Luego estaba Myrna, que se le había aparecido en una serie de sueños que estaban tomando la forma de los antiguos seriales de Batman que había visto de niño en el Prytania. Un episodio seguía a otro. En uno de los más grotescos, él estaba en un andén del metro, reencarnado en Santiago, el Menor, el que murió martirizado por los judíos. Myrna apareció cruzando un molinete con una pancarta, CONGRESO NO VIOLENTO PARA LOS SEXUALMENTE NECESITADOS, y empezó a atosigarle. «Jesús triunfará al fin, con dólares o no», profetizó majestuosamente Ignatius-Santiago. Pero Myrna, burlándose, le arrojó, empujándole con la pancarta, a las vías en el momento en que llegaba el tren. Ignatius había despertado justo cuando el tren estaba a punto de aplastarle.
Las pesadillas myrkoffianas le estaban resultando aún peores que los viejos sueños aterradores de los autobuses Scenecruiser en los que lgnatius, majestuosamente emplazado en el piso de arriba, había cabalgado en autobuses demoníacos en su caída por las barandillas de puentes y chocado con reactores que corrían por pistas de aeródromos.
De noche le asediaban los sueños y de día le esperaba la ruta absurda que el señor Clyde le había asignado. Nadie del Barrio Francés parecía interesarse por los bocadillos de salchichas. En consecuencia, el salario que llevaba a casa era cada vez más exiguo, y su madre se mostraba más hosca cada día. ¿Cuándo y cómo acabaría aquel ciclo diabólico?
Había leído en el periódico de la mañana que un club artístico de señoras iba a colgar sus lienzos en el Callejón del Pirata. Pensando que los cuadros serían lo suficientemente afrentosos para interesarle un rato, metió el carro por las losas del callejón, dispuesto a examinar la variedad de obras de arte que colgaban de los pinchos de hierro de la valla trasera de la catedral. En la proa del carro, en un intento por atraerse clientes entre los habitantes del Barrio Francés, Ignatius había fijado con celo una hoja de papel Gran jefe en que había escrito: DOCE PULGADAS (12) DE PARAÍSO. Hasta el momento, nadie había atendido a su mensaje.
La calleja estaba llena de señoras bien vestidas y con grandes sombreros. Ignatius apuntó con la proa del carro a la multitud y empujó hacia adelante. Una mujer leyó la frase de la hoja y lanzó un grito, pidiendo a sus compañeras que se apartaran de la fantasmal aparición.
—¿Salchichas, señoras? —preguntó, cordial, Ignatius.
Los ojos de las damas miraban el cartel, miraban el pendiente, el pañuelo, el sable y rogaban al cielo que siguiese, que desapareciese aquello de allí. La lluvia habría sido terrible para la exposición; pero aquello...
—Salchichas, salchichas —decía Ignatius, algo irritado ya—. Manjares de las higiénicas cocinas del Paraíso.
Durante el silencio que siguió, Ignatius eructó sonoramente. Las damas fingieron contemplar el cielo y el jardincito de detrás de la catedral.
Ignatius avanzó hacia la valla, abandonando la causa perdida que era el carro, y examinó los cuadros al óleo y al pastel y las acuarelas que colgaban allí. Aunque el estilo de cada uno variaba en tosquedad, los temas eran relativamente similares: camelias flotando en cuencos de agua, azaleas torturadas en ambiciosas disposiciones florales, magnolias como molinos de viento blancos. Ignatius, furioso, examinó los cuadros un rato, sin decir nada, solo, pues las señoras habían retrocedido apartándose de la valla, y habían formado como un pequeño agrupamiento protector. El carro había quedado también abandonado sobre las losas, a unos metros del miembro más reciente del gremio artístico.
—¡Oh, Dios! —gritó Ignatius después de haber peregrinado arriba y abajo por la valla—. ¿Cómo se atreven a presentar estos abortos al público?
—Siga su camino, señor, tenga la bondad —dijo una señora audaz.
—Las magnolias no son así —dijo Ignatius, dando una estocada con el sable a una ofensiva magnolia al pastel—. Ustedes, señoras, necesitan un curso de botánica, y puede que también de geometría.
—Usted no tiene por qué mirar nuestras obras —dijo una voz irritada del grupo, la voz de la dama que había dibujado la magnolia en cuestión.
—¡Por supuesto que sí! —gritó Ignatius—. Ustedes, señoras, necesitan un crítico con cierto gusto y con cierta decencia. ¡Dios santo! ¿Quién de ustedes hizo esta camelia? Díganme. El agua de este cuenco parece aceite de automóvil.
—Déjenos en paz —dijo una voz aguda.
—Ustedes, señoras, harían mejor dejando de dar tés y meriendas y dedicándose a aprender a dibujar —atronó Ignatius—. En primer lugar, tienen que aprender a manejar el pincel. Yo propondría que se reuniesen todas y que pintasen una casa para empezar.
—Vayase usted.
—Si les hubieran encargado a «artistas» como ustedes la decoración de la Capilla Sixtina, habría acabado pareciendo una estación de tren de lo más vulgar —masculló Ignatius.
—No estamos dispuestas a dejarnos insultar por un vendedor sin educación —dijo altaneramente una portavoz de la banda de los grandes sombreros.
—¡Comprendo! —gritó Ignatius—. Ya veo que son ustedes las que calumnian a los vendedores de salchichas.
—Está loco.
—Qué hombre tan ordinario.
—Qué grosero.
—No le demos pie.
—No le queremos aquí —dijo la portavoz, con acritud y sencillez.
—¡Es natural! —rezongó Ignatius—. Es evidente que temen a alguien con un cierto contacto con la realidad, que puede describirles verazmente los ultrajes que han hecho en esos lienzos.
—Vayase, por favor —ordenó la portavoz.
—Lo haré, sí —Ignatius cogió el asa de su carro y se alejó con él—. Deberían estar todas ustedes de rodillas pidiendo perdón por lo que he visto aquí, en esa valla.
—No hay duda de que esta ciudad es cada día peor, con esto por las calles —dijo una mujer, mientras Ignatius se alejaba por el callejón.
Ignatius percibió sorprendido que le rebotaba una piedrecita en la nuca. Furioso, empujó el carro por las losas hasta casi el final de la calleja. Aparcó el carro allí en un pequeño pasaje, de modo que quedase oculto. Le dolían los pies y, mientras desandaba, no quería que le molestase nadie pidiendo un bocadillo. Aunque el negocio no podía ir peor, uno tenía que ser a veces fiel a sí mismo y considerar ante todo su propio bienestar. Si seguía andando mucho más, sus pies se convertirían en ensangrentados muñones.
Se acuclilló incómodo allí, en los escalones laterales de la catedral. El aumento de peso reciente y la hinchazón provocada por el taponamiento de la válvula hacían incómoda cualquier posición que no fuera sentado o tendido. Se quitó las botas e inspeccionó aquellos pies grandes como losas.
—Oh, querido —dijo una voz encima de él—. ¿Pero qué veo? Salí a ver esa exposición pringosa y horrible, ¿y qué me encuentro como obra número uno...? nada menos que el espectro de Lafitte, el pirata. No. Es Fatty Arbuckle. ¿O Marie Dressler? Dime pronto quién eres o me muero.
Ignatius alzó la vista y vio al joven que le había comprado el sombrero a su madre en el Noche de Alegría.
—Déjame en paz, mequetrefe. ¿Dónde está el sombrero de mi madre?
—Oh, aquello —el joven suspiró—. Lo siento, resultó destruido en una fiesta demencial. Le encantó a todo el mundo.
—Estoy seguro. No preguntaré concretamente cómo fue mancillado.
—No lo recordaría, de todos modos. Demasiados martinis aquella noche para el pequeño moi.
—Oh, Dios santo.
—¿Y qué haces tú con ese disfraz tan increíble? Pero si pareces Charles Laughton de reina gitana. ¿Quién pretendes ser? Dímelo, por favor.
—Sigue tu camino, mequetrefe —Ignatius eructó y el gaseoso estruendo repiqueteó en las paredes de la calleja. El gremio artístico de señoras volvió sus sombreros hacia la fuente de aquel volcánico retumbe. Ignatius contempló furioso la chaqueta de terciopelo tostado del joven, el jersey malva de cachemira, la onda de pelo rubio que caía sobre la frente de aquel rostro anguloso y chispeante.
—Lárgate de aquí, que te atizo.
—Oh, Dios Santo —el joven rompió a reír en breves ráfagas, alegres e infantiles, que estremecieron la chaqueta de terciopelo—. Tú estás loco, ¿verdad?
—¡Cómo te atreves! —chilló Ignatius.
Y acto seguido blandió el sable y empezó a darle mandobles en las pantorrillas a aquel joven con el arma de plástico. El joven reía y bailaba frente a Ignatius evitando las estocadas, y sus ágiles piernas le convertían en un blanco difícil. Por último, se alejó danzando hacia el callejón e hizo a Ignatius un gesto de despedida. Ignatius cogió una de sus botas elefantiásicas y la lanzo contra la pirueteante figura.
—Oh —gorjeó el joven. Y cogió la bota y se la tiró a su vez a Ignatius, acertándole en pleno hocico.
—¡Oh, Dios mío! Me ha desfigurado.
—Cállate, gordinflón.
—Puedo hacerte detener por agresión tipificada.
—Yo, en tu caso, me mantendría lo más alejado posible de la policía. ¿Qué crees que dirían cuando te vieran con esa pinta? Si pareces la novia del Capitán Marvel. ¿Detenerme a mí, por agresión? Seamos un poco realistas. Me asombra que te permitan andar por ahí siquiera con ese atuendo de echadora de cartas.
El joven prendió el mechero, encendió un Salem y luego lo cerró.
—Y así descalzo, y con esa espada de juguete. ¿Quieres tomarme el pelo?
—La policía creerá todo lo que yo diga.
—Vamos, qué dices, por favor.
—Pueden condenarte a varios años.
—Oh, vamos, tú estás en la luna.
—Bueno, no tengo por qué estar aquí sentado escuchándote —dijo Ignatius poniéndose las botas.
—¡Oh! —chilló el joven muy feliz—. Esa expresión. Eres Bette Davis empachada.
—Cállate ya, degenerado. Ve a divertirte con tus amiguitos. Debe haber muchos en este barrio.
—¿Y tu querida madre, cómo está?
—No quiero oír su santo nombre profanado por esos labios decadentes.
—Bueno, como ya está profanado, dime ¿Cómo le va? Era tan dulce y tan amable aquella mujer, tan natural. Vaya suerte que tienes.
—No estoy dispuesto a hablar de ella contigo.
—Si te empeñas, de acuerdo. Espero que no sepa que andas por la calle vestido de Juana de Arco húngara. Lo digo por lo del pendiente. Es tan magiar.
—Si quieres un disfraz como éste, cómpratelo —dijo Ignatius—. Y déjame en paz.
—Ya sé que una cosa así no puede comprarse en ningún sitio. Oh, pero causaría sensación en una fiesta.
—Sospecho que las fiestas a las que asistes tú deben ser auténticas visiones del Apocalipsis. Ya sabía yo que nuestra sociedad conducía a esto. De aquí a unos años, puede que tú y tus amigos os apoderéis del país.
—Uy, estamos planeándolo —dijo el joven, con una alegre sonrisa—. Tenemos conexiones en los puestos más altos. Te sorprenderías.
—No, en absoluto. Ya lo predijo Rosvita hace mucho tiempo.
—¿Qué demonios es eso?
—Una monja medieval, una sibila. Ella ha guiado mi vida.
—Uy, tú eres fantástico —dijo el joven alegremente—. Y, aunque parezca imposible, has engordado. ¿Dónde acabarás? Hay algo tan increíblemente viscoso en esa obesidad...
Ignatius se incorporó y clavó el sable de plástico en el pecho del joven.
—Toma, carroña —gritó, hundiendo el sable en el jersey de cachemira. La punta del sable se rompió y cayó al suelo.
—Por Dios, hombre —gritó el joven—. Me romperás el jersey, loco.
Al fondo de la calleja, las mujeres del club artístico retiraban sus cuadros de la valla y plegaban sus sillas de jardín de aluminio como árabes dispuestas a escabullirse. Su exposición anual al aire libre había sido un fracaso.
—Yo soy la espada vengadora del buen gusto y la decencia —gritaba Ignatius. Mientras acuchillaba el jersey con su sable despuntado, las damas empezaron a salir de la calleja por la Calle Royal. Algunas rezagadas aferraban magnolias y camelias llenas de espanto.
—¿Por qué me habré parado a hablar contigo? Chiflado, que eres un chiflado —decía el joven en un susurro jadeante y malévolo—. El mejor jersey que tengo.
—¡Puta! —gritó Ignatius, cruzando el pecho del joven con el sable.
—Oh, qué horror.
El joven intentó huir, pero Ignatius le sujetó con firmeza de un brazo con la mano que no blandía el sable. El joven metió entonces un dedo por el aro que Ignatius llevaba en la oreja y tiró hacia abajo, diciendo, jadeante:
—Tira esa espada.
—Dios santo —Ignatius tiró el sable al suelo—. Creo que tengo la oreja rota.
El joven soltó el aro.
—¡Ahora sí que la has hecho buena! —balbució Ignatius—. Te pudrirás en una prisión federal el resto de tu vida.
—Mira cómo me has dejado el jersey, monstruo repugnante.
—Sólo la carroña más presuntuosa se atrevería a lucir un extravío como ése. Deberías tener un poco de decencia en el vestir, o al menos un poco de gusto.
—Eres un ser horrible. Con ese corpachón.
—Probablemente tendré que pasarme varios años en el hospital de garganta, nariz y oídos para curarme esto —dijo Ignatius, acariciándose la oreja—. Quizá recibas todos los meses unas facturas médicas escalofriantes. Mi equipo de abogados se pondrá en contacto contigo por la mañana en el lugar donde desarrolles tus dudosas actividades. Les advertiré previamente que pueden esperar a ver y oír cualquier cosa. Todos son abogados prestigiosos, pilares de la comunidad, aristócratas criollos que tienen un conocimiento muy limitado de las formas más subrepticias de existencia. Pueden incluso negarse a verte. Quizás envían a uno considerablemente menos representativo a que te vea, algún socio joven a quien hayan admitido en el grupo por piedad.
—Eres un animal.
—Sin embargo, para ahorrarte la angustia de esperar a que esta falange de luminarias legales llegue a esa telaraña de apartamento en que vives, aceptaré un arreglo ahora mismo, si quieres. Cinco o seis dólares serían suficiente.
—Este jersey cuesta cuarenta dólares —dijo el joven; examinó la parte rota que había desgarrado el sable—. ¿Estás dispuesto a pagarlos?
—Desde luego que no. Nunca tengas altercados con indigentes.
—Puedo demandarte.
—Quizá debiéramos abandonar ambos la idea de recurrir a la ley. Para un acontecimiento tan poco auspicioso como un juicio, probablemente te dejarías arrastrar por el entusiasmo y aparecerías con tiara y traje de noche. Un juez viejo podría sentirse muy desconcertado. Probablemente nos considerasen a los dos culpables de algún delito inventado.