—¡Bienvenidos, damas y viciosos!
Era un comienzo tan espantoso, que Ignatius estuvo a punto de tirar la mesa.
—Ahora mismo me pagas —exigía la mujer, metiendo la cabeza debajo de la mesa, para encontrar la cara de su cliente.
—Cállate, zaparrastrosa —silbó Ignatius.
La orquesta se adentró por una versión personal de
Sophisticated Lady
. La nazi gritaba: «Y ahora una beldad de Virginia, la señorita Harlett O'Hara.» Un viejo de una de las mesas aplaudió lánguidamente, e Ignatius atisbo por el borde del escenario y vio que la propietaria había desaparecido. En su lugar había un estrado decorado con aros. ¿Qué pretendía la señorita O'Hara?
De pronto, Darlene entró bailando en el escenario, con un traje de noche, que arrastraba metros de malla de nylon. En la cabeza llevaba un sombrero monstruoso. Al brazo, un pájaro monstruoso. Aplaudió alguien más.
—
Mira
, ya me estás pagando o si no,
cabrón
...
—Había muchos bailes con aquellos galanes, pero aun así, yo conservé mi honor —dijo cuidadosamente Darlene al pájaro.
—¡Oh, Dios mío! —aulló Ignatius, incapaz de guardar silencio por más tiempo—. ¿Harlett O'Hara es esta cretina?
La cacatúa advirtió su presencia antes que Darlene, pues sus ojillos se habían centrado en el aro de Ignatius desde que había salido a escena. Cuando Ignatius gritó, saltó del brazo de Darlene al escenario y, chillando y saltando, se lanzó a por la cabeza de Ignatius.
—Oh —gritó Darlene—. Ese loco.
Cuando Ignatius se disponía a salir del club, el pájaro saltó desde el escenario hasta su hombro. Hundió allí sus garras y luego asió el aro con el pico.
—¡Dios del cielo! —Ignatius dio un salto y golpeó al pájaro con sus hormigueantes manos. ¿Qué amenaza aviar había interpuesto en su camino la ruin Fortuna? Las botellas de champán y los vasos cayeron al suelo rompiéndose con estrépito mientras él corría tambaleante hacia la puerta.
—Vuelva aquí con mi cacatúa —gritó Darlene.
Lana Lee estaba ahora también en el escenario, chillando. La banda había parado. Los escasos parroquianos se apartaban de Ignatius, que se tambaleaba entre las mesas lanzando gritos ratoniles y golpeando aquella masa de rosadas plumas que tenía soldada a la oreja y al hombro.
—¿Cómo demonios consiguió entrar aquí ese individuo? —preguntaba Lana Lee a los confusos septuagenarios del público—. ¿Dónde está Jones? Que alguien me localice a ese Jones.
—Ven aquí, loco —gritaba Darlene—. ¡La noche del estreno! ¿Por qué tenía que venir la noche del estreno?
—Dios santo —jadeaba Ignatius, buscando la puerta; había dejado en su huida una estela de mesas volcadas—. ¿Cómo se atreven ustedes a lanzar a un pájaro rabioso entre sus desprevenidos clientes? Por la mañana serán ustedes demandados, pueden estar seguros de ello.
—¡Vamos! Me debe usted veinticuatro dólares. Y me los va a pagar ahora mismito.
Ignatius derribó otra mesa, mientras seguía su avance con la cacatúa. Luego sintió que perdía el aro, y la cacatúa, con el aro firmemente asido con el pico, se apartó de su hombro. Aterrorizado, Ignatius salió de un salto por la puerta, seguido de la mujer hispana que blandía la cuenta con mucha decisión.
—¡Buáaa! ¡Eh! —Ignatius pasó renqueante ante Jones, que nunca había supuesto que el sabotaje llegase a adquirir proporciones tan espectaculares. Jadeando, apretándose la taponada válvula, Ignatius continuó por la calle interponiéndose en el camino de un autobús Desire. Primero oyó gritar a la gente de la acera. Luego oyó un rechinar de neumáticos y un gemir de frenos. Y cuando alzó la vista, quedó cegado por unos faros que brillaban a unos centímetros sólo de sus ojos. Los faros bailaron y desaparecieron de su campo de visión cuando se desmayó.
Habría caído directamente delante del autobús si Jones no hubiera saltado a la calle y hubiera tirado con sus dos manazas del ropón blanco. Ignatius cayó, pues, hacia atrás, y el autobús, exhalando humos Diesel, pasó tonante a unos centímetros de sus botas.
—¿Está muerto? —inquirió esperanzada Lana Lee estudiando el montículo de material blanco que yacía en la calle.
—Espero que no. Debe veinticuatro dólares el muy maricón.
—Vamos, hombre, despierte —dijo Jones, echando una bocanada de humo sobre la masa inerte.
El tipo del traje de seda y del sombrero hongo salió de una calleja donde se había escondido cuando Ignatius entró en el Noche de Alegría. La salida de Ignatius del club había sido tan violenta y rápida, que el tipo se había quedado demasiado perplejo para reaccionar hasta entonces.
—Déjenme echarle un vistazo —dijo el hombre del sombrero hongo, agachándose y escuchando los latidos del corazón de Ignatius. Un latido como un timbal le indicó que la vida aún alentaba en el interior de los metros de ropón blanco. Aquel hombre cogió la muñeca de Ignatius. El reloj Ratón Mickey estaba roto.
—Está perfectamente. Sólo se ha desmayado —el hombre carraspeó y ordenó débilmente—: Retírense todos. No le dejan respirar bien.
La calle estaba llena de gente y el autobús se había parado a unos cuantos metros, bloqueando el tráfico. De repente, aquello parecía la Calle Bourbon el Martes de Carnaval.
A través de la oscuridad de sus gafas, Jones contemplaba al desconocido. Le parecía familiar, como una versión bien vestida de alguien a quien hubiera visto antes. Aquellos ojos débiles resultaban muy familiares. Jones recordaba aquellos mismos ojos encima de una barba pelirroja. Recordó luego los mismos ojos bajo una gorra azul en la comisaría, el día del incidente de los anacardos. No dijo nada. Un policía es un policía. Siempre era mejor ignorarles, a menos que te molestaran.
—¿De dónde salió? —preguntaba Darlene a la gente; la cacatúa rosa descansaba de nuevo en su brazo, con el aro de Ignatius en el pico como un gusano dorado—. Vaya noche de estreno. ¿Qué vamos a hacer, Lana?
—Nada —dijo furiosa Lana—. Dejar a ese tipo ahí hasta que pasen los basureros y se lo lleven. Pero ya verás cuando agarre a Jones por mi cuenta.
—¡Eh! ¡Qué caramba! Ese tipo entró a la fuerza. Yo luché con él y le agarré, pero el muy desgraciao parecía decidió a entra en el Noche de Alegría. Yo tenía miedo a rompe este traje que usté alquiló, a que tuviera usté que págalo. El Noche de Alegría está arruinándose. ¡Juáaa!
—Cierre el pico, Jones. Creo que voy a tener que llamar a todos mis amigos de la comisaría. Está despedido. Darlene también. Sabía que no debía dejarla salir al escenario. Y llévate ese pájaro, que no lo quiero en mi acera —Lana se volvió a la gente—: Bueno, amigos, ahora que están aquí todos, ¿qué les parece si entran en el Noche de Alegría? Tenemos un espectáculo con mucha clase.
—Mira, Lee —dijo la mujer hispana lanzando una bocanada de halitosis hacia Lana Lee—. ¿Quién va a pagar ahora los veinticuatro dólares del champán?
—Tú también estás despedida, latina asquerosa —Lana sonrió—. Vamos, adentro, amigos, disfruten de una buena bebida preparada por nuestros mezcladores técnicos especializados siguiendo instrucciones exactas.
La gente miraba, sin embargo, con curiosidad el montículo blanco, que resollaba ruidoso, declinando la invitación de Lana Lee.
Lana Lee estaba a punto de dar la vuelta y emprenderla a patadas con el montículo hasta hacerle volver en sí, y salir de su calle, cuando el hombre del sombrero hongo dijo muy cortésmente:
—Me gustaría utilizar su teléfono. Quizá sea mejor que llame a una ambulancia.
Lana miró el traje de seda, el sombrero, los ojos verdes e inseguros. Ella sabía localizar a un buen cliente. ¿Un médico rico? ¿Un abogado? Quizá lograse convertir aquel pequeño fracaso en algo positivo y beneficioso.
—Cómo no —murmuró—. Pero mire, no pierda usted el tiempo con ese tipo de la calle. Es un vagabundo. Podría usted aprovechar la velada y divertirse un poco.
Y rodeó la blanca montaña de tela blanca, que resollaba y roncaba volcánicamente. Ignatius, vagando por Fantasilandia, soñaba con una Myrna Minkoff aterrada, a quien juzgaba un tribunal del buen gusto y de la decencia, declarándola culpable. De un momento a otro, se iba a pronunciar una sentencia terrible, una sentencia que garantizaría daños físicos contra su persona, como castigo por sus innumerables delitos. Lana Lee se acercó más al hombre del traje de seda y buscó algo en su mono dorado de lame. Se acuclilló junto a él y, subrepticiamente, le mostró la foto boeciana.
—Eche un vistazo a esto, amigo. ¿Le gustaría pasar la noche con eso?
El individuo del sombrero hongo apartó la vista del rostro pálido de Ignatius y miró a la mujer, miró el libro, miró el globo terráqueo y la tiza y carraspeó una vez más. Luego dijo:
—Soy el patrullero Mancuso. Policía secreta. Queda usted detenida por proposición deshonesta y posesión de pornografía.
En ese momento irrumpieron, desbordando a la gente que rodeaba a Ignatius, los tres miembros del difunto cuerpo auxiliar femenino, Frieda, Betty y Liz.
Ignatius abrió los ojos y vio algo blanco flotando encima suyo. Le dolía la cabeza, le palpitaba la oreja. Luego, sus ojos azules y amarillos fueron centrándose poco a poco, y, entre las brumas de la jaqueca, se dio cuenta de que estaba contemplando un techo.
—Así que al fin despertaste, chico —dijo cerca de él la voz de su madre—. Ya ves qué situación. Ahora sí que estamos hundidos del todo.
—¿Dónde estoy?
—No empieces a hacerte el listo conmigo, chico. No empieces, Ignatius. Te lo advierto. Ya estoy harta. Hablo en serio. ¿Cómo podremos mirar a la gente a la cara después de esto?
Ignatius volvió la cabeza y miró a su alrededor. Estaba echado en una pequeña celda formada por pantallas a ambos lados. Vio pasar enfermeras a los pies de la cama.
—¡Dios santo! Estoy en un hospital. ¿Quién es mi médico? Espero que hayas sido lo bastante generosa para procurarme los servicios de un buen especialista. Y un sacerdote. Haz venir uno. Ya veré si es aceptable.
Ignatius salpicó con una salivilla nerviosa la sábana que coronaba de nieve la cima de su vientre. Se tocó la cabeza y percibió que había un vendaje que cubría su jaqueca.
—¡Santo cielo! No temas decírmelo, madre. Ya veo, por el dolor, que esto debe ser mortal.
—Cállate y echa un vistazo a esto —y la señora Reilly, casi gritando, arrojó un periódico sobre el vendaje de Ignatius.
—¡Enfermera!
La señora Reilly le arrancó el periódico de la cara y le abofeteó en la boca.
—Cállate ya, loco, y echa un vistazo a este periódico —le temblaba la voz—. Estamos hundidos.
Bajo el titular que decía DISPARATADO INCIDENTE EN LA CALLE BOURBON, Ignatius vio tres fotografías unidas. A la derecha, Darlene con su vestido de noche, la cacatúa en el brazo y una sonrisa de cupletista; a la izquierda, Lana Lee se tapaba la cara con las manos, mientras subía por la parte trasera de un coche patrulla, ocupado ya por las tres cabezas trasquiladas de los miembros del cuerpo auxiliar femenino del Partido de la Paz. El patrullero Mancuso, el traje roto y el sombrero con el ala doblada, sostenía abierta la puerta del coche. En el centro, el negro drogado sonreía a lo que parecía ser una vaca muerta tumbada en la calle. Ignatius examinó más detenidamente la fotografía del centro, achicando los ojos.
—Pero ¿te has fijado? —atronó—. ¿Qué clase de patanes emplea este periódico en su sección fotográfico? Apenas si se distinguen mis rasgos.
—Lee lo que dice debajo de las fotos, muchacho.
La señora Reilly clavó un dedo en el periódico, como si quisiese alancear al fotógrafo.
—¡Lee, Ignatius! ¿Qué crees tú que dirá la gente en la Calle Constantinopla? Vamos, léemelo en voz alta, chico. Una pelea en la calle, fotos sucias, damas de la noche. Todo está ahí. Léelo, chico.
—Prefiero no leerlo. Probablemente sea todo mentira y basura. La prensa amarilla debe hacer sin duda toda clase de insinuaciones deshonrosas.
Sin embargo, Ignatius concedió al reportaje una lectura inconexa.
—¿Es posible que afirmen que aquel autobús no me atropello? —exclamó, furioso—. Ya el primer comentario es falso. Ponme en comunicación con el juzgado. Tenemos que demandarles.
—Cierra la boca. Léelo todo.
El pájaro de una bailarina de striptease había atacado a un vendedor de salchichas que iba disfrazado. A. Mancuso, policía secreta, había detenido a Lana Lee por proposición deshonesta y posesión de pornografía y por posar para hacerla Burma Jones, el mozo del bar, que hacía de portero, había acompañado a Mancuso a un armarito que había debajo de la barra, donde se descubrió material pornográfico. A. Mancuso explicó a los periodistas que llevaba algún tiempo trabajando en el caso, que había entrado en contacto ya con uno de los agentes de la Lee. La policía sospecha que la detención de la Lee desbarató un sindicato de distribución de pornografía por los institutos de enseñanza media de toda la ciudad. La policía encontró en el bar una lista de centros de enseñanza. A. Mancuso dijo que se buscaría a ese agente. Mientras A. Mancuso realizaba la detención, tres mujeres, Club, Steele y Bumper, surgieron de entre la gente que se había concentrado delante del bar y le atacaron. Fueron también detenidas. Ignatius Jacques Reilly, de treinta años, fue ingresado en un hospital, donde se le sometió a tratamiento por sufrir conmoción.
—Tuvimos la mala suerte de que hubiera un fotógrafo por allí sin hacer nada y pudiera sacarte una foto tirado en la calle como un vagabundo borracho —la señora Reilly empezó a sollozar—. Debería haber supuesto que sucedería algo así, al ver que tenías fotos sucias y que salías vestido como si fuera Martes de Carnaval.
—Fui a afrontar la noche más deprimente de mi vida —Ignatius suspiró—. Fortuna hizo girar su rueda como una prostituta borracha. No creo que pueda descender ya más —eructó—. ¿Puedo preguntar qué hacía allí ese policía cretino?
—Anoche, cuando te escapaste, telefoneé a Santa y le dije que localizara a Angelo en la comisaría y le pidiera que investigara qué hacías tú en la Calle St. Peter. Oí que dabas una dirección al taxista.
—Muy inteligente.
—Pensé que ibas a una reunión de comunistas. Me equivocaba. Dice Angelo que estuviste allí con una gente muy divertida.
—En otras palabras, me hiciste seguir —gritó Ignatius—. ¡Mi propia madre!
—Atacado por un pájaro —gimió la señora Reilly—. Eso sólo podía sucederte a ti, Ignatius. A nadie le ataca un pájaro.