La panacea de Myrna, para cualquier cosa, desde arcas caídas hasta depresión nerviosa, era el sexo. Propagó diligentemente esta doctrina con desastrosas consecuencias para dos bellezas sureñas a las que tomó bajo su protección, con el propósito de renovar sus mentes atrasadas. Siguiendo el consejo de Myrna, y con la solícita colaboración de varios jóvenes, una de estas sencillas muchachas sufrió una crisis nerviosa; la otra intentó, sin éxito, abrirse las venas con una botella rota de cocacola. La explicación de Myrna fue que las chicas eran, en esencia, demasiado reaccionarias; y predicó con renovado vigor la libertad sexual en todas las aulas y pizzerias, logrando que casi la violase un bedel de la Facultad de Sociología. Yo, entretanto, procuraba guiarla por el camino de la verdad.
Tras unos cuantos semestres, Myrna desapareció de la universidad, diciendo, a su modo ofensivo: «Este lugar no puede enseñarme nada que ya no sepa.» Los leotardos negros, la tupida mata de pelo y la valija monstruosa desaparecieron; el campus, con sus hileras de palmeras, volvió al letargo y el besuqueo tradicionales. He vuelto a ver a esa ramera liberada algunas veces, pues, de cuando en cuando, se embarca en una «gira de inspección» por el Sur, parando en Nueva Orleans para arengarme e intentar seducirme con sus lúgubres cantos de cárcel y cadena y de cuadrilla, que rasguea en su guitarra. Myrna es muy sincera. Por desgracia, también es muy ofensiva.
Cuando la vi tras su último «viaje de inspección», estaba bastante sucia y desvencijada. Había hecho paradas por el Sur rural, para enseñar a los negros canciones populares que había aprendido en la Biblioteca del Congreso. Parece ser que los negros preferían la música contemporánea y que encendían sus transistores ruidosa y desafiantemente cuando Myrna iniciaba una de sus lúgubres endechas. Aunque los negros habían procurado ignorarla, los blancos habían mostrado gran interés por ella. Bandas de blancos pobres y fanáticos la habían echado de los pueblos, le habían pinchado los neumáticos, la habían azotado los brazos. La habían perseguido sabuesos, le habían aplicado aguijadas eléctricas, la habían mordido perros policías, la habían rozado ligeramente con perdigones. Ella había disfrutado infinito, y me había enseñado muy orgullosa (y, podría añadir, muy sugestivamente) la marca de un colmillo en la parte superior de uno de sus muslos. Mis ojos perplejos e incrédulos apreciaron que en aquella ocasión llevaba medias oscuras y no leotardos. Pero no se encendió por ello mi sangre.
Mantenemos una correspondencia regular, y el tema habitual de sus cartas es el de urgirme a participar en manifestaciones, desfiles y ocupaciones, sentadas y cosas de ese género. Pero yo no como en restaurantes baratos ni nado, así que he ignorado hasta el presente sus consejos. El tema subsidiario de su correspondencia es instarme a ir a Manhattan, para que ella y yo podamos alzar nuestra bandera de confusión gemela en aquel centro de horrores mecanizados. Si alguna vez me siento bien de veras, quizás haga el viaje. Por el momento, esa almizcleña jovencita probablemente esté en el fondo de un túnel del metro, atravesando el Bronx, corriendo de una asamblea de protesta social a alguna orgía de canciones populares, si no es algo peor. Algún día, las autoridades de nuestra sociedad la detendrán simplemente por ser quien es. La cárcel dará al fin sentido a su vida y acabará con sus frustraciones.
Un reciente comunicado suyo fue más audaz y más ofensivo de lo habitual. Hay que tratar con ella a su propio nivel, y así pensé en ella cuando examinaba las condiciones ínfimas de la fábrica. He estado confinado durante demasiado tiempo en el aislamiento miltoniano y en la meditación. No hay duda de que ha llegado la hora de introducirme valerosamente en nuestra sociedad, no al modo tedioso y pasivo de la escuela de acción social de Myrna Minkoff, sino con gran estilo y celo.
El lector será testigo de una decisión valerosa, audaz y agresiva del autor, una decisión que revela una militancia, una profundidad y un vigor totalmente inesperados en persona de tanta suavidad y sosiego. Mañana describiré con detalle mi respuesta a las Myrna Minkoff del mundo. El resultado puede, por otra parte, derribar (demasiado literalmente) al señor González como centro de poder dentro de Levy Pants. Hemos de enfrentarnos a ese enemigo. Una de esas organizaciones de derechos civiles, una de las más poderosas, me cubrirá, con toda seguridad, de laureles.
Noto un dolor casi insoportable en los dedos como consecuencia del ejercicio excesivo que he realizado al escribir esto. He de dejar el lápiz, mi motor de la verdad, y bañar mis manos agarrotadas en un poco de agua caliente. Mi profunda devoción a la causa de la justicia me ha llevado a esta extensa diatriba, y creo que mi círculo dentro de un círculo, mi experiencia en Levy Pants, asciende hacia nuevos éxitos y nuevas alturas.
Nota sanitaria: Manos agarrotadas, válvula temporalmente abierta (a medias).
Nota social: Nada hoy; mamá ha vuelto a salir; parecía una cortesana; uno de sus secuaces, quizás le interese al lector, ha demostrado su incurabilidad revelando una atracción fetichista por los autobuses Greyhound.
Voy a rezar a San Martín de Porres, santo patrón de los mulatos, para que triunfe nuestra causa en la fábrica. Dado que se le invoca también contra las ratas, quizá nos ayude también en la oficina.
Hasta luego,
Gary, vuestro Chico Trabajador Activista
El doctor Tale encendió un Benson and Hedges, mirando por la ventana de su despacho de la Facultad de Sociología. Al otro lado del campus a oscuras vio algunas luces de las clases nocturnas de otros edificios. Había estado toda la noche rebuscando en su escritorio sus notas sobre el monarca inglés de la leyenda, notas copiadas precipitadamente de un resumen de la historia inglesa de cien páginas, que una vez había leído en edición de bolsillo. La conferencia sería al día siguiente, y ya eran las ocho y media casi. El doctor Tale tenía fama como conferenciante por su ingenio ágil y sarcástico y por sus generalizaciones fácilmente digeribles, que le hacían popular entre las estudiantes y le ayudaban a ocultar su falta de conocimiento de casi todo en general y de la historia inglesa en particular.
Pero hasta Tale se daba cuenta de que su fama de refinamiento y facundia no le salvarían de su incapacidad absoluta para recordar cualquier cosa relacionada con Lear y Arturo, aparte del hecho de que el primero tenía algunos hijos. Tale dejó el cigarrillo en el cenicero y empezó de nuevo por el último cajón. Al fondo de éste, había un montón de papeles viejos que no había examinado con excesivo detenimiento durante la primera inspección del escritorio. Colocando los papeles en el regazo, fue ojeándolos uno a uno y descubrió que, tal como había imaginado, casi todos eran ejercicios no devueltos que había acumulado a lo largo de un período de más de cinco años. Cuando se detuvo a examinar uno de ellos, sus ojos cayeron sobre una hoja arrugada y amarillenta de papel Gran Jefe en la que había escrito, en rojo, lo siguiente:
Su total ignorancia de lo que profesa enseñar merece pena de muerte. Dudo que sepa usted que a San Casiano de Imola le mataron sus propios alumnos atravesándole con sus estilos. Su muerte, un martirio perfectamente honorable, le convirtió en santo patrón de los profesores.
Encomiéndese a él, tonto extraviado, pseudopedante que se dedica a decir «¿Alguien para el tenis?» y a jugar al golf y a trasegar bebidas alcohólicas, pues necesita usted realmente un santo patrón. Aunque sus días están contados, no morirá usted como un mártir (pues no defiende usted ninguna causa santa), sino como el perfecto imbécil que en realidad es.
EL ZORRO
Sobre la última línea de la página, había dibujada una espada. —¿Qué habrá sido de él? —se dijo Tale en voz alta.
Mattie's Ramble Inn estaba en una esquina del sector Carrollton de la ciudad donde, tras haber corrido en paralelo seis o siete millas, la Avenida St. Charles y el río Mississippi se encuentran y termina la avenida. Allí se forma un ángulo, la avenida y sus vías de tranvía a un lado, el río y el muelle y las vías del ferrocarril al otro. Dentro de este ángulo hay un pequeño barrio separado. Impregna el ambiente el aroma intenso y empalagoso de la destilería de alcohol del río, un olor que se hace sofocante las tardes de verano cuando sopla la brisa del río. El barrio creció al azar hace más o menos un siglo, y hoy apenas si parece urbano. Cuando las calles de la ciudad cruzan la Avenida St. Charles y entran en este barrio, cambian gradualmente del asfalto a la grava. Es un antiguo pueblo rural que tiene incluso algunos pajares, un pueblo alienado y microcósmico dentro de una gran ciudad.
Mattie's Ramble Inn era como las demás casas de su manzana: baja, sin pintar, de una verticalidad imperfecta. Mattie's divagaba levemente hacia la derecha, inclinándose hacia las vías del ferrocarril y el río. Su fachada era casi invulnerable, cubierta como estaba de carteles publicitarios de latón de toda una colección de cervezas y cigarrillos y refrescos. Hasta la pantalla de la puerta anunciaba una marca de pan. Mattie's era una mezcla de bar y tienda de ultramarinos; el aspecto tienda prácticamente limitado a una parca selección de artículos, refrescos, pan y alimentos enlatados. Junto a la barra había un cajón de hielo que enfriaba unos cuantos kilos de carne en salmuera y de salchichas. Y no había ningún Mattie. El señor Watson, el propietario, un hombre tranquilo, tostado,
café au lait
, tenía autoridad exclusiva sobre la restringida selección de mercancías.
—El problema es el no tené ninguna especíalidá vocacional —le decía Jones al señor Watson.
Jones estaba encaramado en un taburete de madera, las piernas dobladas abajo como ganchos de hielo, listas para enganchar el taburete y llevárselo audazmente ante los ancianos ojos del señor Watson.
—Si yo tuviera una especialidá, no estaría barriéndole el suelo a una puta.
—Sé bueno —respondió vagamente el señor Watson—. Pórtate bien con la dama.
—¡Juá! Sí, claro. Tú no entiendes na de na, hombre. Conseguí un trabajo con un pájaro. ¿Cómo va a gústale a nadie trabaja con un pájaro? —Jones lanzó un poco de humo hacia la barra—. Pero me alegro de que esa chica tenga su oportunidá. Lleva mucho tiempo trabajando para la desgracia de la Lee. Necesita un descanso. Pero apuesto a que ese pájaro va a gana más dinero que yo. ¡Seguro!
—Sé bueno, John.
—¡Juá! Sí, cómo no, a ti te han lavao el cerebro —dijo Jones—. Tú no tienes a nadie que venga aquí y te limpie el suelo, ¿verdá que no? Di, di.
—No te metas en líos.
—¡Puaf! Hablas iguá que la desgracia de la Lee. Qué lástima que no os conozcáis. Ella te quiere mucho, sí. Dice: «Oiga, muchacho, usté es precisamente la clase de negro tonto a la antigua que llevo toda la vida buscando.» Dice: «Oiga, qué bueno es usté, limpíeme el suelo y pínteme la paré. Es usté tan simpático, ¿por qué no me friega el retrete y me limpia los zapatos?» y tú le dices: «Sí, madame, sí, madame. Me portaré bien.» Y te rompes el culo cayéndote cuando estás limpiando una lámpara y llega otra puta amiga suya a compara tarifas y la Lee va y le tira unas monedas a los pies y dice: «Óigame usté, muchacho, ya está bien de comedia. Devuelva esas monedas antes de que llamemos a un policía.» Sí, señó.
—¿No te dijo esa señora que llamaría a la policía si no te portabas bien?
—Me enganchó con eso. ¡Sí, señó! Creo que la Lee tiene algún contacto con la poli. No hace más que hablarme de un amigo que tiene en el cuerpo. Dice que su local tiene tanta clase que allí la policía no se atreve a entra —Jones formó un nubarrón sobre la pequeña barra—. Pero algo se trae entre manos con esa mierda de los huérfanos. Cuando alguien como la Lee dice «Caridá», sabes que se cuece algo ilegal. Y sé que andan con algo raro de ese tipo, porque de repente el huérfano dejó de aparece porque yo hacía muchas preguntas. ¡Mierda! Me gustaría sabe qué es lo que se traen entre manos. Estoy harto de que me tengan cogió en una trampa pagándome veinte dólares a la semana, trabajando con un pájaro tan grande como un águila. Tengo que conseguirme algo, hombre. ¡Puaf! Quiero un acondicionado de aire, un televisó en coló, y bebé de vez en cuando algo mejó que cerveza.
—¿Quieres otra cerveza?
Jones miró al viejo a través de sus gafas de sol y dijo:
—¿Quieres vendéme otra cerveza, a mí, un pobre chico de coló que anda rompiéndose el culo por veinte dólares a la semana? Creo que ya va siendo hora de que me des una cerveza gratis, con todo ese dinero que ganas vendiendo carne y refrescos a los pobres de coló. Mandas a tu hio a la universidad con el dinero que ganas aquí.
—Es maestro ya —dijo muy orgulloso el señor Watson, abriendo una cerveza.
—Muy bien, hombre, sí. Yo no fui a la escuela más que dos años en toa mi vida. Mi mamá andaba por ahí lavando la ropa de otra gente, nadie hablaba de escuela. Yo me pasaba el día en la calle, gastando suela. Yo gastando suela, mamá lavando, nadie aprendía nada. ¡Una mierda, sí, señó! ¿Quién busca gastasuelas para dales trabajo? Acabo consiguiéndome un trabajo remunerao con un pájaro, con una jefa que probablemente esté vendiendo marranas a los huérfanos. ¡Sí, señó, juá!
—Bueno, si las condiciones son tan malas...
—¿Tan malas? ¡Vamos, hombre! Esto es la esclavitú moderna. Si lo dejo, me denuncian por vagabundo. Sí me quedo, tengo un empleo remunerao con un sueldo que ni siquiera se aproxima al salario mínimo.
—Te diré lo que puedes hacer —dijo el señor Watson confidencialmente, apoyándose en la barra y entregándole a Jones la cerveza.
El otro hombre que había en la barra se inclinó hacia ellos para escuchar; llevaba varios minutos siguiendo su conversación en silencio.
—Puedes probar a hacer un sabotaje, un sabotaje pequeño. Es la única forma de luchar contra esa clase de trampas.
—¿Pero qué quieres decí tú con eso de «sabotaje»?
—Tú sabes, hombre —cuchicheó el señor Watson—. Es como la criada mal pagada que echa demasiada pimienta en la sopa sin darse cuenta; como el empleado del aparcamiento que un día se harta ya de tanta mierda y echa un poco de aceite en el suelo y el coche patina y se va contra la valla.
—¡Juáaa! —dijo Jones—. Como el chico del supermercao que de repente se le ponen resbalosos los dedos y se le cae al suelo una docena de huevos, porque no quieren pagarle las horas extras, ¿eh?
—Ves, ya lo entendiste.