante una letra que hablaba de una velada de amor de toda una noche.
—Lo siento —dijo el patrullero Mancuso, con el corazón casi destrozado, ante el dilema financiero de la señora Reilly.
—Bueno, no tiene usted la culpa, querido —dijo ella lúgubremente—. Quizá pueda conseguir una hipoteca sobre esta casa. No hay otra salida, ¿verdad?
—No, señora, no —contestó el patrullero Mancuso, oyendo una especie de estampida cada vez más próxima.
—A los niños de ese programa... habría que gasearlos a todos —dijo Ignatius irrumpiendo en la cocina en camisón. Al darse cuenta de que había visita, dijo fríamente—: Oh.
—Ignatius, ya conoces al señor Mancuso. Salúdale.
—Creo que le he visto por ahí, sí —dijo Ignatius y miró por la puerta trasera.
El patrullero Mancuso estaba demasiado sobrecogido por el monstruoso camisón de franela como para corresponder al cumplido de Ignatius.
—Ignatius, cariño, aquel hombre quiere mil dólares por lo que le hice en su casa.
—¿Mil dólares? No recibirá ni un céntimo. Le demandaremos inmediatamente. Ponte al habla con nuestros abogados, madre.
—¿Nuestros abogados? Ha pedido un presupuesto a un contratista. El señor Mancuso dice que no hay nada que hacer.
—Bueno. Entonces tendremos que pagarle.
—Podría llevar el asunto a los tribunales si crees que es mejor.
—Conducir en estado de embriaguez —dijo plácidamente Ignatius—. No tienes nada que hacer.
La señora Reilly parecía deprimida.
—Pero Ignatius, son mil dólares ¿te das cuenta?
—Estoy seguro de que puedes conseguir algo de dinero —le dijo—. ¿Hay más café, o le has dado el que quedaba a esta máscara de carnaval?
—Podemos hipotecar la casa.
—¿Hipotecar la casa? Por supuesto que no, ni hablar.
—¿Y qué otra cosa podemos hacer, Ignatius?
—Hay medios —dijo Ignatius, con aire ausente—. No quiero que me molestes con ese asunto. Ese programa exacerba siempre mi angustia —olisqueó la leche antes de echarla en la cacerola—. Creo que deberías telefonear de inmediato a esa lechería. Esta leche es viejísima.
—Puedo conseguir mil dólares —dijo quedamente la señora Reilly al silencioso patrullero—. La casa es una buena garantía. El año pasado un agente de la propiedad inmobiliaria me ofreció siete mil.
—Lo irónico de ese programa —decía Ignatius junto a la cocina, ojo avizor para poder retirar la cacerola en cuanto la leche empezara a hervir— es que teóricamente pretende ser un ejemplo para la juventud de nuestra nación. ¡Me gustaría muchísimo saber lo que dirían los Padres Fundadores si pudieran ver cómo corrompen a esos niños en pro de la causa de Clearasil! Sin embargo, siempre he sospechado que la democracia llevaría a esto.
Por fin, se sirvió cuidadosamente la leche en su tazón Shirley Temple, mientras añadía:
—Habría que imponer un régimen de fuerza en este país para impedir que se destruya a sí mismo. Los Estados Unidos necesitan teología y geometría, necesitan buen gusto y decencia. Sospecho que estamos tambaleándonos al borde del abismo.
—Tendré que pasarme mañana a por el crédito hipotecario, Ignatius.
—No trataremos con esos usureros, madre —Ignatius andaba rebuscando en un tarro de pastas—. Ya saldrá algo.
—Ignatius, cariño, pueden meterme en la cárcel.
—Oh, vamos. Si vas a montar una de tus escenas histéricas tendré que volver a la sala. En realidad, creo que es lo que voy a hacer.
Y se encaminó de nuevo en dirección a la música, las chancletas resonando sonoras en las plantas de sus pies inmensos.
—¿Qué voy a hacer con un chico como éste? —preguntó con tristeza la señora Reilly al patrullero Mancuso—. No se preocupa por su pobre madre querida. A veces, pienso que a Ignatius no le importaría que me metieran en la cárcel. Este chico tiene un corazón de hielo.
—Le ha mimado usted —dijo el patrullero Mancuso—. Una mujer ha de procurar no mimar demasiado a sus hijos.
—¿Cuántos hijos tiene usted, señor Mancuso?
—Tres. Rosalie, Antoinette y Angelo junior.
—Vaya, qué maravilla. Estoy segura de que son encantadores. No como Ignatius —la señora Reilly movió la cabeza—. Ignatius era un niño tan lindo. No sé lo que le hizo cambiar. Me acuerdo cuando me decía: «Mami, te quiero mucho». Ya no lo dice nunca.
—Vamos, no llore —dijo el patrullero Mancuso, profundamente conmovido—. Le prepararé un poco más de café.
—A él le da igual que me encierren —gimoteó la señora Reilly; luego, abrió el horno y sacó una botella de moscatel—. ¿Quiere un poco de vino dulce, señor Mancuso?
—No, gracias. Estando en el cuerpo, tengo que dar buena impresión. Además, tengo que estar siempre vigilando a la gente.
—¿No le importa? —preguntó retóricamente la señora Reilly y se bebió un buen trago de la botella.
El patrullero Mancuso puso la leche a hervir, manejando la cocina como un buen amito de su casa.
—Es que a veces, me pongo tan triste —dijo la señora Reilly—. La vida no es fácil. Además he trabajado muy duro. Ya estoy harta.
—Tiene que ver usted el lado bueno de las cosas —dijo el patrullero Mancuso.
—Supongo que sí —dijo la señora Reilly—. Supongo que hay personas que aún lo pasan peor que yo. Como mi pobre prima, una mujer maravillosa. Fue a misa todos los días de su vida. Y la atropelló un tranvía en la Calle Magazine una mañana temprano que iba precisamente a misa. Estaba aún oscuro.
—Yo, personalmente, nunca me dejo dominar por la melancolía —mintió el patrullero Mancuso—. Hay que mirar hacia arriba, ¿comprende lo que quiero decir? Y eso que tengo un trabajo peligroso.
—Claro, podrían matarle.
—A veces, no detengo a nadie en todo el día. A veces, me equivoco de persona.
—Como con aquel viejo de delante de D. H. Holmes. Aquello fue culpa mía, señor Mancuso. Debería haber supuesto que Ignatius tenía la culpa. Es muy propio de él. Siempre le estoy diciendo «Ignatius, toma, ponte esta camisa, mira qué bonita. Ponte este jersey tan lindo que te compré». Pero no me hace caso. Este chico es así. Tiene la cabeza dura como una roca.
—Luego, a veces tengo problemas en casa. Con tres crios, y mi mujer además que es muy nerviosa...
—Los nervios son una cosa terrible. La pobre señorita Annie, la vecina de al lado, es muy nerviosa. Siempre anda gritando porque Ignatius hace ruido.
—Mi mujer es así. A veces, tengo que marcharme de casa. Si yo fuera de otra manera, creo que a veces me pondría a beber y me emborracharía. Dicho sea entre nosotros.
—Yo tengo que beber un poquito. Me alivia la presión. ¿Comprende?
—Yo lo que hago es irme a jugar a los bolos.
La señora Reilly intentó imaginarse al pequeño patrullero Mancuso con una gran bola en la mano y dijo:
—¿Le gusta eso?
—Oh, los bolos son maravillosos, señora Reilly. Te hacen olvidar todo lo demás.
—¡Oh, cielo santo! —gritó una voz desde la sala—. Esas chicas ya son prostitutas, no hay duda. ¿Cómo pueden ofrecer semejantes horrores al público?
—Ojalá tuviera yo una afición como ésa.
—Tendría usted que probar a ir a jugar a los bolos.
—Ay, Dios mío. Ya tengo arturitis en el codo. Soy demasiado vieja para andar con esas bolas. Me destrozaría la espalda.
—Una tía mía que tiene sesenta y cinco años, y que ya es abuela, va siempre a jugar. Es de un equipo y todo.
—Algunas mujeres son así. Yo, la verdad, nunca me he interesado mucho por los deportes.
—Jugar a los bolos es más que un deporte —dijo a la defensiva el patrullero Mancuso—. Además, en la bolera se conoce a mucha gente. Gente agradable. Podría hacer usted amistades.
—Sí, pero estoy segura de que tendría la mala suerte de que se me cayera una de esas bolas en un pie. Y tengo ya los pies bastante fastidiados.
—La próxima vez que vaya a la bolera, ya le avisaré. Llevaré a mi tía. Iremos usted, mi tía y yo a la bolera. ¿De acuerdo?
—¿De cuándo es este café, madre? —preguntó Ignatius entrando de nuevo en la cocina con sus escandalosas chancletas.
—De hace una hora o así. ¿Por qué?
—Porque tiene un sabor nauseabundo.
—A mí me pareció que estaba muy bueno —dijo el patrullero Mancuso—. Tan bueno como el que sirven en el French Market. Estoy haciendo más, ¿quiere una taza?
—Perdone —dijo Ignatius—. ¿Vas a pasarte toda la tarde entreteniendo a este caballero, madre? He de recordarte que voy a ir esta noche al cine y que tengo que estar listo para llegar a las siete, porque quiero ver los dibujos animados. Creo que deberías empezar a preparar algo de comer.
—Será mejor que me vaya —dijo el patrullero Mancuso.
—Debería darte vergüenza, Ignatius —dijo la señora Reilly con voz colérica—. El señor Mancuso y yo estamos tomando un café. Te has portado pésimamente toda la tarde. No te importa de dónde saque ese dinero. Te da igual que me metan en la cárcel. Todo te da igual.
—¿Voy a verme atacado en mi propio hogar ante un extraño de barba postiza?
—Qué disgustos me das.
—Oh, vamos —Ignatius se volvió al patrullero Mancuso—. ¿Tiene usted la bondad de largarse? Está poniendo nerviosa a mi madre.
—Lo único que el señor Mancuso hace, es ser amable.
—Será mejor que me vaya —dijo exculpatoriamente el patrullero Mancuso.
—Conseguiré ese dinero —chilló la señora Reilly—. Venderé esta casa. La venderé digas lo que digas. Y me iré a un asilo.
Cogió una esquina del hule y se enjugó los ojos.
—Si no se va usted —dijo Ignatius al patrullero Mancuso, que se estaba colocando la barba— llamaré a la policía.
—El es la policía, imbécil.
—Esto es totalmente absurdo —dijo Ignatius, y se fue chancleteando—. Me voy a mi habitación.
Cerró la puerta de su cuarto de un portazo y cogió del suelo una libreta Gran Jefe. Luego, se echó de nuevo en la cama, entre las almohadas, y empezó a garrapatear en una página amarillenta. Tras casi treinta minutos de tirarse del pelo y morder el lápiz, empezó a componer un párrafo.
Si Rosvita estuviera hoy con nosotros, recurriríamos todos a ella buscando consejo y guía. Desde la austeridad y la tranquilidad de su mundo medieval, la mirada penetrante de esta sibila legendaria, esta monja santa, exorcizaría los horrores que se materializan ante nuestros ojos en eso que llamamos televisión. Si pudiéramos conectar un globo ocular de esta santa mujer con el aparato de televisión, qué fantasmagórica explosión de electrodos se produciría. Las imágenes de esos niños lascivamente giratorios se desintegrarían en infinidad de iones y moléculas, produciéndose con ello la catarsis que la tragedia de la corrupción de los inocentes inevitablemente exige.
La señora Reilly estaba de pie en el pasillo mirando el letrero NO MOLESTAR escrito en una hoja de papel Gran Jefe y fijado a la puerta con una tirita usada, color carne.
—Ignatius, chico, déjame entrar —chilló.
—¿Que te deje entrar? —dijo Ignatius a través de la puerta—. Ni hablar. Estoy ocupado en este momento en un pasaje especialmente sucinto.
—Déjame entrar.
—Ya sabes que nunca te permito entrar aquí.
La señora Reilly aporreó la puerta.
—No sé qué es lo que te pasa, madre, pero sospecho que sufres un trastorno temporal. Ahora que lo pienso, me da demasiado miedo, no puedo abrirte la puerta. Puedes tener un cuchillo en la mano o una botella rota.