La conjura de los necios (21 page)

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Authors: John Kennedy Toole

Tags: #Humor

»Por favor, recordad esto: nuestro primer paso será pacífico y racional. Cuando entremos en la oficina, las dos damas llevarán la bandera hasta el jefe administrativo. El coro se colocará junto a la cruz. El batallón permanecerá en segundo plano hasta que sea necesario. Como vamos a tratar con el propio González, supongo que habrá que llamar en seguida al batallón. Si González no reacciona ante este espectáculo emocionante, yo gritaré: "¡Al ataque". Esa será la señal para empuñar las armas y atacar. ¿Alguna pregunta?

Alguien dijo: «Todo esto es pura mierda», pero Ignatius ignoró la voz. Hubo un silencio feliz en la fábrica, la mayoría de los trabajadores estaban ávidos de alguna ruptura con la rutina. El señor Palermo, el capataz, apareció beodamente entre dos de los hornos un momento y desapareció luego.

—Parece ser que el plan de combate está claro —dijo Ignatius al ver que no surgían preguntas—. ¿Querrán las dos damas de la bandera, por favor, tomar posiciones allí junto a la puerta? Ahora, por favor, que se coloque el coro detrás y luego el batallón.

Los obreros formaron rápidamente, sonriendo y espoleándose unos a otros con sus ingenios de guerra.

—¡Magnífico! El coro puede empezar ya a cantar.

La dama afecta a los espirituales sopló una flauta y los integrantes del coro comenzaron a cantar vigorosamente: «Oh, Jesús, camina a mi lado / Así siempre, siempre estaré satisfecho».

—Es una canción muy conmovedora, realmente —comentó Ignatius. Luego gritó—: ¡Adelante!

La formación obedeció tan de prisa, que, antes de que Ignatius pudiera añadir nada más, ya había salido la enseña de la fábrica y subía las escaleras hacia la oficina.

—¡Alto! —gritó Ignatius—. Alguien tiene que ayudarme a bajar de la mesa.

Oh, Jesús, sé mi amigo

Hasta el fin, hasta el fin, sí.

Coge mi mano

Y seré dichoso

Sabiendo que Tú caminas

Oyendo mi voz.

No me quejo

Aunque llueva

Cuando estoy con Jesús.

—¡Alto! —gritó Ignatius frenéticamente, viendo cómo la última fila del batallón cruzaba la puerta—. ¡Volved inmediatamente aquí!

Pero la puerta se cerró. Ignatius se agachó y se colocó a cuatro patas y fue gateando hasta el borde de la mesa. Luego, giróse y, tras maniobrar largo rato con sus extremidades, logró sentarse al borde. Comprobado que sus pies se columpiaban a sólo unos centímetros del suelo, decidió arriesgarse al salto. Al apartarse de la mesa y aterrizar en el suelo, deslizósele la cámara del hombro, y golpeó el cemento con un estruendo quebrado y sordo. Destripada, derramáronse por el suelo sus fílmicas entrañas. Recogióla Ignatius y accionó el pulsador destinado a ponerla en marcha, pero nada pasó.

Tú, Jesús, me pagas la fianza

Cuando me meten en la cárcel.

Oh, sí, Tú me das siempre

Una razón para vivir.

—¿Pero qué cantan esos dementes? —preguntó Ignatius a la vacía fábrica, mientras iba embutiendo metros y metros de película en el bolso.

Tú nunca me haces daño,

Tú nunca, nunca, nunca me abandonas.

Yo nunca peco

Y gano siempre

Ahora que tengo a Jesús.

Ignatius, con una estela de película desenrollada, se lanzó hacia la puerta y entró en la oficina. Las dos mujeres desplegaban estólidas la parte posterior de la manchada sábana ante el señor González, que estaba confundidísimo. Los miembros del coro, con los ojos cerrados, cantaban compulsivos, perdidos en su mundo melódico. Ignatius atravesó el batallón que remoloneaba benigno en los márgenes de la escena, hacia el escritorio del jefe administrativo.

La señorita Trixie le vio y preguntó:

—¿Qué pasa, Gloria? ¿Qué hace aquí la gente de la fábrica?

—Corra ahora que puede, señorita Trixie —dijo Ignatius muy serio.

Oh, Jesús, Tú me das paz,

Tú alejas a la policía.

—No puedo oírte, Gloria —gritó la señorita Trixie, agarrándole del brazo—. ¿Esto es una comedia de negros?

—¡Vaya a colgar sus carnes flácidas en el retrete! —gritó brutal Ignatius.

La señorita Trixie desapareció.

—¿Bien? —preguntó Ignatius al señor González, resituando a las dos damas, para que el jefe administrativo pudiera ver la inscripción de la sábana.

—¿Qué significa esto? —preguntó el señor González, leyendo la pancarta.

—¿Se niega usted a ayudar a estas personas?

—¿Ayudarles? —preguntó acongojado el jefe administrativo—. ¿De qué habla usted, señor Reilly?

—Hablo de ese pecado contra la sociedad del que es usted culpable.

—¿Qué? —al señor González le temblaban los labios.

—¡Al ataque! —gritó Ignatius al batallón—. Este hombre no sabe lo que es la caridad.

—No le ha dado usted oportunidad de hablar —comentó una de las mujeres descontentas que sujetaban la sábana—. Deje usted hablar al señor González.

—¡Al ataque! ¡Al ataque! —gritó de nuevo Ignatius, con mayor furia aún, los ojos amarillos y azules relampagueando desorbitados.

Alguien dio un cadenazo más bien protocolario en los archivadores, tirando las plantas al suelo.

—¿Pero qué has hecho, desgraciado? —dijo Ignatius—. ¿Quién te mandó tirar esas plantas?

—Usted dijo «al ataque» —contestó el portador de la cadena.

—Deje eso inmediatamente —gritó Ignatius a un hombre que acuchillaba apático el letrero DEPARTAMENTO DE INVESTIGACIÓN Y REFERENCIA. — I. REILLY, CUSTODIO con un cortaplumas—. ¿Pero qué se han creído ustedes?

—Bueno, usté dijo «al ataque» —contestaron varias voces.

En este yermo

Me das la gracia

De tu luz

Que ilumina la larga noche.

Oh, Jesús, oye mis cuitas

Y nunca, nunca, nunca te dejaré.

—Basta ya de esa canción horrible —gritó Ignatius al coro—. Nunca he oído mayor blasfemia.

El coro dejó de cantar y los cantores parecieron ofenderse muchísimo.

—No entiendo lo que hace, señor Reilly —dijo el jefe administrativo a Ignatius.

—Cierre esa boquita, subnormal.

—Nosotros volvemos a la fábrica —dijo furiosa a Ignatius la portavoz del coro, la dama apasionada—. Es usté un hombre malo. Yo sí creo que hay un policía buscándole.

—Sí —confirmaron otras voces.

—Un momento, un momento —suplicó Ignatius—. Alguien tiene que atacar a González —pasó revista el batallón de guerreros—. El del ladrillo, venga aquí ahora mismo y pegúele un poco en la cabeza.

—Yo no voy a pegarle a nadie con esto —dijo el hombre del ladrillo—. Usted debe tener unos antecedentes de un kilómetro en la policía.

Las dos mujeres dejaron caer al suelo con manifiesta repugnancia la sábana y siguieron al coro, que ya empezaba a salir por la puerta.

—¿Pero dónde se van? —gritó Ignatius, la voz ahogada de saliva y furia.

Los guerreros no contestaron y empezaron a seguir al coro y a las dos portaestandartes por la puerta de la oficina. Ignatius se lanzó raudo tras los últimos guerreros y agarró por el brazo a uno, pero el guerrero se lo quitó de encima como si fuera un mosquito y dijo:

—Ya tenemos bastantes problemas sin necesidad de que nos metan en la cárcel.

—¡Vuelvan aquí! No han terminado. Pueden coger a la señorita Trixie si quieren —gritó Ignatius frenético al batallón en retirada, pero la procesión siguió silenciosa y resuelta escaleras abajo hacia la fábrica. Y cerróse por último la puerta tras el último cruzado de la dignidad mora.

III

El patrullero Mancuso miró el reloj. Llevaba ya ocho horas en la estación de autobuses. Era tiempo ya de entregar el disfraz en la comisaría y regresar a casa. No había detenido a nadie en todo el día y, además, parecía haber cogido un catarro. Allí hacía mucho frío y había mucha humedad. Estornudó e intentó abrir la puerta; pero no se abría. Sacudió la manilla, forcejeó en la cerradura, que parecía trabada. Tras más o menos un minuto de esfuerzos y empujones, gritó: «¡Socorro!».

IV

—¡Ignatius! ¡Por fin lograste que te echaran!

—Por favor, madre, que estoy al borde del derrumbe.

Ignatius se embutió la botella de Dr. Nut bajo el bigote y bebió ruidosamente, con gorgoteos sonoros.

—Si piensas portarte ahora como una arpía, piensa que me empujarás al abismo.

—Un trabajito de nada en una oficina y no es capaz de conservarlo. Con todos tus estudios.

—Me odiaban, me envidiaban —dijo Ignatius, mirando con cara compungida a las paredes oscuras de la cocina.

Luego, apartó la lengua de la boca de la botella con un zump y eructó un poco de Dr. Nut.

—En realidad, todo ha sido culpa de Myrna Minkoff. Tú ya sabes los líos que arma.

—¿Myrna Minkoff? No digas tonterías, Ignatius. Esa chica está en Nueva York. Te conozco, hijo mío. Debes haber soltado en Levy Pants alguna patochada de las tuyas.

—Mi magnificencia les turbaba.

—Dame ese periódico, Ignatius. Vamos a echar un vistazo a las ofertas de trabajo.

—¿Es cierto lo que oigo? —atronó Ignatius—. ¿Voy a verme arrojado de nuevo al abismo? ¿Es que no tienes caridad? Necesito una semana al menos en la cama, con servicio, para recuperarme.

—Hablando de la cama, ¿qué ha sido de tu sábana, hijo mío?

—Pues no tengo ni idea. Puede que la robaran. ¡No te previne yo contra los intrusos!

—¿Quieres decir que entró alguien en casa sólo para llevarse una de tus sábanas asquerosas?

—Si fueras un poco más concienzuda en la colada, no habría que aplicarle tal calificativo.

—Bueno, bueno, dejémoslo, pásame el periódico, hijo mío.

—¿Vas a intentar de veras leer en voz alta? Dudo que mi organismo pueda soportar tal trauma en este momento. Además, estoy leyendo un artículo muy interesante de la sección de ciencias, un artículo sobre los moluscos.

La señora Reilly arrebató el periódico a su hijo, dejando dos trocitos de papel en sus manos.

—¡Madre! ¿Esta muestra agresiva de mala educación es resultado acaso de tu relación con esos sicilianos que juegan a los bolos?

—Cállate, Ignatius —dijo su madre, pasando las hojas compulsivamente, en busca de la sección de anuncios.

—Mañana por la mañana cogerás el trole de St. Charles bien temprano.

—¿Eh? —preguntó Ignatius con aire ausente. Estaba preguntándose qué podría escribirle ahora a Myrna. La película parecía destruida también. Sería imposible describir en una carta el desastre de la Cruzada—. ¿Qué decías, madre?

—Digo que tienes que coger ese trole mañana temprano —chilló la señora Reilly.

—Muy razonable.

—Y no volverás a casa, hasta que encuentres trabajo.

—Fortuna ha decidido, al parecer, iniciar otro giro hacia abajo.

—¿Qué?

—Nada, nada.

V

La señora Levy yacía boca abajo sobre la tabla de ejercicios motorizada, cuyas diversas secciones tanteaban suavemente su amplio cuerpo, toqueteando y amasando su carne blanca y blanda cual amoroso panadero. La señora Levy mantenía firmemente asido el tablero, abrazándolo por debajo.

—Oh —gemía satisfecha y feliz, tanteando la sección que tenía debajo de la cara.

—Apaga ese chisme —dijo la voz de su marido, detrás suyo.

—¿Qué? —la señora Levy alzó la cabeza y miró soñolienta alrededor—. ¿Qué haces aquí? Creí que estabas en la ciudad, en las carreras.

—Cambié de idea, supongo que no te importa.

—Claro, qué me va a importar. Haz lo que quieras. No tengo por qué decirte yo lo que tienes que hacer. Diviértete. A mí qué más me da.

—Perdona. Siento haberte arrancado de tu tabla.

—No metamos la tabla en el asunto, si no te importa.

—Oh, que me disculpe si la he ofendido.

—No tienes por qué meterte con mi tabla. Sólo he dicho eso. Intento ser amable. No soy yo quien empieza las discusiones en esta casa.

—Enciende ese cacharro otra vez y cállate. Voy a darme una ducha.

—¿Lo ves? Te excitas por nada. No tienes por qué volcar en mí tus sentimientos de culpa.

—¿Pero de qué sentimientos de culpa hablas? ¿Qué he hecho yo, a ver?

—Sabes bien a qué me refiero, Gus. Sabes muy bien que has desperdiciado tu vida. Una gran empresa a la basura. La posibilidad de operar a escala nacional. La sangre y el sudor de tu padre, que te la entregó en bandeja de plata.

—Uf.

—Una empresa floreciente que se hunde.

—Mira, tengo dolor de cabeza hoy precisamente por haber intentado salvar esa empresa. Por eso no fui a las carreras.

Después de haber luchado con su padre casi treinta y cinco años, el señor Levy había decidido que dedicaría el resto de su vida a procurar que no le fastidiaran. Pero todos los días que estaba en la mansión Levy, le fastidiaba su esposa por el simple hecho de que no soportaba que él no quisiera que le fastidiaran con Levy Pants. Y, al mantenerse al margen de Levy Pants, la empresa le fastidiaba aún más, porque siempre había en ella algún problema. Habría sido todo mucho más fácil y menos fastidioso si se hubiera dedicado realmente a dirigir Levy Pants y hubiera hecho una jornada de ocho horas como director. Pero el solo nombre de Levy Pants le daba ardor de estómago. Lo asociaba a su padre.

—¿Y qué hiciste, Gus? ¿Firmar unas cartas?

—Despedí a una persona.

—¿De veras? Qué hazaña. ¿A quién? ¿A un fogonero?

—¿Recuerdas que te hablé de un chiflado grandote, uno que contrató el memo de González?

—Ah. Aquél, sí —la señora Levy dio vuelta sobre la tabla de ejercicios.

—No te imaginas lo que hizo. Hay tiras de papel de colores, banderolas colgando del techo. Puso una gran cruz en la oficina. Y hoy, cuando entré, se me acercó y empezó a quejarse de que uno de la fábrica le había tirado al suelo sus plantas de judías.

—¿Plantas de judías? ¿Es que se ha creído que Levy Pants es un huerto de legumbres?

—Dios sabe lo que pasa por esa cabeza. Quería que yo echase al que le había tirado las plantas y a otro tipo que decía que le había roto su cartel. Dijo que los obreros eran todos unos camorristas que no le tenían ningún respeto. Que querían fastidiarle. Así que bajé a la fábrica y busqué a Palermo. No estaba, por supuesto, pero ¿a que no sabes con qué me encontré? Con que todos los obreros tenían ladrillos y cadenas. Y estaban nerviosísimos y me dijeron que aquel tipo, ese Reilly, es decir el mamarracho grandote, les había dicho que llevaran todo aquello para asaltar la oficina y pegarle a González.

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