—¿Salchichas? Querido, ¿con esta lluvia y este frío vamos a pararnos en la calle a comer salchichas?
—Podríamos...
—No —dijo la señora Reilly con cierto coraje cervecesco—. Vamonos a casa. No sería capaz de comer nada que saliera de uno de esos carros asquerosos. Además, todos los vendedores que andan con esos carros son una pandilla de golfos y de borrachos.
—Si insistes —dijo Ignatius, enfurruñado—. Pero yo tengo mucha hambre, y, después de todo, acabas de vender un recuerdo de mi infancia por treinta monedas de plata, como si dijéramos.
Siguieron con su paso peculiar por las húmedas baldosas de la Calle Bourbon. En St. Ann encontraron enseguida el viejo Plymouth. Su techo alto destacaba por encima de los demás coches, era su rasgo más característico. El Plymouth siempre era fácil de localizar en los aparcamientos del supermercado. La señora Reilly subió dos veces a la acera intentando sacar el coche del aparcamiento y dejó la impresión de un parachoques Plymouth 1946 en el capó del Volkswagen que estaba aparcado detrás.
—¡Oh, mis nervios! —dijo Ignatius.
Estaba espatarrado en el asiento, de modo que por la ventanilla sólo se veía la cúspide de su gorra verde de cazador, que parecía la punta de una prometedora sandia. Desde atrás, que era donde él se sentaba siempre, pues había leído en algún sitio que el asiento contiguo al del conductor era el más peligroso, Ignatius observaba con desaprobación las torpes y disparatadas maniobras de su madre.
—Sospecho que has demolido prácticamente el cochecito que alguien aparcó inocentemente detrás de este autobús. Sería aconsejable que salieses de aquí antes de que vuelva su propietario.
—Cállate, Ignatius. Me pones nerviosa —dijo la señora Reilly, mirando la gorra de caza por el espejo retrovisor. Ignatius se incorporó en el asiento y observó por la ventanilla trasera.
—Lo has dejado hecho cisco. Te van a quitar el permiso de conducir, si es que lo tienes. Y no se lo reprocharé, además.
—Échate y duerme un poco —dijo su madre, mientras el coche daba otro salto hacia atrás.
—¿Pero tú crees que podría dormir en esta situación? Temo por mi vida. ¿Estás segura de que giras el volante hacia el lado que debes?
De pronto, el coche salió con otro brinco del aparcamiento y fue patinando por la calle húmeda hasta una columna que sustentaba un balcón de hierro forjado. La columna cayó hacia un lado y el Plymouth chocó contra el edificio.
—¡Oh Dios mío! —chilló Ignatius desde el asiento de atrás—. ¿Qué es lo que has hecho ahora?
—¡Llama a un sacerdote!
—No creo que estemos heridos, madre. Sin embargo, me has destrozado el estómago para unos cuantos días.
Ignatius bajó el cristal de una de las ventanillas traseras y examinó el parachoques que estaba aplastado contra la pared.
—Creo que de este lado necesitaremos un faro nuevo.
—¿Y qué vamos a hacer ahora?
—Si yo estuviera al volante, daría marcha atrás y me alejaría grácilmente del lugar. Desde luego, alguien va a denunciar esto. Los propietarios de esta ruina de edificio deben llevar años esperando una ocasión como ésta. Es muy probable que echen aceite en la calle al oscurecer para que conductores como tú se estrellen contra su cuchitril —Soltó un eructo y añadió—: Ya se me ha estropeado la digestión. ¡Creo que estoy empezando a hincharme!
La señora Reilly maniobró y fue dando marcha atrás muy despacio. Al moverse el coche, sonó sobre sus cabezas un crujir de madera, crujir que se convirtió en restallar de tablas y chirriar de metal. Luego, el balcón empezó a caer en grandes fragmentos atronando sobre el coche con un estruendo sordo y pesado como el de una granada. Como un ser humano petrificado, el coche dejó de moverse y uno de los adornos de hierro forjado destrozó una ventanilla trasera.
—¿Estás bien, cariño? —preguntó angustiada la señora Reilly tras lo que pareció el bombardeo final.
Ignatius emitió un gorgoteo. Los ojos azules y amarillos tenían un brillo acuoso.
—Di algo, Ignatius —suplicó su madre, volviéndose justo para ver a Ignatius sacar la cabeza por una ventanilla y vomitar por el lateral del abollado coche.
El patrullero Mancuso bajaba despacio por la Calle Chartres ataviado con medias de malla y un jersey amarillo, atuendo que el sargento le había dicho que le permitiría detener sospechosos auténticos y de fiar, en vez de abuelos y chicos que esperaban a sus mamas. Aquel atuendo era el castigo del sargento. Le había dicho a Mancuso que a partir de entonces tendría por única misión la de detener a tipos sospechosos, que la comisaría central de policía tenía un guardarropa con disfraces que permitiría a Mancuso ser un personaje distinto cada día. El patrullero Mancuso se había puesto las medias de malla delante del sargento, que le había sacado a empujones de la comisaría y le había dicho que como no se espabilara, le expulsarían del cuerpo.
En las dos horas que llevaba recorriendo el Barrio Francés, no había capturado a nadie. Dos cosas, sin embargo, le habían dado ciertas esperanzas. Había parado a un hombre que llevaba una gorra y le había pedido un cigarrillo, y el hombre le había amenazado con hacerle detener. Luego, abordó a un joven que vestía trinchera y sombrero de señora, y el joven le había dado un bofetón y se había esfumado.
Cuando el patrullero Mancuso bajaba por la Calle Chartres acariciándose la mejilla, dolorida aún del bofetón, oyó lo que le pareció una explosión. Con la esperanza de que algún sospechoso acabara de tirar una bomba o de pegarse un tiro, dobló corriendo la esquina y entró en St. Ann y vio la gorra verde de cazador vomitando entre los escombros.
«Al desmoronarse el sistema medieval, se impusieron los dioses del Caos, la Demencia y el Mal Gusto», escribía Ignatius en una hoja de sus cuadernos Gran Jefe.
Tras el periodo en el que el mundo occidental había gozado de orden, tranquilidad, unidad y unicidad con su Dios Verdadero y su Trinidad, aparecieron vientos de cambio que presagiaban malos tiempos. Un mal viento no trae nada bueno. Los años luminosos de Abelardo, Thomas Beckett y Everyman se convirtieron en escoria; la rueda de la Fortuna había atropellado a la Humanidad, aplastándole la clavícula, destrozándole el cráneo, retorciéndole el torso, taladrándole la pelvis, afligiendo su alma. Y la Humanidad, que tan alto había llegado, cayó muy bajo. Lo que antes se había consagrado al alma, se consagraba ahora al comercio.
—Esto es magnífico —se dijo Ignatius, y prosiguió escribiendo apresuradamente.
Mercaderes y charlatanes se hicieron con el control de Europa, llamando a su insidioso evangelio «La Ilustración». El día de la plaga estaba próximo; pero de las cenizas de la humanidad no surgió ningún fénix. El campesino humilde y piadoso, Pedro Labrador, se fue a la ciudad a vender a sus hijos a los señores del Nuevo Sistema para empresas que podemos calificar, en el mejor de los casos, de dudosas. (Ver Reilly, Ignatius, J. Sangre en sus manos: El gran crimen, un estudio de ciertos abusos que se cometieron en la Europa del siglo XVI, monografía, dos páginas, 1950, sección de libros raros, pasillo izquierdo, tercer piso, Biblioteca en Memoria de Howard Tilton, Universidad de Tulane, Nueva Orleans 18, Lousiana). (Nota: Envié esta monografía singular a la Biblioteca como un regalo. Sin embargo, no estoy totalmente seguro de que la hayan aceptado. Muy bien pudieron tirarla a la papelera, porque estaba escrita a lápiz en una hoja de cuaderno). El giroscopio se había ampliado. La Gran Cadena del Sur se había roto como si fuera una serie de clips unidos por algún pobre imbécil; el nuevo destino de Pedro Labrador sería muerte, destrucción, anarquía, progreso, ambición y auto, superación. Iba a ser un destino malévolo: ahora se enfrentaba a la perversión de tener que IR A TRABAJAR.
Ignatius, desvanecida momentáneamente su visión de la historia garrapateó un nudo corredizo abajo de la página. Dibujó luego un revólver y una cajita sobre la que escribió pulcramente CÁMARA DE GAS. Raspó de lado con el lapicero sobre el papel y tituló el resultado APOCALIPSIS. Cuando terminó de decorar la página, tiró el cuaderno al suelo entre muchos otros que había por allí esparcidos. Había sido una mañana muy productiva, pensó. Hacía semanas que no conseguía escribir tanto. Contemplando las docenas de cuadernos Gran Jefe que formaban como una alfombra de cabezales indios alrededor de la cama, Ignatius pensó presuntuosamente que en sus páginas amarillentas y en su amplio rayado se encontraban las semillas de un majestuoso estudio de historia comparada. Muy desordenado, por supuesto. Pero un día iniciaría la tarea de ordenar aquellos fragmentos de su ideología en el rompecabezas de un esquema grandioso; el rompecabezas terminado mostraría a la gente ilustrada el desastroso curso que había seguido la historia en los últimos cuatro siglos. Había producido una media de seis párrafos al mes, en los cinco años que había dedicado a aquel trabajo. Ni siquiera podía recordar lo escrito en algunos de los cuadernos, y tenía clara conciencia de que algunos estaban prácticamente llenos de garabatos. Mas, pensó plácidamente, no se construyó Roma en un día.
Ignatius alzó su camisón de franela y contempló su vientre hinchado. Solía hincharse cuando estaba tumbado en la cama por la mañana, considerando el giro desdichado que habían tomado los acontecimientos desde la Reforma. Doris Day y los autobuses Grey-hound, siempre que acudían a su pensamiento, creaban una expansión aún más rápida de su región central. Pero desde la tentativa de detención y el accidente, había estado hinchándose casi sin motivo, la válvula pilórica se le cerraba de pronto indiscriminadamente y se le llenaba el estómago de gas atrapado, un gas que tenía personalidad y entidad y que no soportaba el confinamiento. Ignatius se preguntó si la válvula pilórica no estaría intentando decirle algo, casandrescamente. El, como medievalista, creía en la roía Fortunae, o rueda de la Fortuna, un concepto básico de
De Consolatione Philo
sophiae
, la obra filosófica que había sentado las bases del pensamiento medieval. Boecio, el último romano, que había escrito la
Consolatione
mientras padecía una prisión injusta por orden del emperador, había dicho que una diosa ciega nos hace girar en una rueda, que nuestra suerte se presenta en ciclos. ¿Significaba acaso un mal ciclo aquella ridícula tentativa de detenerle? ¿Giraba acaso rápidamente hacia abajo su rueda? El accidente también era un mal signo. Ignatius estaba preocupado. Pese a toda su filosofía, Boecio había sido torturado y ejecutado. Y, de repente, la válvula de Ignatius volvió a cerrarse, e Ignatius se echó sobre el costado izquierdo para presionarla y abrirla.
—Oh, Fortuna, oh, deidad ciega y desatenta, atado estoy a tu rueda —Ignatius eructó—: No me aplastes bajo tus radios. Elévame e impúlsame hacia arriba, oh diosa.
—¿Qué andas murmurando ahí dentro, chico? —preguntó su madre al otro lado de la puerta cerrada.
—Rezo, madre, rezo —contestó, furioso, Ignatius. —El patrullero Mancuso viene hoy a vernos por lo del accidente. Será mejor que reces una plegaria por mí, cariño. —Oh, Dios mío —murmuró Ignatius.
—Creo que es maravilloso que reces, niño. No sabía qué podías hacer tanto tiempo ahí encerrado.
—¡Lárgate, por favor! —gritó Ignatius—. Me estás estropeando el éxtasis religioso.
Saltando vigorosamente de costado, Ignatius percibió que ascendía por su garganta un eructo, pero cuando abrió esperanzado la boca, sólo emitió un leve soplido. Aun así, los saltos tuvieron ciertos efectos fisiológicos. Ignatius acarició la modesta erección que apuntaba en las sábanas, la atrapó con la mano y se quedó quieto intentando decidir qué hacer. En esta posición, con el camisón rojo de franela alrededor del pecho y el vientre inmenso hundiéndose en el colchón, pensó con cierta tristeza que, tras dieciocho años con aquella afición, ésta se había convertido en sólo un acto físico mecánico y repetitivo, desprovisto de los vuelos de la imaginación y de la fantasía que había sido capaz de conjurar en otros tiempos. En una ocasión, consiguió convertirlo casi en una forma artística, practicando su afición con la habilidad y el fervor de un artista y un filósofo, un erudito y un caballero. Aún había ocultos por la habitación varios accesorios que utilizara en otros tiempos: un guante de goma, un trozo de tela de un paraguas de seda, un tarro de Noxema. El guardarlos de nuevo una vez concluido todo, había empezado ya a resultar demasiado deprimente.
Ignatius manipuló y se concentró. Al final, apareció una visión, la imagen familiar de un gran perro pastor escocés al que tenía gran cariño y que había sido suyo cuando estudiaba en el liceo. «¡Buf!» Ignatius casi oyó a Rex ladrar de nuevo. «¡Buf! ¡Buf! ¡Aaggr!» Rex parecía tan vivo. Se le cayó una oreja. Ignatius jadeó. La aparición saltó una valla y cazó un palo que alguien lanzó en medio de la colcha de Ignatius. Cuando la piel blanca y tostada se aproximó más, los ojos desorbitados de Ignatius bizquearon y se cerraron y se desplomó lánguidamente entre sus cuatro almohadas, deseando que hubiera algún pañuelo de papel en la habitación.
—Vine por el trabajo de mozo que han anunciado en el periódico.
—¿Sí? —Lana Lee contempló las gafas de sol—. ¿Tienes referencias?
—Un policía me dio una referencia. Me dijo que sería mejó que me consiguiera enseguía un trabajo remunerao —dijo Jones, y lanzó un chorro de humo hacia la barra vacía.
—Lo siento. No queremos gente que tenga problemas con la policía. No van bien en un negocio como éste. Tengo que proteger mi inversión.
—Yo no tengo antecedentes, en realidá, pero, claro, empezarán a chincharme diciendo que no tengo ningún medio visible de vía. Eso me dijeron —Jones se retiró al interior de una nube en formación—. Pensé que quizá el Noche de Alegría querría ayuda a alguien a convertirse en miembro de la comunidá, ayuda a un pobre chico de coló para que no le metan en la cárcel. Yo mantengo alejao el piquete, le puedo da al Noche de Alegría una buena puntuación en lo de los derechos civiles.
—Basta de tonterías.
—¡Eh! ¡Cómo, jo!
—¿Tienes alguna experiencia como mozo de bar?
—¿Qué? ¿Barré y limpia el polvo y toa esa mierda de negro?
—Cuidado con lo que dices, chico. Esto es un negocio decente.
—Demonio, eso lo hace cualquiera, y más si uno es de coló.
—Llevo varias semanas —dijo Lana Lee, con súbita gravedad de director de personal— buscando al hombre idóneo para este trabajo.