Cogiendo de nuevo el carro, enfiló Calle Carondelet arriba, arrastrándose lentamente detrás de su vehículo. Fiel a su promesa de dar una vuelta a la manzana, giró de nuevo en la esquina siguiente y se detuvo junto a las gastadas paredes de granito del Gallier Hall a consumir dos salchichas más, antes de cubrir el último trecho de su recorrido. Cuando dobló la última esquina y vio de nuevo el letrero de Vendedores Paraíso, Inc. colgando en ángulo sobre la acera de la calle Poydras, inició un trote relativamente rápido, que le llevó a cruzar jadeando las puertas del garaje.
—¡Socorro! —dijo, y resopló penosamente, haciendo saltar la salchicha de lata por el escaloncillo bajo de cemento de la entrada.
—¿Qué pasa, amigo? ¿No habíamos quedado que estaría una hora entera?
—Somos los dos afortunados por el hecho de que haya podido regresar siquiera. Sepa que han atacado de nuevo.
—¿Quién?
—El sindicato del crimen. Dios sabe quiénes son. Mire mis manos —Ignatius plantó sus dos manazas delante de la cara del viejo—. Todo mi sistema nervioso está a punto de rebelarse contra mí por someterlo a este trauma. Si caigo de pronto en una crisis nerviosa no se extrañe.
—¿Qué demonios pasó?
—Un miembro del inmenso hampa juvenil me acorraló en la Calle Carondelet.
—¿Le robó a usted? —preguntó nervioso el viejo. —Brutalmente. Me colocó en las sienes una pistola grande y oxidada. En realidad, me la aplicó directamente sobre un punto vital, impidiendo que la sangre me circulara por el lado izquierdo de la cabeza durante un buen rato.
—¿En la Calle Carondelet a esta hora del día? ¿Y no intervino nadie?
—Por supuesto que no. La gente alienta a los delincuentes en estos casos. Quizás experimente una especie de placer ante el espectáculo de un pobre y afanoso vendedor al que se humilla públicamente. Quizá quisiesen respetar el espíritu de iniciativa del muchacho.
—¿Y qué aspecto tenía?
—El de miles de jóvenes. Granos, tupé, adenoides, el equipaje adolescente standard. Quizá tuviera alguna marca de nacimiento o una rodilla débil. La verdad es que no puedo acordarme. Cuando me incrustó la pistola en la cabeza, me desmayé por falta de riego en el cerebro y por el miedo. Mientras estaba allí tumbado en la acera, parece ser que saqueó el carro.
—¿Cuánto dinero se llevó?
—¿Dinero? No robó dinero. En realidad, no había dinero que robar, pues no había conseguido vender ni uno de esos manjares siquiera. Robó las salchichas.
»En fin, al parecer, no se las llevó todas. Cuando recobré el conocimiento, examiné el carro. Aún quedan una o dos, creo.
—Nunca oí nada parecido.
—Quizá tuviera mucha hambre. Quizás alguna deficiencia vitamínica de su organismo en desarrollo necesitase urgentemente una compensación. El deseo humano de alimento y de sexo es relativamente similar. Si hay violaciones a mano armada, ¿por qué no habría de haber robos de salchichas a mano armada? No veo nada insólito en el asunto.
—Todo eso es un cuento.
—¿Un cuento? El incidente es sociológicamente válido. La culpa la tiene nuestra sociedad. Los jóvenes, enloquecidos por sugestivos programas de televisión y publicaciones lascivas se han dedicado, al parecer, a asociarse con ciertas adolescentes más bien convencionales que se niegan a participar en sus imaginativos programas sexuales. Sus deseos físicos insatisfechos han de buscar, en consecuencia, una sublimación en la comida. Yo, por desgracia, fui la víctima de todo esto. Podemos dar gracias a Dios de que el muchacho haya recurrido a la comida como vía de desahogo. Si no, podría haberme violado allí mismo en plena calle.
—Sólo ha dejado cuatro —dijo el viejo, atisbando en el pocilio de las salchichas—. El muy hijo de puta... y cómo habrá podido llevárselas todas...
—No sé, la verdad —dijo Ignatius, y añadió indignado—: Cuando desperté vi que la trampilla del carro estaba abierta. Por supuesto, nadie quiso ayudarme a levantarme. Mi bata blanca me delataba como un vendedor... un intocable.
—¿Qué le parece si hace otro intento?
—¿Qué? ¿En mi estado actual? ¿Espera usted en serio que salga de nuevo a vender por las calles? Mis diez centavos los depositaré en manos del conductor del tranvía de St. Charles. Pienso pasar el resto del día en una bañera de agua caliente intentando recuperar una sombra al menos de normalidad.
—¿Y qué le parece si vuelve usted mañana, amigo, y vuelve a intentarlo? —preguntó animosamente el viejo—. Necesito realmente vendedores.
Ignatius consideró la propuesta un rato, examinando la cicatriz de la nariz del viejo y eructando gaseosamente. Al menos, estaría trabajando. Lo cual satisfaría a su madre. Era un trabajo en el que había poca supervisión y en el que nadie le acosaba. Poniendo fin a sus meditaciones con un carraspeo, volvió a eructar.
—Si estoy en condiciones de funcionar por la mañana, quizá vuelva por aquí. No puedo predecir la hora a que llegaré, pero, sí, bueno, creo que puede esperar verme aparecer por aquí.
—Eso está muy bien, hijo —dijo el viejo—. Llámeme señor Clyde.
—Así lo haré —dijo Ignatius y lamió una miga que había descubierto en la comisura de los labios—. Por cierto, señor Clyde, me llevaré esta bata a casa para demostrarle a mi madre que tengo trabajo. Verá usted, mi madre bebe mucho y necesita estar segura de que el dinero de mi trabajo llegará para que no quede cortado su suministro de bebidas alcohólicas. La verdad es que llevo una vida bastante triste. Quizás algún día se la cuente con detalle pero, de momento, he de explicarle algo de mi válvula.
—¿Válvula?
—Sí.
Jones pasaba despreocupadamente una esponja por la barra. Lana Lee había salido de compras, por primera vez en mucho tiempo, cerrando la caja registradora ruidosa y previsoramente antes de irse. Después de humedecer un poco la barra, Jones volvió a echar la esponja en el cubo, se sentó en un reservado y se puso a hojear el último Life que le había dejado Darlene. Encendió un cigarrillo, pero la nube de humo hacía aún más invisible la revista. La única luz del Noche de Alegría que casi permitía la lectura era la pequeña de la caja registradora, así que Jones se acercó a la barra y la encendió. Cuando empezaba a estudiar en profundidad una escena de cóctel de un anuncio de V. O. Seagram, entró en el bar Lana Lee.
—Ya decía yo que no podía dejarle aquí solo —dijo, abriendo el bolso y sacando una caja de tizas que guardó en el armarito de debajo la barra—. ¿Qué demonios hace ahí junto a la caja? Siga limpiando.
—Ya he acabao con su suelo. Estoy convirtiéndome en especialista en suelos. Creo que la gente de coló lleva en la sangre lo de barré y limpia el polvo. Para la gente de coló es ya como come y respira. Estoy seguro de que si le das a un niñito de coló de un año una escoba empezará a barré hasta romperse el culo. ¡Sí, señó, seguro!
Jones volvió al anuncio mientras Lana cerraba de nuevo el armarito. Examinó luego los largos rastros de polvo del suelo que hacían que pareciese que Jones lo hubiera arado en vez de limpiarlo. Había tiras lineales de suelo limpio que se correspondían con surcos y tiras de polvo, como si Jones hubiese arado más que barrido. Aunque Lana no lo sabía, Jones intentaba con esto un sutil sabotaje. Tenía ciertos planes muy ambiciosos para el futuro.
—Oiga, venga. Échele un vistazo a este maldito suelo.
Jones miró a regañadientes a través de las gafas de sol y no vio nada.
—¿Qué pasa? El suelo está impecable. Sí, señó. En el Noche de Alegría tó es de primera calida.
—Pero, ¿es que no ve toda esa mierda?
—Por veinte dólares a la semana, es natural que haya un poquito mierda. La mierda empieza a desaparece cuando el salario llega a los cincuenta o los sesenta dólares.
—Yo, cuando pago, quiero que se me sirva —dijo furiosa Lana.
—Escuche, ¿por qué no intenta alguna vez viví con mi salario? ¿Es que se cree que a la gente de coló le dan la comida y la ropa a un precio especial? ¿En qué piensa usté la mitad del tiempo que está ahí sentá jugando con sus monedas? ¡Juá! Donde yo vivo, ¿sabe usté cómo compra la gente los pitillos? Pues la gente no puede compra paquetes y se compra los pitillos sueltos, a dos centavos pieza. ¿Cree usté que un tipo de coló lo tiene fácil, eh? Mierda. Yo no miento. Estoy ya muy cansao de sé un vagabundo y de intenta seguí arrastrando el culo con este salario de mierda.
—¿Quién le sacó de la calle y le dio un trabajo cuando los polis estaban a punto de enchironarle por vagancia? Podría pensar en eso alguna vez cuando anda holgazaneando detrás de esas malditas gafas.
—¿Holgazaneando? Una mierda, holgazaneando. Limpiando este jodio prostíbulo. A ver si no quién barre y limpia aquí toda la mierda que tiran al suelo sus pobres y estúpidos clientes. Lo siento por ellos, pobre gente que entra aquí pensando que se va a divertí, y resulta que les echan polvos en la bebida, agarran purgaciones con el hielo. ¡Juá! Y, hablando de soltá pasta, creo que debería usté soltá un poquito más ahora que su amigo el huérfano ha dejao de aparece por aquí. Si ya no hace caridá, podría darme un poco de la pasta que se ahorra.
Lana no dijo nada. Metió el recibo de la caja de tiza en el libro de contabilidad para poder incluirlo en la lista de deducciones que acompañaba siempre a sus declaraciones a Hacienda. Había comprado ya un globo terráqueo usado. También lo tenía guardado en el armarito. Ahora sólo le faltaba un libro. Cuando volviera a ver a George le diría que le trajera uno. Tenía que tener algún libro de antes de desertar del instituto.
Lana se había tomado su tiempo para reunir aquella coleccioncita de artículos escénicos. Mientras estuvieron apareciendo por allí de noche policías de paisano, había estado demasiado inquieta y preocupada para atender a aquel proyecto de George. Sobre todo por el grave problema de Darlene, el punto vulnerable del muro de protección de Lana contra los policías de paisano. Pero los polis habían desaparecido ya con la misma brusquedad con que habían aparecido. Lana les identificaba en cuanto entraban, y con Darlene fuera de los taburetes de la barra, practicando con su pájaro, los polis no tenían nada en qué hincar el diente. Lana había procurado que todos les ignorasen. Hacía falta experiencia para poder localizar a un poli. Pero si eras capaz de identificar a un poli, te ahorrabas muchos problemas.
Sólo quedaban dos cosas pendientes. Una, conseguir el libro. Si George quería que tuviera un libro, que se lo consiguiera él. Lana no estaba dispuesta a comprarlo, ni siquiera de segunda mano. El otro asunto era conseguir que Darlene volviese a la barra ahora que habían desaparecido los polis. A una persona como Darlene era mejor tenerla a comisión que a sueldo. Y lo que Lana había visto hacer a Darlene en el escenario con el pájaro le indicaba que, de momento, el Noche de Alegría iría mejor si decidía no incorporarse al negocio de los animales.
—¿Dónde está Darlene? —preguntó Lana a Jones—. Tengo un recadito para ella y para el pájaro.
—Telefoneó y dijo que vendría por la tarde a hace un ensayo —dijo Jones al anuncio que estaba examinando—. Dice que tenía que lleva el pájaro al veterinario, que le parece que está perdiendo las plumas.
—¿Sí?
Lana comenzó a planear el montaje con el globo, la tiza y el libro. Para que la cosa tuviera posibilidades comerciales, había que hacerlo con cierta finura, había que hacer algo de calidad. Imaginó varios montajes que combinarían gracia y obscenidad. La cosa no tenía por qué ser demasiado cruda. Iba dirigido a crios, en realidad.
—Aquí estamos —dijo muy feliz, desde la puerta, Darlene. Y entró en el bar; vestía pantalones y chaquetón de marinero, y llevaba una jaula tapada en la mano.
—Pues no creas que vais a estar demasiado —contestó Lana—. Tengo ciertas noticias para ti y para tu amigo.
Darlene posó la jaula en la barra y destapó una inmensa cacatúa de un rojo escrofuloso que parecía que, como un coche usado, hubiese pasado por las manos de varios propietarios. El bicho bajó la cresta y soltó un grito horrible:
—Auuk.
—Se acabó, Darlene. Vuelves a la barra y empiezas esta noche.
—Oh, Lana —gimió Darlene—. ¿Qué pasa? Los ensayos han ido muy bien. Espera a que pilamos un poco las cosas. Será un gran éxito.
—Te diré la verdad, Darlene: ese pájaro y tú me dais miedo.
—Mira, Lana —Darlene se quitó el chaquetón de marinero y mostró a su jefa los anillitos que llevaba a los lados de los pantalones y de la blusa, sujetos con imperdibles—. ¿Ves estos chismes? Ahí va a estar toda la gracia del número. He estado practicando en mi apartamento. Es un enfoque nuevo. El coge los anillos con el pico y me suelta la ropa. Bueno, estos anillos sólo son para el ensayo.
Cuando tenga hecho el traje, los anillos irán cosidos a un gancho con presilla, de modo que cuando los coja y tire de ellos se abra el vestido. De verdad, Lana, será un éxito sensacional.
—Mira, Darlene, era más seguro cuando ese bicho condenado te volaba alrededor de la cabeza o como fuese.
—Pero ahora formará realmente parte del número, será un éxito...
—Sí, pero podría arrancarte una teta de un picotazo. Lo único que nos faltaba en este local es un accidente desgraciado y una ambulancia que aleje a los clientes y me arruine la inversión. O, a lo mejor, a ese pajarraco se le mete en la cabeza lanzarse sobre el público y sacarle los ojos a alguien. No, sinceramente, no confío ni en ti ni en el pájaro, Darlene. Lo primero es la seguridad.
—Oohh, Lana —Darlene estaba desolada—. Danos una oportunidad. Lo hacemos muy bien.
—No. Se acabó. Llévate a ese bicho de mi bar antes de que se cague por ahí —Lana tapó la jaula—. Se acabaron los que tú sabes qué y ya puedes pues volver a la barra.
—Creo que quizá le diga a tú sabes quién tú sabes qué y haga que tú sabes quién se asuste y se largue.
Jones alzó la vista del anuncio y dijo:
—Si siguen hablando ustedes así con tanto doble sentido, no me van a dejar lee. Juá. ¿Quién es el «tú sabes quién» y quién el «tú sabes qué»?
—Levántese usted de ahí, presidiario, y siga barriendo.
—Ese pájaro ha estado viniendo al Noche de Alegría a practica y a ensaya —dijo Jones desde su nube, sonriendo—. Mierda. Debería darle una oportunidad, no puede tratarle como a la gente de coló.
—Eso es —remachó Darlene muy seria.
—Pues si hemos eliminado la caridá del huérfano y no se practica la caridá con el criao, que es un servido, quizá debiéramos darle un poquito a una pobre chica que ha de anda tó el día intentando ganarse la comisión. ¡Sí, señó!