Ignatius había decidido no ir al Prytania. La película que ponían era un drama sueco muy elogiado sobre un hombre que perdía su alma, e Ignatius no tenía particular interés en verlo. Tendría que hablar con el encargado del local para que le explicara por qué habían programado aquella bazofia.
Tanteó el manillar de la puerta y se preguntó cuándo volvería su madre a casa. Últimamente salía casi todas las noches. Pero Ignatius, de momento, tenía otras cosas en la cabeza. Al abrir su escritorio, examinó una colección de artículos que había escrito en cierta ocasión pensando en el mercado revisteril. Para los diarios de opinión, había «Boecios comentado» y «En defensa de Rosvita: A quienes dicen que no existió». Para las revistas del hogar, había escrito «La muerte de Rex» y «Los niños, la esperanza del mundo». Para copar el mercado de los suplementos dominicales, había hecho «El reto de la seguridad acuática», «El peligro de los automóviles de ocho cilindros», «Abstinencia, el método más seguro para controlar la natalidad» y «Nueva Orleans, una ciudad culta y romántica». Mientras examinaba los viejos manuscritos, se preguntó por qué no habría enviado ninguno, siendo como eran, todos y cada uno, excelentes en su propio estilo.
Sin embargo, tenía entre manos un proyecto nuevo sumamente comercial. Limpió rápidamente la mesa arrojando al suelo con elegante gesto artículos de revistas y cuadernos Gran Jefe con un barrido de sus manazas. Puso ante sí un cuaderno nuevo y escribió lentamente en su áspera cubierta DIARIO DE UN JOVEN TRABAJADOR, O ADIÓS A LA HOLGANZA. Cuando terminó, arrancó las bandas de las pilas de nuevo papel rayado y las colocó en el block. Agujereó con una pluma las hojas de papel con membrete de Levy en las que ya había tomado algunas notas, y las insertó en la sección primera del block. Y luego enarboló su bolígrafo Levy Pants y empezó a escribir en la primera hoja de flamante papel:
Querido lector:
Los libros son hijos inmortales que desafían a sus progenitores.
Platón
Descubro, estimado lector, que he ido habituándome al agitado ritmo de la vida oficinesca, adaptación de la que no me creía capaz. No hay duda, desde luego, de que en mi breve carrera en Levy Pants Limitada he logrado introducir varias innovaciones prácticas y eficientes. Los lectores que sean también trabajadores administrativos y estén leyendo este penetrante diario en el descanso del café, o en otra circunstancia similar, deberían tomar buena nota de una o dos de mis innovaciones. Dirijo también estos comentarios a los funcionarios y a los ricachos en general.
He dado en llegar a la oficina una hora más tarde de lo que allí se me espera. En consecuencia, me encuentro muchísimo más reposado y fresco cuando llego, y evito esa primera hora lúgubre de la jornada laboral en la que los sentidos y el cuerpo entorpecidos aún por el sueño convierten cualquier tarea en una penitencia. Considero que, al llegar más tarde, mejora notablemente la calidad del trabajo que realizo.
De momento, debo mantener en secreto la innovación que he introducido en relación con el sistema de archivado, pues es revolucionaria, y he de comprobar los resultados antes de revelarla. En teoría, la innovación es magnífica. Sin embargo, he de decir que esos papeles viejos y amarillentos que se guardan en los archivos constituyen un peligroso riesgo de incendio. Un aspecto más especial, que quizá no tenga aplicación en todos los casos, es que mis archivos son, al parecer, domicilio de insectos y animales diversos. La peste bubónica es algo que resultaba natural en el Medioevo. Pero creo que con traerla en este espantoso siglo resultaría ridículo tan sólo.
Hoy nuestra oficina se vio honrada al fin con la presencia de nuestro amo y señor, G. Levy. A decir verdad, me pareció un tanto indiferente y despreocupado. Llamé su atención sobre el cartel (sí, lector, al fin está terminado y colocado, una flor de lis de lo más imperial le añade mayor significado), pero tampoco esto despertó en él demasiado interés. Su estancia fue breve y muy poco profesional; mas, ¿quiénes somos nosotros para poner en entredicho los motivos de esos gigantes del comercio cuyos caprichos guían el curso de nuestra nación? Con el tiempo, sabrá de mi devoción por su empresa, de mi dedicación. Y tal vez mi ejemplo le mueva a creer de nuevo en Levy Pants.
La Trixie aún guarda silencio, con lo que demuestra que es aún más sabia de lo que yo había imaginado. Tengo la sospecha de que esta mujer sabe muchísimo, de que su apatía es sólo una fachada para ocultar su claro resentimiento contra Levy Pants. Su coherencia aumenta cuando habla de la jubilación. He observado que necesita calcetines blancos de repuesto, pues los que lleva ahora se han vuelto más bien grises. Quizás en un futuro próximo le compre un par de calcetines blancos de esos absorbentes que utilizan los deportistas. Quizás este detalle afectuoso la conmueva y la induzca a la conversación. Parece haberle tomado mucho cariño a mi gorra, pues ha dado en ponérsela de vez en cuando en lugar de su visera de celuloide.
Como ya te he dicho, lector, en anteriores entregas, he estado emulando al poeta Milton pasando mi juventud retirado, entregado al estudio y a la meditación a fin de perfeccionar mi oficio de escritor, tal como hizo él; la intemperancia cataclismática de mi madre me ha arrojado al mundo con la mayor crueldad. Mi organismo entero está aun agitado. En consecuencia, estoy aún en el proceso de adaptarme a la tensión del mundo laboral. En cuanto mi organismo se acostumbre a la oficina, daré el paso gigantesco de visitar la fábrica, diligente corazón de Levy Pants. He oído más de un pequeño silbido y un pequeño estruendo a través de la puerta de la fábrica, pero mi condición actual, que es de un cierto desasosiego, me veta un descenso a ese infierno particular, por el momento. De vez en cuando, aparece por la oficina algún obrero para exponer incultamente algún problema (normalmente se trata de una borrachera del capataz, que es un bebedor inveterado). Cuando me encuentre de nuevo en posesión de todas mis facultades visitaré a esa gente de la fábrica; tengo firmes y profundas convicciones respecto a la acción social. Seguramente podré hacer algo para ayudar a esos trabajadores. No puedo soportar a los que actúan cobardemente ante la injusticia social. Creo en un compromiso audaz e implacable con los problemas de nuestra época.
Nota social: He buscado distracción en el Prytania más de una vez, arrastrado por el atractivo de ciertos horrores tecnicoloreados, abortos fílmicos que eran ultrajes a todo criterio de gusto y decencia, rollos y rollos de perversión y blasfemia que asombraban y sobrecogían mis incrédulos ojos, que estremecían mi mente virginal y cerraban mi válvula.
Mi madre se relaciona ahora con unos indeseables que intentan convertirla en una especie de atleta, especímenes depravados de la humanidad que se dedican a jugar a los bolos y se sumergen así en el olvido. Seguir mi floreciente carrera mercantil me resulta un tanto doloroso, a veces, padeciendo como padezco estas distracciones y angustias en el hogar.
Nota sanitaria: Mi válvula se cerró violentamente esta tarde, cuando el señor González me pidió que le sumara una columna de cifras. Cuando vio el estado en que su petición me precipitó, sumó él mismo, consideradamente, dichas cifras. Procuré no hacer una escena, pero mi válvula pudo más que yo. Por cierto que ese jefe administrativo podría resultar un fastidio.
Hasta luego,
Darryl, vuestro chico trabajador
Ignatius leyó con satisfacción lo que acababa de escribir. El
Diario
brindaba todo género de posibilidades. Podía ser un documento de actualidad, vital, real, un testimonio de los problemas de un joven. Cerró al fin el cuaderno y consideró la posibilidad de una respuesta a Myrna, un ataque malévolo y despiadado a su ser y a su visión del mundo. Sería mejor esperar a haber visitado la fábrica y comprobado las posibilidades de acción social que había allí. Una audacia de aquel calibre era algo que había que manejar con cuidado; quizás pudiera hacer algo con los obreros de la fábrica que dejara a Myrna como una reaccionaria en el campo de la acción social. Tenía que demostrar su superioridad a aquella mozuela ofensiva.
Cogió el laúd y decidió distenderse un poco con una canción. Su enorme lengua recorrió el bigote como preparación y, con un rasgueo, empezó a cantar: «No te dilates más / Apresura tu viaje hacia tu herencia y ten alegre el ánimo.»
—¡Silencio! —aulló la señorita Annie tras sus persianas cerradas.
—¡Cómo se atreve usted! —replicó Ignatius, abriendo violentamente las persianas y mirando a la calleja oscura y fría—. Salga de una vez. No se oculte tras esas persianas.
Corrió furioso a la cocina, llenó una cacerola de agua y volvió apresuradamente a su habitación. En el momento en que se disponía a arrojar el agua sobre las persianas aún cerradas de la señorita Annie, vio cerrarse la puerta de un coche en la calle. Bajaban algunas personas por el callejón. Ignatius cerró las persianas y apagó la luz; oyó a su madre hablar con alguien. El patrullero Mancuso dijo algo al pasar bajo la ventana y una voz áspera de mujer dijo:
—Parece que no ha pasado nada, Irene. No hay ninguna luz encendida. Ve a ver si se ha ido al cine.
Ignatius se puso el abrigo y corrió por el pasillo hasta la puerta principal en el momento en que ellos abrían la de la cocina. Bajó las escaleras y vio el Rambler blanco del patrullero Mancuso aparcado delante de la casa. Agachándose con gran esfuerzo, Ignatius metió el dedo en la válvula de uno de los neumáticos, hasta que cesó el silbido y la parte inferior del neumático se desparramó sobre el pavimento. Luego, bajó por la calleja, que tenía la anchura justa para permitirle pasar, hacia la parte trasera de la casa.
Estaban encendidas las luces de la cocina, y por la ventana cerrada pudo oír la radio barata de su madre. Subió sin hacer ruido los escalones de la entrada trasera y atisbo por los grasientos cristales de la puerta. Su madre y el patrullero Mancuso estaban sentados a la mesa delante de una botella casi llena de Early Times. El patrullero parecía más derrotado que nunca, pero la señora Reilly taconeaba en el suelo y reía tímidamente por lo que veía en el centro de la habitación. Una mujer rechoncha de pelo canoso rizado bailaba sola, meneando sus pechos pendulares, encerrados en una blusa blanca de bolera. Los zapatos de jugador de bolos taconeaban enérgicamente, balanceando los columpiantes pechos y las caderas giratorias entre la mesa y la cocina.
Así que aquélla era la tía del patrullero Mancuso. Sólo el patrullero Mancuso podía tener algo como aquello por tía, masculló Ignatius para sí.
—¡¡Viva!! —gritó alegremente la señora Reilly—. ¡Muy bien, Santa!
—Mirad esto, chicos —gritó la mujer del pelo canoso, con el tono del arbitro de una velada de boxeo; y empezó a menearse encogiéndose más y más hasta rozar casi el suelo.
—¡Santo cielo! —dijo Ignatius al viento.
—Vas a abrir un agujero en el suelo, chica —dijo la señora Reilly entre carcajadas—. Vas a taladrar mi pobre suelo.
—Será mejor que lo dejes ya, tía Santa —dijo malhumorado el patrullero Mancuso.
—Qué demonios, ni hablar, no voy a dejarlo tan pronto. Acabo de empezar —contestó la mujer, incorporándose rítmicamente—. ¿Quién dice que las abuelas no pueden bailar?
La mujer saltó en el suelo de linóleo extendiendo los brazos.
—¡Señor! —dijo la señora Reilly entre carcajadas, ladeando la botella de whisky hacia su vaso—. Si Ignatius llegara a casa y viera esto...
—¡Que se vaya a la mierda Ignatius!
—¡Santa! —balbució la señora Reilly, conmovida, pero también, según Ignatius pudo percibir, levemente complacida.
—Ya está bien —gritó la señorita Annie desde detrás de sus persianas.
—¿Quién es? —preguntó Santa a la señora Reilly.
—Como no se callen, llamo a la policía —chilló la voz apagada de la señorita Annie.
—Basta ya,
por favor
—suplicó nervioso el patrullero Mancuso.
Darlene estaba detrás de la barra echando agua en las botellas de licor a medio llenar.
—Mira, Darlene, escucha esto —ordenó Lana Lee, doblando el periódico y poniéndole encima el cenicero a modo de pisapapeles—. «Frieda Club, Betty Bumper y Liz Steele, todas de Calle St. Peter 796, fueron detenidas anoche en el Salón El Caballo, Calle Burgundi 570, acusadas de alterar el orden público. Según los funcionarios que las detuvieron, el incidente se inició cuando un individuo no identificado hizo una proposición a una de las mujeres. Sus dos compañeras se abalanzaron sobre dicho individuo, que huyó del local. Una de las detenidas, la apellidada Steele, arrojó un taburete al camarero, y las otras dos amenazaron a los clientes del establecimiento con otros taburetes y con botellas de cerveza rotas. Los clientes explicaron que el hombre que huyó llevaba zapatos de jugador de bolos.» ¿Qué te parece? Gente como ésta acaba con el barrio. Un tipo normal intenta ligar con uno de esos marimachos y las otras se lanzan a zurrarle. Antes era bonito y agradable andar por aquí. Ahora, sólo hay machorras y mariquitas. No es raro que vaya tan mal el negocio. No puedo soportar a las lesbianas, no puedo.
—Aquí sólo vienen ya policías vestidos de paisano —dijo Darlene—. ¿Cómo no ponen policías de paisano siguiendo a mujeres como ésas?
—Esto se está convirtiendo en una comisaría de mierda. Estoy montando aquí un espectáculo benéfico para la asociación de policías —dijo malhumorada Lana—. Un montón de espacio vacío y unos cuantos polis haciéndose señas. Y tengo que pasarme casi todo el tiempo vigilándote a ti para que no intentes venderles un trago.
—Bueno, Lana —dijo Darlene—. ¿Cómo voy a saber si un individuo es policía o no? Para mí, todo el mundo tiene el mismo aspecto. Y tengo que ganarme la vida.
—A los policías se les conoce por los ojos, Darlene. Están muy seguros de sí mismos. Yo llevo ya demasiado tiempo en este negocio. Localizo a un policía inmediatamente. Los billetes marcados, el disfraz. Si no puedes distinguirlos por los ojos, entonces fíjate en el dinero. Está lleno de marcas de lápiz y cosas por el estilo.
—¿Y cómo voy a ver el dinero? Aquí está tan oscuro que apenas puedo verles los ojos siquiera.
—Bueno, tendremos que hacer algo contigo. No quiero que estés ahí sentada en mis taburetes perdiendo el tiempo. Cualquier noche de éstas intentarás venderle un martini doble al jefe de policía.
—Entonces, déjame salir al escenario y bailar. Tengo un número sensacional.