La conjura de los necios (38 page)

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Authors: John Kennedy Toole

Tags: #Humor

—Ya le meterían en cintura, ya. Le pegarían en la cabeza, le pondrían la camisa de fuerza, le echarían chorros de agua con las mangueras —dijo Santa con excesiva complacencia.

—Has de pensar en ti misma, Irene —dijo el señor Robichaux—. Ese hijo tuyo va a llevarte a la tumba.

—Eso es. Díselo, Claude, díselo.

—Bueno —dijo la señora Reilly—. Le daremos una oportunidad. Puede que aún se haga bueno.

—¿Vendiendo salchichas? —preguntó Santa—. Señor, Señor —movió la cabeza—. En fin, dejadme que meta estos platos en el fregadero. Venga, vamonos a ver a la linda Debbie Reynolds.

Unos minutos más tarde, después de que Santa parase en el vestíbulo a darle el beso de despedida a su madre, los tres salieron para el cine. Había sido un día delicioso; había soplado constantemente un viento sur del Golfo. El anochecer seguía siendo tibio. Flotaban por el congestionado barrio intensos aromas de cocina mediterránea, que salían de las ventanas abiertas de las cocinas de todos los edificios y apartamentos y casas dobles. Todos los inquilinos parecían hacer su aportación, aunque fuese pequeña, a la cacofonía general de ruidos de cacharros, atronar de televisores, discusiones, chillidos de niños y portazos.

—Qué animado está hoy el barrio —comentó Santa pensativa, mientras los tres bajaban poco a poco por la estrecha acera entre el bordillo y los escalones de las casas dobles, que formaban rectas y sólidas hileras en cada manzana. Las farolas brillaban en las extensiones de asfalto y cemento sin árboles, e ininterrumpidos tejados viejos de pizarra.

—En verano es aún peor. Todo el mundo está fuera en la calle hasta las diez o las once.

—No me lo cuentes a mí, preciosa —dijo la señora Reilly mientras renqueaba teatralmente entre sus amigos.—. Recuerda que soy de la Calle Dauphine. En casa sacábamos las sillas de la cocina a la acera y allí estábamos a veces hasta la medianoche, esperando a que la casa se refrescase. ¡Y las cosas que dice la gente por aquí! Señor.

—¡La gente es mala, sí! —convino Santa—. Son todos unos deslenguados.

—Pobre papá —dijo la señora Reilly—. Era muy pobre. Luego, cuando le enganchó la mano aquella correa de ventilador, la gente del barrio tuvo la desvergüenza de decir que debía estar borracho. Cuántas cartas anónimas recibimos por eso. Y mi pobre tía Bubú. Ochenta años. Estaba encendiéndole una vela a su difunto marido y se le cae de la mesita de noche y prende fuego a la cama. La gente dijo que estaba fumando en la cama.

—Yo siempre pienso que la gente es inocente hasta que se demuestre que es culpable.

—Eso mismo creo yo, Claude —dijo la señora Reilly—. Precisamente el otro día le decía yo a Ignatius: «Ignatius, yo creo que la gente es inocente hasta que se demuestre que es culpable.»

—¡Irene!

Cruzaron la Avenida de St. Claude en un claro del espeso tráfico y caminaron por el otro lado de la Avenida bajo las luces de neón. Al pasar por delante de una funeraria, Santa se paró a hablar con uno de los que asistían al velatorio, en la acera.

—Oiga, señor, ¿por quién es? —le preguntó.

—Están velando a la señora López —contestó el hombre.

—No me diga. ¿La mujer de aquel López que llevaba el mercadito de la Calle Frenchman?

—La misma, sí.

—Vaya, cuánto lo siento —dijo Santa—. ¿De qué murió?

—Del corazón.

—Hay que ver, qué lástima —dijo muy emotiva la señora Reilly—. Pobre mujer.

—En fin, si estuviera vestida como es debido —dijo Santa a aquel individuo—, entraría a presentarle mis respetos. Mis amigos y yo vamos ahora al cine. Gracias.

Mientras seguían su camino, Santa describió a la señora Reilly las muchas desgracias y tribulaciones que habían constituido la triste existencia de la señora López.

—Creo que le dedicaré una misa a su familia.

—Señor —dijo la señora Reilly, abrumada por la biografía de la señora López—. Creo que yo también ofreceré una misa por el reposo del alma de esa pobre mujer.

—Irene —gritó Santa—. Pero si ni siquiera conoces a esa gente.

—Bueno, es verdad —convino débilmente la señora Reilly.

Cuando llegaron al cine, hubo una pequeña discusión entre Santa y el señor Robichaux sobre quién iba a sacar las entradas. La señora Reilly dijo que las sacaría ella si no tuviera que realizar un pago de la trompeta de Ignatius aquella misma semana. Pero el señor Robichaux fue inflexible y Santa le dejó al fin salirse con la suya.

—Bueno, en realidad —dijo Santa, mientras él les entregaba las entradas—, tú eres el del dinero.

Y le hizo un guiño a la señora Reilly, cuyo pensamiento había vuelto a aquel cartel que Ignatius se negaba a explicarle. Durante la mayor parte de la película la señora Reilly pensó en el salario de Ignatius que era más pequeño cada día, en el pago de la trompeta, en el pago del edificio destrozado, en el pendiente y en el cartel. Sólo las jubilosas exclamaciones de Santa de «Oh, qué linda» y «¡Fíjate qué vestido tan mono lleva, Irene!» arrastraron de nuevo a la señora Reilly a lo que estaba pasando en la pantalla. Luego hubo otra cosa que la sacó de sus meditaciones sobre su hijo y sus problemas, que eran, en realidad, la misma cosa. La mano del señor Robichaux había cubierto suavemente y sujetaba ahora la suya. La señora Reilly se quedó demasiado aterrada para moverse. ¿Por qué las películas pondrían siempre tiernos a los hombres que ella había conocido (el señor Reilly y el señor Robichaux)? Siguió mirando fija y ciegamente a la pantalla, en la que vio no a Debbie Reynolds cabrioleando en color, sino más bien a Jean Harlow, bañándose en blanco y negro.

La señora Reilly se preguntaba si podría desasir fácilmente su mano de la del señor Robichaux y salir de estampida del cine, cuando Santa exclamó:

—¡Fíjate, Irene, apuesto a que la pequeña Debbie va a tener un bebé!

—¿Un qué? —chilló descontroladamente la señora Reilly, estallando en un llanto disparatado y sonoro que no se aplacó hasta que el asustado señor Robichaux tomó su cabeza color castaño y se la colocó suavemente sobre el hombro.

II

Querido lector:

La naturaleza hace a veces un tonto; pero un fanfarrón siempre es obra del hombre.

Addison

Cuando estaba gastando ya las suelas de mis botas hasta ser una simple lengua de caucho sobre las viejas aceras de baldosas del Barrio Francés, en mi febril empeño de ganarme la vida en una sociedad despreocupada e indiferente, me saludó un apreciado y viejo conocido (invertido). Tras unos minutos de conversación, en la que yo dejé demostrada fácilmente mi superioridad moral sobre aquel degenerado, me quedé cavilando una vez más sobre la crisis de nuestra época. Mi inteligencia, indomable y exuberante como siempre, me susurró un plan tan majestuoso y audaz que me estremecí ante la idea misma de lo que estaba oyendo. «¡Alto!», grité implorante a mi divina inteligencia. «¡Esto es locura!» Pero, aun así, escuché el consejo de mi cerebro. Se me ofrecía la oportunidad de Salvar al Mundo a Través de la Degeneración. Allí, en las piedras gastadas del Barrio Francés, solicité la ayuda de aquella marchita flor de ser humano, pidiéndole que reuniese a sus compañeros de fatuidad bajo la bandera de la fraternidad.

Nuestro primer paso será elegir a uno de ellos para un cargo muy elevado: la Presidencia, si Fortuna nos es propicia. Luego habrán de infiltrarse entre los militares. Como soldados, estarán todos tan continuamente consagrados a confraternizar entre sí, confeccionándose los uniformes de modo que ajusten como tripas de salchicha, inventando trajes de combate nuevos y variados, dando fiestas y cócteles, etc., que no tendrán nunca tiempo de combatir. El que al final hagamos Jefe del Estado Mayor, deberá ocuparse sólo de su elegante guardarropa, una guardarropa que le permitirá ser, alternativamente, Jefe de Estado Mayor o jovencita en el día de su puesta de largo, según sus antojos. Al ver los éxitos que obtienen aquí sus camaradas uniformados, los pervertidos del resto del mundo también se agruparán para controlar los estamentos militares de sus respectivos países. En aquellos países reaccionarios en que los invertidos puedan tener problemas para hacerse con el control, les enviaremos ayuda, les enviaremos rebeldes que les ayuden a derribar sus gobiernos. Cuando hayamos derribado al fin todos los gobiernos existentes, el mundo no tendrá ya guerras sino orgías globales realizadas con todo protocolo y con un espíritu verdaderamente internacional, pues estas gentes superan las simples diferencias nacionales. Su inteligencia sólo tiene un objetivo; están verdaderamente unidos. Piensan como uno solo.

Ninguno de los pederastas en el poder será, por supuesto, lo bastante práctico para saber de artilugios como bombas. Esas armas nucleares se pudrirían en sus lugares de almacenaje. De vez en cuando, el Jefe de Estado Mayor, el Presidente y demás, vestidos con plumas y lentejuelas, divertirán a los dirigentes, es decir, a los pervertidos, de los demás países con bailes y fiestas. Cualquier tipo de pleitos o disputas podrían resolverse en el salón de caballeros de unas Naciones Unidas redecoradas. Por todas partes florecerán ballets y comedias musicales a lo Broadway, y entretenimientos de este género, que probablemente hagan mucho más feliz a la gente común que las proclamas lúgubres, agresivas y fascistas de sus anteriores dirigentes.

Casi todos los demás han tenido una oportunidad de regir el mundo. No veo por qué ellos no han de tener también la suya. Es evidente que han sido mucho tiempo las víctimas. Su toma del poder será, en cierto modo, sólo una parte del movimiento global en pro de oportunidades, justicia e igualdad para todos. (Por ejemplo, ¿puede usted, lector, nombrarme un travesti militante, y bueno, que esté en el Senado? ¡No! Esa gente lleva ya demasiado tiempo sin representación. Su desgracia es una desdicha nacional, mundial).

La degeneración, más que indicar la decadencia de una sociedad, como en otros tiempos, indicará ahora paz para un mundo atribulado. Hemos de dar soluciones nuevas a nuevos problemas.

Yo actuaré como una especie de mentor y guía del movimiento, pues mis conocimientos, nada desdeñables, de la historia del mundo, la economía, la religión y la estrategia política constituirán una reserva, como si dijéramos, de la que esos individuos pueden extraer reglas de actuación práctica. El propio Boecio jugó un papel bastante similar en la Roma degenerada. Como dijo Chesterton de él: «Sirvió así justamente a muchos cristianos como guía, filósofo y amigo; precisamente porque si bien su época era corrupta, él tenía una cultura completa.»

Esta vez dejaré pasmada a la Minkoff. Es un plan demasiado sobrecogedor para esa mozuela prosaica y liberal enredada en la trama claustrofóbica de los tópicos. La Cruzada por la Dignidad Mora, mi primera y brillante arremetida a los problemas del siglo, habría sido un golpe muy notable y decisivo de no ser la mentalidad burguesa en el fondo de aquellas gentes demasiado simples que formaban la vanguardia. Pero esta vez voy a trabajar con individuos que rechazan la insípida filosofía de la clase media, gentes dispuestas a asumir posiciones polémicas, a mantenerse fieles a su causa, por muy impopular que pueda ser, aunque pueda amenazar la buena conciencia beata de la clase media.

¿Quiere Miss Minkoff sexo en la política? Pues yo le daré sexo... ¡en abundancia! Se quedará demasiado apabullada para poder reaccionar ante la originalidad de mi plan. Se morirá de envidia, estoy seguro. (Hay que ponerle coto a esa chica. No pueden seguir impunes sus afrentas).

En mi cerebro se desarrolla un debate ardoroso entre el Pragmatismo y la Moral. ¿Justifica el fin glorioso, o sea la paz, el medio rechazable, o sea la degeneracion? El Pragmatismo y la Moral luchan, como dos imágenes de un auto sacramental, en el cuadrilátero de mi cerebro. No puedo evitar el desenlace de su furiosa polémica: estoy demasiado obsesionado por la Paz. (Si hay productores inteligentes interesados en comprar los derechos cinematográficos del Diario, yo podría incluir aquí alguna nota sobre la filmación de este debate. El serrucho musical haría una música de fondo excelente. Y podría suponerse el globo ocular del héroe sobre la escena de la polémica, de un modo simbólico. Por supuesto, podría hacerse algún nuevo descubrimiento en un drugstore o un motel o cualquier otro cuchitril donde se «descubra» que la gente interpreta el Chico Trabajador. La película podría hacerse en España, Italia, o cualquier otro país interesante que puedan querer visitar los miembros del reparto, como, por ejemplo, Norteamérica).

Lo lamento. Aquellos de ustedes que no tengan interés en las últimas y lúgubres noticias salchichescas, no hallarán ninguna. Mi pensamiento está demasiado obsesionado por la magnificencia de este plan. Ahora, debo comunicarme con M. Minkoff y tomar algunas notas para mi conferencia de la asamblea constituyente.

Nota social: La tunanta de mi madre se ha ido otra vez, lo que es más bien una suerte, en realidad. Sus vigorosos ataques y sus agrias arremetidas contra mi persona afectan negativamente a mi válvula. Dijo que salía porque tenía que ir a una Coronación de la Reina de Mayo a una iglesia, pero, dado que no estamos en mayo, dudo mucho de su sinceridad.

La «refinada comedia» en la que actúa mi estrella cinematográfica favorita se estrena próximamente en un cine del centro. Debo estar allí el día del estreno, cueste lo que cueste. Ya me imagino los horrores de la película, su alarde de vulgaridad frente a la teología y la geometría, frente al gusto y la decencia. (No entiendo esta compulsión más que me arrastra a ver películas; casi parece que llevara las películas «en la sangre»).

Nota sanitaria: Mi estómago desborda; las costuras del traje de vendedor crujen peligrosamente.

Hasta luego,

Tab, vuestro Chico Trabajador Pacifista

III

La señora Levy ayudó a subir las escaleras a la renovada señorita Trixie y abrió la puerta.

—¡Esto es Levy Pants! —exclamó la señorita Trixie.

—Está usted de nuevo donde se la quiere y se la necesita, querida —la señora Levy hablaba como si estuviera confortando a un niño—. Y donde se la echaba de menos. El señor González ha telefoneado todos los días pidiendo que la dejásemos volver. ¿No le parece maravilloso ser tan imprescindible en el negocio?

—Yo creí que estaba jubilada —la enorme dentadura se cerró como una trampa de oso—. ¡Me han engañado ustedes!

—¿Ya estás contenta? —preguntó el señor Levy a su mujer; caminaba tras ellas llevando una de las bolsas de trapos de la señorita Trixie—. Si esa mujer tuviera un cuchillo, en este momento tendría que estar llevándote al hospital.

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