—¿Qué?
—Se había dedicado a decirles que estaban mal pagados y que trabajaban demasiado.
—Creo que tiene razón —dijo la señora Levy—. Ayer, Susan y Sandra escribieron precisamente y lo comentaban en su carta. Sus amiguitos de la universidad les dijeron que, por lo que contaban de su padre, era como los plantadores que vivían del trabajo de los esclavos. Las chicas estaban muy afectadas. Pensaba decírtelo, pero tuve tantos problemas con el nuevo diseñista capilar que se me pasó. Quieren que subas el sueldo a esa pobre gente y dicen que si no, no volverán a casa nunca.
—¿Pero quiénes se creen esas dos que son?
—Tus hijas, por si lo has olvidado. Lo único que quieren es respetarte. Dicen que si no mejoras las condiciones de trabajo en Levy Pants no volverás a verlas.
—¿Y a qué viene ese repentino interés por los negros? ¿Es que se han acabado los jóvenes?
—Vaya, ya estás atacando otra vez a las niñas. Sabes lo que te digo, que es por eso por lo que yo tampoco puedo respertarte. Si una de tus hijas fuera un caballo y la otra un jugador de béisbol, no las llevarías en palmitas.
—Si una fuera un caballo y la otra un jugador de béisbol, nos iría mucho mejor, créeme. Por lo menos, darían un beneficio.
—Disculpa —dijo la señora Levy, conectando de nuevo la tabla de ejercicios—. No estoy dispuesta a seguir oyendo disparates. Qué disgusto. No sé si seré capaz de escribir a las niñas y explicarles esto.
El señor Levy había visto las cartas de su mujer a las chicas, una especie de editoriales emotivos, un lavado de cerebro irracional que habría hecho parecer a Patrick Henry
[3]
como un coriáceo reaccionario que hacía que las chicas volvieran a casa en vacaciones llenas de hostilidad hacia su padre por los miles de injusticias de que había hecho objeto a su madre. La señora Levy elaboraba ya mentalmente una especie de folletín apasionado en el que su marido tenía el papel de un miembro del Ku Klux Klan que despidía del trabajo a un joven cruzado. El material de que disponía era excelente.
—Ese muchacho es un verdadero psicópata —dijo el señor Levy.
—Para ti, la personalidad es psicosis. La integridad, un complejo. Ya conozco ese cuento.
—Mira, puede que no le hubiera despedido si uno de los obreros no me hubiera contado que había oído decir que a ese chiflado le busca la policía. Eso fue lo que me hizo tomar una decisión rápida. Ya he tenido bastantes problemas con esa empresa para tener allí a un chiflado reclamado por la policía.
—No me vengas con ésas. Es demasiado típico. Para una persona como tú, los cruzados y los idealistas son siempre
beatniks
y delincuentes. Es tu defensa contra ellos. Pero gracias por decírmelo. Dará mayor realismo a la carta.
—No he despedido a nadie en toda mi vida —dijo el señor Levy—. Pero no puedo tener trabajando allí a una persona a la que busca la policía. Podríamos meternos en un lío.
—Por favor —la señora Levy hizo un gesto de advertencia desde la tabla—. Ese joven idealista debe estar ahora pasándolas negras en algún sitio. Esto destrozará a las chicas, igual que me destroza a mí. Yo soy una mujer de mucha personalidad, una mujer muy íntegra y muy sensible. Tú eso nunca has sabido apreciarlo. Mi relación contigo me ha envilecido. Has hecho que todo resulte tan vulgar, yo incluida. Estoy acartonada por tu culpa.
—Así que también te he destrozado a ti, ¿eh?
—Yo era en otros tiempos una chica tierna y amorosa con grandes ideales. Las niñas lo saben muy bien. Creí que serías capaz de convertir Levy Pants en una empresa de ámbito nacional —la señora Levy cabeceaba suavemente sobre la tabla—. Y fíjate. Es sólo una empresucha en quiebra, sin futuro. Tus hijas están decepcionadas. Yo estoy decepcionada. Ese joven al que despediste, está decepcionado.
—¿Pero es que quieres que me suicide?
—Ésa decisión sólo puedes tomarla tú. Has decidido siempre tú. Yo he existido sólo para tu placer. No soy más que otro coche deportivo usado. Me utilizas cuando te apetece. No me importa.
—Oh, cállate. Nadie desea utilizarte para nada.
—¿Lo ves? Siempre estás atacando. Eso es inseguridad, complejos de culpa, hostilidad. Si estuvieras orgulloso de ti mismo y de cómo tratas a los demás, serías agradable. Piensa en otro ejemplo, en la señorita Trixie. Piensa en lo que le has hecho.
—Nunca le he hecho nada a esa mujer.
—Precisamente. Está sola, asustada.
—Pero si ya está casi muerta.
—Como no están aquí Susan y Sandra, yo también siento complejo de culpa. ¿Qué hago yo en el mundo? ¿Qué objetivo tengo yo en la vida? Soy una mujer con ambiciones, con ideales —la señora Levy suspiró—. Y me siento tan inútil. Me has enjaulado con centenares de objetos materiales que no satisfacen a mi auténtico yo —sus ojos saltones miraban fríos a su marido—. Si me traes a la señorita Trixie no escribiré esa carta.
—¿Qué? No quiero aquí a ese vejestorio. ¿Qué pasó con tu club de bridge? La última vez que no escribiste una carta conseguiste un vestido nuevo. Te compraré un traje de fiesta. Confórmate con eso.
—No basta con que hayas mantenido activa a esa mujer. Necesita ayuda personal.
—Ya la has utilizado como conejillo de Indias para aquel curso por correspondencia que hiciste. ¿Por qué no la dejas en paz? Deja que González la jubile.
—Hazlo y la matarás. Entonces sentirá realmente que nadie la quiere. Tendrás una muerte sobre tu conciencia.
—Ay. Dios santo.
—Cuando pienso en mi madre. Todos los inviernos en la playa de San Juan. Bronceado, bikini: bailando, nadando, disfrutando. Admiradores.
—Cada vez que la derriba una ola, le da un ataque cardíaco. Lo que no pierde en los casinos, lo gasta con el médico del Caribe Hilton.
—No te gusta mi madre porque nunca te tragó. Razón tenía. Debería haberme casado con un médico, alguien con ideales —la señora Levy añadió con tristeza—: En realidad, no importa ya. El sufrimiento ha servido para fortalecerme.
—¿Sufrirías mucho si alguien arrancase los cables a esa maldita tabla de ejercicios?
—Ya te lo he dicho —dijo furiosa la señora Levy—. No metas a la tabla en esto. La rabia te desborda. Sigue mi consejo, Gus. Vete a ver a ese psicoanalista del Medical Arts, el que ayudó a Lenny a sacar de la ruina su joyería. Le curó de aquel complejo que tenía sobre la venta de rosarios. Lenny cuenta de él maravillas. Ahora, ha conseguido una especie de contrato en exclusiva con unas monjas que le venden los rosarios en los cuarenta colegios católicos de la ciudad. Se está hinchando a ganar dinero. Y es feliz. Las monjas son felices, los niños son felices.
—Qué maravilla.
—Ha introducido en el mercado una hermosa colección de imágenes y de artículos religiosos.
—Apuesto a que es feliz.
—Lo es. Y tú deberías serlo también. Vete a ver a ese médico antes de que sea demasiado tarde, Gus. Deberías buscar ayuda, aunque sólo sea por las niñas. Por mí da igual.
—De eso estoy seguro.
—Tienes una personalidad muy confusa. Sandra, por ejemplo, es mucho más feliz desde que se psicoanalizó. Con un médico de la universidad, que la ayudó muchísimo.
—Estoy seguro de que sí, de que la ayudó mucho.
—Es muy posible que tenga una recaída cuando se entere de lo que le hiciste a aquel joven idealista. Sé que las niñas acabarán volviéndose contra ti. Son tiernas y compasivas, lo mismo que yo antes de que tú me embrutecieses.
—¿Embrutecerte, dices?
—Por favor, basta de sarcasmos —un movimiento de las uñas aguamarinas advirtió desde la saltante y ondulante tabla— ¿Me traes a la señorita Trixie o escribo la carta?
—Tendrás a la señorita Trixie —dijo el señor Levy al fin—. Probablemente intentarás colocarla en esa tabla y le romperás una cadera.
—¡No metas la tabla en esto!
Vendedores Paraíso,
Incorporated
, se albergaba en lo que antes había sido un taller de reparación de automóviles, en la oscura planta baja de un edificio comercial de la calle Poydras, desocupado, por lo demás. Las puertas del garaje solían estar abiertas, obsequiando al transeúnte con un aroma acre a salchichas hirviendo y a mostaza, y a cemento impregnado durante muchos años por los lubricantes y aceites de motor que habían goteado y manado de
Harmons
y
Hupmobiles
. El intenso hedor de Vendedores Paraíso,
Incorporated
, llevaba a veces al sobrecogido y perplejo transeúnte a mirar por la puerta abierta hacia la oscuridad del garaje. Allí, sus ojos se topaban con una flota de grandes salchichas de lata instaladas sobre ruedas de bicicleta. No es que fuese una colección de vehículos demasiado impresionante. Varios de los salchichomóviles estaban llenos de abolladuras. Había una salchicha estrujada, de costado, su única rueda colocada horizontal encima, víctima del tráfico.
Entre los transeúntes vespertinos que pasaban apresurados delante de Vendedores Paraíso,
Incorporated
, pasó arrastrándose lentamente una figura impresionante: Ignatius. Se detuvo ante el estrecho garaje, aspiró los humos de Paraíso con gran placer sensorial. Sus protuberantes pelos nasales analizaron, catalogaron, categorizaron y clasificaron los distintos aromas, la salchicha, la mostaza, el lubricante. Aspiró profundamente, preguntándose si detectaba también o no, un olor más sutil, el aroma leve de los panecillos. Luego miró las manos de blancos guantes de su reloj de pulsera Ratón Mickey y comprobó que sólo hacía una hora que había comido. Aun así, aquellos aromas intrigantes estaban haciéndole salivar activamente.
Entró en el garaje y miró por allí. En un rincón había un viejo que hervía salchichas en una enorme olla, cuyo tamaño empequeñecía el hornillo de gas sobre el que se asentaba.
—Disculpe, caballero —dijo Ignatius—. ¿Venden ustedes al detall?
Los ojos acuosos del viejo se volvieron hacia el enorme visitante.
—¿Qué quiere usted?
—Me gustaría comprar una de sus salchichas. Tienen un aroma delicioso. Quería saber si me vendía usted una.
—Desde luego.
—¿Puedo elegirla? —preguntó Ignatius, asomándose al borde de la olla.
Las salchichas silbaban y bailaban en el agua hirviendo como paramecios artificialmente coloreados, vistos desde un gigantesco microscopio. Ignatius se llenó los pulmones de aquel aroma amargo y picante.
—Me imaginaré que estoy en un restaurante elegante y que esto es la charca de las langostas.
—Tome, sáquela con este tenedor —dijo el hombre, entregándole a Ignatius una especie de lanza doblada y corroída—. Y procure no tocar el agua con las manos. Es como ácido. Fíjese cómo ha dejado el tenedor.
—Caramba —dijo Ignatius al viejo, después de haber dado el primer mordisco—. Son fuertes, eh. ¿Qué ingredientes tienen?
—Caucho, cereal, tripa. ¿Quién sabe? Yo no me atrevo a comerlas, la verdad.
—Resultan curiosamente atractivas —dijo Ignatius, carraspeando—. Me pareció que las vibrisas de mi nariz detectaban algo único cuando pasaba por ahí fuera.
Ignatius masticaba con una ferocidad beatífica, estudiando una cicatriz que tenía el viejo en la nariz y oyéndole silbar.
—¿Eso que silba es de Scarlatti? —preguntó al fin.
—Bueno, yo creo que es
Turkey in the Straw
.
—Tenía la esperanza de que conociese usted la obra de Scarlatti. Fue el último músico —añadió Ignatius, reanudando su furioso ataque a la gran salchicha—. Con sus evidentes dotes musicales, podría dedicarse usted a algo de más mérito.
Ignatius siguió masticando mientras el viejo reanudaba su monótono silbar. Luego, dijo:
—Sospecho que piensa usted que
Turkey in the Straw
es algo auténticamente norteamericano. Pues bien, no lo es. Es una abominación discordante.
—No me parece que eso tenga mucha importancia.
—¡Tiene muchísima, caballero! —chilló Ignatius—. Venerar cosas como
Turkey in the Straw
es la raíz misma de nuestros problemas actuales.
—¿Pero de dónde demonios sale usted? ¿Qué quiere?
—¿Cuál es su opinión sobre una sociedad que considera
Turkey in the Straw
como uno de los pilares de su cultura?
—¿Quién piensa eso? —preguntó el viejo irritado. —Todo el mundo. Sobre todo los cantantes populares y los profesores de tercer grado. Hay hoscos pregraduados y párvulos que están cantándolo siempre, como hechiceros. —Ignatius eructó—. Creo que tomaré otra de esas deliciosas salchichas.
Tras la cuarta salchicha, Ignatius repasó labios y bigote con su majestuosa lengua color rosa y le dijo al viejo:
—No recuerdo haberme sentido tan satisfecho en mucho tiempo. He tenido suerte al encontrar este lugar. Me espera un día preñado de infinitos horrores. Estoy sin trabajo en este momento e intentando encontrarlo. Y es como si me hubiese lanzado a buscar el Santo Grial. Llevo ya una semana deambulando por el barrio comercial. Carezco, al parecer, de alguna perversión especial que buscan los patronos de hoy.
—No tiene suerte, ¿eh?
—Bueno, he contestado sólo a dos anuncios esta semana. Hay días que estoy absolutamente desquiciado ya cuando llego a la Calle Canal. Esos días puedo darme por satisfecho si tengo ánimos bastante para entrar en un cine. En realidad, he visto ya todas las películas que ponen en el centro y, dado que todas son lo suficientemente ofensivas como para que se mantengan en cartelera indefinidamente, la semana que viene se presenta particularmente lúgubre.
El viejo miró a Ignatius y luego miró aquella enorme olla, el hornillo de gas, los carros abollados. Al fin, dijo:
—Yo puedo darle trabajo aquí.
—Muchísimas gracias —dijo Ignatius en tono condescendiente—. Pero aquí no podría trabajar. Este garaje es muy húmedo y yo soy propenso a las afecciones respiratorias, entre varias otras.
—Pero no trabajaría usted aquí, hijo. Yo digo como vendedor.
—¿Qué? —aulló Ignatius—. ¿Todo el día en la calle, expuesto a la lluvia y a la nieve?
—Aquí no nieva, hijo.
—Sí que nieva, pocas veces, pero nieva. Lo más probable es que se pusiera a nevar en cuanto saliera yo a la calle arrastrando uno de esos carros. Seguro que me encontrarían tirado en el arroyo, con todos mis orificios llenos de carámbanos, y los gatos callejeros echados sobre mí para aprovechar el calor de mi último aliento. No, gracias, caballero. He de irme. Ahora recuerdo que tengo una cita.