—A esa mujerzuela liberal habría que empalarla con el miembro de un garañón especialmente bien dotado —masculló furioso Ignatius.
—¿Qué? ¿Qué dices, hijo?
Ignatius, te acecha una crisis muy grave. Tienes que hacer algo. Hasta el trabajo voluntario en un hospital podría sacarte de la apatía, y quizá no perjudicase a tu válvula y a otras cosas. Sal de esa casa-claustro una hora al día por lo menos. Da un paseo, Ignatius. Contempla los árboles y los pájaros. Comprueba que la vida palpita a tu alrededor.
La válvula se cierra sólo porque cree que está viviendo en un organismo muerto. Abre tu corazón, Ignatius, y se abrirá tu válvula.
Si tienes fantasías sexuales, descríbelas con detalle en tu próxima carta. Quizás yo pueda interpretarte su sentido y ayudarte en esta crisis psicosexual que estás sufriendo. Cuando estaba en la universidad, te dije muchas veces que pasarías por una fase psicótica de este tipo.
Creí que podría interesarte saber que acabo de leer en Revulsión social que Lousiana tiene la tasa más alta de analfabetismo de Estados Unidos. Sal de ese basurero antes de que sea demasiado tarde. La verdad es que no me importa lo que escribiste sobre la conferencia. Comprendo tu estado de ánimo, Ignatius. Los miembros de mi grupo de terapia están siguiendo todos tu caso con mucho interés (se lo he contado todo capítulo por capítulo, empezando por la fantasía paranoica y añadiendo algunos comentarios para ponerles en antecedentes sobre tu persona), y están todos pendientes de ti. Si yo no estuviera tan ocupada con esta conferencia, saldría en viaje de inspección, cosa que debería haber hecho hace mucho, e iría a verte personalmente. Aguanta hasta que nos veamos de nuevo.
M. Minkoff
Ignatius dobló furioso la carta; luego hizo una bola con la bolsa doblada de Macy y la tiró al cubo de la basura. La señora Reilly contempló el rostro enrojecido de su hijo y preguntó:
—¿Qué quiere esa chica? ¿Qué es lo que hace ahora?
—Myrna se dispone a violar a un desdichado negro. En público.
—Ay, qué espanto. Vaya amistades que elegiste, Ignatius. Los pobres negros ya sufren bastante. También ellos tienen una buena cruz. La vida es muy dura, Ignatius. Ya verás, ya.
—Muchísimas gracias —dijo Ignatius en tono profesional.
—¿Te acuerdas de esa pobre señora de color que vende bombones delante del cementerio, Ignatius? Me da mucha pena, la verdad. El otro día la vi con un abriguito de tela todo lleno de agujeros, y hacía frío. Así que fui y le dije, le digo «Ay, querida, te vas a morir de frío con este abrigo de tela lleno de agujeros.» Y ella va y me dice...
—¡Por favor! —gritó furioso Ignatius—. No estoy de humor para historias dialectales.
—Ignatius, escúchame. Daba pena aquella señora, sí. Y va ella y me dice: «Oh, a mí el frío no me importa, querida. Estoy acostumbrada.» ¿Qué valiente, verdad? —la señora Reilly miró emocionadamente a Ignatius buscando su asentimiento pero sólo fue obsequiada con un bigote burlón—. En fin, sabes lo que hice, Ignatius, pues mira, le di una moneda de veinticinco centavos y le dije: «Toma, querida, cómprales una chuchería a tus nietecitos.»
—¿Qué? —explotó Ignatius—. Así que en eso se van nuestras ganancias. Mientras yo me veo casi reducido a mendigar por las calles, tú andas tirando el dinero, regalándoselo a farsantes. Porque todo ese cuento de la ropa de esa mujer no es más que un truco. Tiene un puesto magnífico y muy lucrativo en ese cementerio. Estoy seguro de que gana diez veces más que yo.
—¡Ignatius! Pero si anda vestida con andrajos —dijo con tristeza la señora Reilly—. Ojalá tú fueras tan valiente como ella.
—Ya entiendo. Ahora se me compara con una vieja farsante degenerada. Peor, encima pierdo en la comparación. Mi propia madre calumniándome de ese modo —Ignatius lanzó una manaza sobre el hule—. Bien, me voy a la sala a ver ese programa del Oso Yogui. Entre trago y trago, si tienes tiempo, llévame algo de cena. Mi válvula no hace más que chillar y necesito apaciguarla.
—Cállense de una vez —chilló la señorita Annie a través de las persianas, mientras Ignatius se recogía la bata entraba en el pasillo considerando su problema más importante: organizar un nuevo ataque contra la desvergonzada de Myrna. La operación en defensa de los derechos civiles había fracasado a causa de las deserciones. Tenía que iniciar otras operaciones en los campos de la política y el sexo. Preferiblemente de la política. La estrategia merecía toda su atención.
Lana Lee estaba en un taburete de la barra, las piernas cruzadas embutidas en pantalones de ante, las nalgas musculosas clavando al suelo el taburete y ordenándole soportarla de un modo perfectamente vertical. Cuando se movía levemente, los grandes músculos de sus carrillos inferiores cobraban vida para impedir que el taburete se inclinase o se balancease un centímetro tan siquiera. Los músculos ondulaban alrededor del cojín del taburete, y lo asían, manteniéndolo erecto. Largos años de práctica y hábito habían convertido su trasero en algo insólitamente versátil y diestro.
Su cuerpo siempre la asombraba. Lo había recibido libre de cargos y, sin embargo, nunca había comprado nada que la hubiera ayudado tanto como él. En los raros momentos en que Lana Lee se ponía sentimental, o religiosa incluso, daba gracias a Dios por su bondad al formar un cuerpo que era también un amigo. Ella, por su parte, correspondió al regalo prestándole delicadísimos cuidados, un servicio experto y un mantenimiento administrado con la fría precisión de un mecánico.
Había llegado por fin el primer ensayo general de Darlene. Esta había aparecido unos minutos antes, con una gran caja, y había desaparecido detrás del escenario. Lana examinaba el artilugio que Darlene había colocado en escena. Un carpintero había hecho un soporte que parecía como una percha, cuyos ganchos hubieran sido reemplazados por unos aros grandes enganchados en la parte superior del soporte y tres aros en cadenas que colgaban de arriba a diferentes alturas. Lo que Lana había visto de la actuación, hasta el momento, no era nada prometedor, pero Darlene había dicho que con el traje el número se transformaba en una cosa muy bonita. Lana no podía quejarse; bien pensado, se alegraba de haberse dejado convencer por Jones y Darlene y haber permitido la representación. Aquello le salía muy barato y tenía que admitir que el pájaro era muy bueno, un intérprete muy profesional y capacitado que compensaba casi las deficiencias humanas de la actuación. Los otros clubs de la calle podían quedarse con el mercado del tigre, el chimpancé y la culebra. El Noche de Alegría tenía en el bolsillo el mercado de los pájaros, y el peculiar conocimiento que Lana tenía de un aspecto de la humanidad le decía que el mercado de los pájaros podría ser, realmente, muy amplio.
—Bueno, Lana, ya estamos preparados —dijo Darlene detrás de las cortinas.
Lana miró a Jones, que barría los reservados entre una nube de humo de cigarrillo y polvo y dijo:
—Ponga el disco.
—Lo siento. Para pone el disco tendrían que sé treinta a la semana, pá empezá. ¡Juá!
—Deje esa escoba y ponga en marcha el fonógrafo antes de que llame a la policía —le gritó Lana.
—Bájese usté de ese taburete y ponga ese fonógrafo antes de que llame a la comisaría y les diga a esos polis desgraciaos que hagan una investigación sobre su amigo el huérfano que desapareció. ¿Eh? ¿Eh?
Lana estudió la cara de Jones, cuyos ojos eran invisibles tras el humo y las gafas oscuras.
—¿Qué fue lo que dijo? —preguntó al fin.
—Lo único que ha regalao usté a los huérfanos en toa su vida es sífilis. ¡Juá! No me venga con historias de ningún disco hijoputa. En cuanto aclare el caso del huérfano, seré yo quien llame a la policía. Sí, señó. Ya estoy harto de trabaja en este burdel por menos del salario mínimo y con amenazas continuas, además.
—Eh, venga esa música —dijo anhelante la voz de Darlene.
—¿Qué puede demostrarles usted a los policías? —le preguntó Lana a Jones.
—¡Pues sí que estamos buenos! No tengo más que deciles que hay algo raro en lo de los huérfanos. ¡Juá! Me di cuenta enseguía. En fin, si piensa usté telefonea alguna vez a la policía para hablales de mí, piense que yo pienso llama para hablales de usté. Cómo van a soná los teléfonos en la comisaría. Sí, señó. Ahora, déjeme barré y limpia en paz, que es lo mío. Lo de pone discos es una cosa muy avanza pá la gente de coló. Podría rómpele a usté la máquina.
—Me gustaría ver a un vagabundo como usted, carne de presidio, intentando convencer a los polis de que le creyeran, sobre todo cuando yo les dijese que andaba metiendo mano en la caja registradora.
—¿Qué pasa? —preguntó Darlene desde detrás de la cortinilla.
—En el único sitio que he metió la mano aquí es en este cubo de agua sucia.
—Será mi palabra contra la suya. La policía ya le tiene vigilado. Lo único que necesitan es que alguien les diga algo de usted, alguien que sea amigo suyo, como yo. ¿A quién se cree que van a creer? —Lana miró a Jones y vio que su silencio contestaba a la pregunta—. Venga vamos, ponga ese tocadiscos.
Jones tiró la escoba en un reservado y puso el disco de Stranger in Paradise.
—Bien, atención todos, allá vamos —dijo Darlene, saliendo al escenario con la cacatúa en el brazo.
Llevaba un vestido de noche de satén color naranja, largo, y en la cúspide de su pelo cardado una gran orquídea artificial. Hizo varios movimientos torpemente lascivos por el escenario, dirigiéndose al soporte mientras, la cacatúa se balanceaba insegura en su brazo. Apoyándose en el soporte con una mano, junto al palo del soporte, hizo un pase grotesco con la pelvis y suspiró «Oh».
La cacatúa quedó colocada en el aro más bajo y, con el pico y una garra comenzó a escalar hasta el aro siguiente. Darlene saltó y cayó alrededor del palo del soporte, en una especie de frenesí orgiástico, hasta que el pájaro estuvo al nivel de su cintura. Entonces, ofreció al pájaro el anillo que estaba cosido al lateral de su bolsillo. Este lo agarró con el pico y el vestido se abrió.
—Oh —suspiró Darlene, saltando hasta el borde del pequeño escenario, para mostrar al público la ropa interior que se veía por la abertura—. Oh, Oh.
—¡Juá!
—Alto,, alto —gritó Lana, saltando del taburete y apagando el tocadiscos.
—Eh, ¿qué pasa? —preguntó Darlene con tono ofendido.
—Que es horrible, eso pasa. Por una parte, vas vestida como una buscona. En mi club quiero un número que sea bonito y delicado. Esto es un negocio decente, imbécil.
—¡Juá!
—Pareces una puta con ese vestido naranja. ¿Y qué significan todos esos grititos de pelandusca? Pareces una ninfomaníaca borracha paseándose por una calleja.
—Pero, Lana...
—El pájaro lo hace muy bien. Tú muy mal —Lana se metió un cigarrillo entre sus labios de coral y lo encendió—. Tenemos que pensarnos otra vez todo el número. Da la sensación de que se te hubiera roto el motor o algo parecido. Yo conozco bien este negocio. Desnudarse es como un ultraje para una mujer. Los tipejos que vienen aquí no quieren ver a una puta hacerse la ultrajada.
—¡Eh! —Jones lanzó su nube en dirección a Lana—. ¿No decía usté que aquí venían por la noche gentes finas y delicás?
—Cállese usted —dijo Lana—. Escúchame, Darlene. A una puta, puede ofenderla cualquiera. Lo que esos imbéciles quieren ver es una virgen dulce y limpia insultada y desnudada. Tienes que usar la cabeza, por amor de Dios, Darlene. Tienes que ser pura. Quiero que seas como una chica tímida y delicada que se sorprende cuando un pájaro empieza a tirarle de la ropa.
—¿Quién dice que no soy delicada? —preguntó furiosa Darlene.
—Vale, eres muy delicada. Pero tienes que serlo en mi escenario. Eso es lo que le da al asunto un toque dramático, demonios.
—Sí, señó. Con este número el Noche de Alegría va a gana un premio de la Academia. Y el pájaro también ganará otro.
—Usté a barrer.
—Ahora mismo, Scarla O'Horror.
—Fíjate bien —gritó Lana, en la mejor tradición del director de una película musical; siempre le habían gustado los aspectos teatrales de su profesión. Representación, pose, escenificación, dirección—. Así. —¿Cómo? —preguntó Darlene.
—Es una idea, subnormal —contestó Lana, sujetando el cigarrillo delante de los labios y hablando a través de él como si fuera el megáfono de un director—. Fíjate en lo que te digo. La cosa será así: Tú eres una beldad sureña, una dulce virgencita del Viejo Sur que tiene una cacatúa en su dormitorio en la vieja plantación.
—Sigue, eso me gusta —dijo Darlene entusiasmada.
—Pues claro, cómo no va a gustarte. Ahora escúchame —los engranajes de la mente de Lana comenzaron a girar. Aquel número podría ser una obra maestra del teatro. Aquel pájaro tenía cualidades de estrella—. Te conseguiremos un traje de gran plantación, crinolina, encajes. Un sombrero grande. Una sombrilla. Todo muy delicado. El pelo hasta los hombros, en bucles. Acabas de llegar de un gran baile donde los caballeros sureños intentaron toquetearte entre el pollo frito y la cabeza de cerdo. Pero tú los rechazaste a todos. ¿Por qué? Porque eres una dama, maldita sea. Venga, a escena. El baile ha terminado, pero conservas el honor. Tienes contigo a tu pajarito para darle las buenas noches, y le dices «Había muchos caballeros en el baile, querido; pero yo aún sigo conservando mi honor». Luego, el maldito pájaro empieza a agarrarte el vestido. Tú te quedas sorprendida, sobrecogida, eres inocente. Pero, al mismo tiempo, eres demasiado delicada para pararle, ¿comprendes?
—Éso es magnífico —dijo Darlene.
—Eso es arte dramático —corrigió Lana—. Venga, vamos a ensayarlo. Música, maestro.
—¡Juá! Ahora sí que volvemos de verdá a la plantación —Jones deslizó la aguja por los primeros surcos del disco—. Soy un imbécil por abrí la boca en este burdel miserable.
Darlene subió melindrosamente al escenario y, con pasitos cortos y púdicos, y frunciendo la boca como un capullo de rosa, dijo:
—Había muchos bailes en aquel galán, querido, pero...
—¡Alto! —aulló Lana.
—Dame una oportunidad —suplicó Darlene—. Es la primera vez que lo hago. He estado practicando para ser una exótica, no una actriz.
—¿Pero es que no puedes recordar ni una simple frase?
—Es que se pone nerviosa —Jones nubló la zona delantera del escenario—. Son los nervios del Noche de Alegría, debidos al poco salario y las muchas amenazas. El pájaro los cogerá también muy pronto, y se pondrá a gruñí y a araná y se caerá del palo. ¡Sí, señó!