La conjura de los necios (43 page)

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Authors: John Kennedy Toole

Tags: #Humor

—No tengo nada que decir —la señora Reilly gimoteó, sin abrir aún los párpados—. Vete a sentarte a tu habitación y a escribir más patochadas de las tuyas.

Sonó el teléfono.

—Ese debe ser el señor Levy —dijo la señora Reilly—. Ya ha llamado dos veces hoy.

—¿El señor Levy? ¿Qué quiere ese monstruo?

—No quiso decírmelo. Vamos, loco. Contesta. Coge ese teléfono.

—Bueno, pero no me apetece nada hablar con él —dijo Ignatius; cogió el teléfono y, con una voz engolada llena de acentos londinenses, dijo—: Sí.

—¿Señor Reilly? —preguntó un hombre.

—El señor Reilly no está.

—Habla Gus Levy —al fondo, una voz de mujer decía: «Veamos lo que vas a decir. Otra oportunidad a la basura. El psicópata se ha escapado».

—Lo siento muchísimo —explicó Ignatius—. Al señor Reilly le llamaron de fuera de la ciudad esta tarde para un asunto muy urgente. Bueno, en realidad, está en el hospital para enfermos mentales del estado, en Mandeville. Tras el malévolo despido de que fue objeto en la empresa de usted, ha tenido que hacer frecuentes visitas a Mandeville. Su personalidad quedó muy afectada. Es posible que reciba usted algunas facturas de su psiquiatra. Son bastante escalofriantes, se lo advierto.

—¿Dice que perdió el juicio?

—Violenta y totalmente. Lo pasamos muy mal con él aquí. La primera vez que fue a Mandeville, tuvimos que transportarle en un coche blindado. Como usted sabe, tiene una psique muy grandiosa. Esta tarde, sin embargo, se fue en una ambulancia del estado.

—¿Puede recibir visitas en Mandeville?

—Claro, por supuesto. Vaya usted a verle. Y llévele pastas.

Ignatius colgó, puso una moneda de veinticinco centavos en la palma de la mano de su madre, que seguía gimiendo con los ojos cerrados, y enfiló hacia su cuarto. Antes de abrir la puerta, se detuvo para enderezar el letrero PAZ A LOS HOMBRES DE BUENA VOLUNTAD, fijado con chinchetas en la madera despintada.

Todas las señales apuntaban arriba. Su rueda giraba ahora hacia el cielo.

DOCE

Se produjo un aleteo estridente. El pitido furioso del timbre del cartero, el traqueteo del camión de correos al salir de la Calle Constantinopla, los chillidos excitados de su madre, los gritos de la señorita Annie al cartero, cuyo pitido la había asustado... todo esto había interrumpido a Ignatius en su tarea de vestirse para la asamblea constituyente. Firmó el recibo de entrega postal y volvió apresurado al dormitorio, cerrando la puerta.

—¿Qué es, hijo? —preguntó en el pasillo la señora Reilly.

Ignatius examinó el sello CORREO AEREO ENTREGA ESPECIAL del sobre de papel manila y las pequeñas súplicas escritas a mano, «URGENTE» y «ENTREGA INMEDIATA».

—Oh, Dios mío —dijo Ignatius, muy feliz—. La Mynkoff debe estar fuera de sí. Rompió el sobre y sacó la carta.

Señores:

¿Me enviaste realmente este telegrama, Ignatius?

MYRNA, FORMA COMITÉ CENTRAL PARTIDO PAZ ZONA NORDESTE INMEDIATAMENTE. STOP. ORGANIZA A TODOS LOS NIVELES. STOP. RECLUTA SOLO SODOMITAS. STOP. SEXO EN POLÍTICA. STOP. SEGUIRÁN INSTRUCCIONES DETALLADAS. STOP. IGNATIUS PRESIDENTE NACIONAL. STOP.

¿Qué significa esto, Ignatius? ¿Quieres de verdad reclutar mariquitas? ¿Quién va a querer ser un sodomita registrado? Ignatius, estoy muy preocupada. ¿Andas por ahí con mariquitas? Podría haber supuesto que sucedería esto. La fantasía paranoica de la detención y el accidente fue la primera clave. Ahora todo se ha puesto de manifiesto claramente. Como has bloqueado durante tanto tiempo tus vías de desahogo sexual normales, ahora la sexualidad desborda se desvía por el canal impropio. Desde la fantasía, que fue el principio de todo, has estado pasando un período de crisis que culmina en esta aberración sexual directa. Ya te dije que acabarías explotando tarde o temprano. Ahora, ves, ha sucedido. Los miembros de mi grupo de terapia de grupo se deprimirán mucho cuando se enteren de que tu caso ha evolucionado negativamente. Abandona, por favor, esa ciudad decadente y ven al norte. Llámame si quieres y hablemos de este problema de orientación sexual que tienes. Hemos de iniciar la terapia pronto, porque de lo contrario te convertirás en un marica escandaloso.

—¿Cómo se atreve? —aulló Ignatius.

¿Qué ha sido del partido del Derecho Divino? Yo tenía ya varias personas dispuestas a ingresar en él. No sé si aceptarán entrar en este asunto de los sodomitas, aunque, por otra parte, creo que podríamos utilizar este partido sodomita para frenar a los fascistas radicales. Quizá pudiéramos dividir a la derecha por la mitad. Aun así, no creo que esto sea una buena idea. Imagínate que hubiera gente que no fuera sodomita y quisiera ingresar y la rechazásemos. Nos acusarían de tener prejuicios y se vendría abajo todo el asunto. La conferencia no fue precisamente un éxito, por desgracia. Había dos o tres personas de mediana edad entre el público que intentaron fastidiarme con comentarios muy agresivos. Pero un par de amigos del grupo de terapia de grupo opusieron a su agresividad la suya. Y, por último, logramos echar a los reaccionarios del local. Tal como ya sospechaba, mis ideas eran demasiado avanzadas para un público de barrio. Ongah no apareció, el muy desgraciado. Por lo que a mí respecta, pueden mandarle otra vez a África. Yo creí realmente que el tipo tenía algo en la cabeza. Al parecer, es muy apático políticamente. Me prometió que iría, el muy imbécil. Ignatius, ese plan de los sodomitas no me parece nada práctico. Además, creo que es sólo una manifestación peligrosa del deterioro de tu psique. No sé cómo voy a poder explicarle a mi grupo de terapia de grupo este extraño giro de los acontecimientos. Aunque, por otra parte, era fácil de prever algo así. El grupo ha estado apoyándote todo este tiempo. Algunos se identifican, incluso, contigo. Si tú te hundes, podrían hundirse también ellos. Necesito noticias tuyas en seguida. Llámame por favor a cualquier hora a partir de las seis. Estoy preocupadísima.

M. Minkoff

—Está absolutamente perpleja —dijo muy satisfecho Ignatius—. Ya verá cuando se entere de mi apocalíptica entrevista con la señorita O'Hara.

—¿Qué es lo que has recibido, Ignatius?

—Un comunicado de Myrna Minkoff.

—¿Y qué quiere esa chica?

—Amenaza con suicidarse si no juro que mi corazón es sólo suyo.

—Oh, qué horror. Apuesto a que has estado contándole un montón de mentiras a esa pobre chica. Te conozco, Ignatius.

Tras la puerta, se oían ruidos de vestirse. Cayó al suelo algo que sonó a metal.

—¿Adonde vas? —preguntó a la pintura esportillada la señora Reilly.

—Mamá, por favor —contestó una voz de bajo profundo—. Tengo mucha prisa. Deja de molestarme, ¿quieres?

—Para el dinero que traes, podrías quedarte en casa todo el día —chilló a la puerta la señora Reilly—. ¿Cómo voy a conseguir pagar lo que le debo a ese hombre?

—Desearía que me dejaras en paz. Tengo que hablar esta noche en una reunión política. He de ordenar mis ideas.

—¿Una reunión política? ¡Ignatius! Qué maravilla. Puede que te vaya bien en la política, hijo mío. Tú tienes una voz magnífica. ¿En qué club, querido? ¿Los Demócratas de la Ciudad de la Media Luna? ¿Los Viejos Regulares?

—Es un partido secreto, de momento.

—¿Qué clase de partido político secreto? —preguntó recelosa la señora Reilly—. ¿No irás a hablar con una banda de comunistas?

—Jo jo.

—Una persona me dio unos folletos sobre los comunistas, hijo. He estado leyendo todo lo de los comunistas. No intentes engañarme, Ignatius.

—Sí, ya vi uno de esos folletos en el pasillo esta tarde. Lo dejaste allí tirado a propósito para que yo pudiera beneficiarme de sus enseñanzas, o bien lo tiraste allí accidentalmente durante tu habitual orgía alcohólica de la tarde, en la creencia de que se trataba de un trozo de confetti particularmente elefantíaco. Supongo que hacia las dos de la tarde tienes ciertos problemas para centrar la vista. En fin, el caso es que leí el folleto. Redactado, sin lugar a dudas, por una persona analfabeta. Dios sabe de dónde ha sacado semejante basura. Probablemente te lo diese esa vieja que vende praliné en el cementerio. Pero en fin, yo no soy comunista, así que déjame en paz.

—¿Ignatius, no crees que quizá fueses más feliz si te tomases una pequeña temporada de descanso en el Hospital de Caridad?

—¿Te refieres por casualidad al pabellón psiquiátrico? —preguntó furioso Ignatius—. ¿Crees que estoy loco? ¿Crees que algún psiquiatra estúpido debería sondear en el funcionamiento de mi psique?

—Podrías descansar, cariño. Podrías escribir cosas en tus cuadernitos.

—Intentarían convertirme en un subnormal enamorado de la televisión y de los coches nuevos y de los alimentos congelados. ¿No comprendes? La psiquiatría es peor que el comunismo. Me niego a que me laven el cerebro. ¡No seré un robot!

—Pero, Ignatius, ellos ayudan a mucha gente a resolver sus problemas.

—¿Y tú crees que yo tengo algún problema? —aulló Ignatius—. El único problema que tiene esa gente, en realidad, es que no les gustan los coches nuevos ni los pulverizadores capilares. Por eso los meten allí. Porque atemorizan a los otros miembros de la sociedad. Los manicomios de este país están llenos de almas cándidas que sencillamente no pueden soportar la lanolina, el celofán, el plástico, la televisión y las circunscripciones.

—Ignatius, eso no es verdad. ¿No te acuerdas del señor Becnel, aquel que vivía al final de la calle? Le encerraron porque salió corriendo a la calle desnudo.

—Pues claro que salió corriendo a la calle desnudo. Qué iba a hacer. Su piel ya no podía soportar la ropa de nylon que le bloqueaba los poros. Yo siempre he considerado al señor Becnel uno de los mártires de nuestro siglo. Fue una pobre víctima. Ahora, corre a la puerta y mira a ver si ha llegado mi taxi.

—¿De dónde sacas tú dinero para un taxi?

—Tenía unos centavos escondidos en el colchón —contestó Ignatius.

Había conseguido sacarle mediante amenazas otros diez dólares al golfillo, obligándole además a vigilar el carro mientras él pasaba la tarde en el cine viendo una película sobre adolescentes que hacían carreras con coches trucados. El golfillo era un descubrimiento, no había duda. Un regalo mandado por Fortuna para enmendar todos sus malos giros anteriores.

—Vete a mirar por la ventana.

Se abrió la puerta y apareció Ignatius con sus mejores galas de pirata.

—¡Ignatius!

—Ya supuse que reaccionarías así. Por eso he tenido ocultos todas estas prendas en Vendedores Paraíso,
Incorporated
.

—Angelo tenía razón —gimió la señora Reilly—. Has andado todos estos días por la calle vestido como si fuera Martes de Carnaval.

—Un pañuelo aquí. Un sable allá. Uno o dos detalles hábiles y de buen gusto. Nada más. Pero el efecto global es encantador.

—¡No puedes salir con esa facha! —gritó la señora Reilly.

—Por favor. Otra escena histérica no. Desbaratarías todas las ideas que están estructurándose en mi mente sobre la conferencia que he de pronunciar.

—Vuelve a esa habitación, hijo —la señora Reilly empezó a pegarle a Ignatius en los brazos—. Vuelve ahí dentro, Ignatius. Estoy hablando en serio, hijo. No puedes darme un disgusto como éste.

—¡Dios santo! Madre, basta ya. No estaré en condiciones de pronunciar el discurso.

—¿Qué clase de discurso será ése? ¿Adonde vas, Ignatius? ¡Dímelo, hijo mío! —la señora Reilly abofeteó a su hijo—. No saldrás de esta casa, loco, que estás loco.

—Oh, Dios santo. ¿Te has vuelto loca tú? Déjame en paz ahora mismo. No sé si te habrás fijado en el sable que llevo al cinto.

Un golpe alcanzó a Ignatius en la nariz: otro, le aterrizó en el ojo derecho. Retrocedió por el pasillo, abrió las largas persianas y salió corriendo al patio.

—Vuelve a entrar en casa —gritó desde la puerta la señora Reilly—. No irás a ningún sitio, Ignatius.

—¡Atrévete a salir a cogerme con ese camisón andrajoso! —contestó Ignatius desafiante, sacándole la gran lengua color rosa.

—Vuelve aquí, Ignatius.

—Bueno, ya está bien —gritó la señorita Annie desde detrás de las persianas—. Tengo los nervios destrozados.

—Échele un vistazo a Ignatius —le dijo la señora Reilly—. ¿No le parece horrible?

Ignatius decía adiós a su madre desde la acera de ladrillo; su pendiente reflejaba los rayos de la luz del farol.

—Ignatius, ven aquí y sé buen chico —suplicó la señora Reilly.

—Ya cogí dolor de cabeza con el maldito pitido de aquel cartero —amenazó sonoramente la señorita Annie—. Voy a llamar ahora mismo a la policía.

—Ignatius —gritó la señora Reilly, pero ya era demasiado tarde.

Bajaba un taxi por la calle. Ignatius lo paró justo cuando su madre, olvidándose de aquel desdichado camisón andrajoso, salía corriendo a la acera. Ignatius cerró con fuerza la puerta justo ante las narices de su madre y dio al conductor una dirección. Asestando sablazos a las manos de su madre, ordenó al taxista arrancar de inmediato. El taxi aceleró, levantando piedrecitas del pavimento que golpearon las piernas de la señora Reilly a través del camisón de rayón deshilachado. La señora Reilly se quedó unos instantes contemplando las luces traseras del coche y luego entró corriendo en casa para telefonear a Santa.

—¿Va usted a un baile de disfraces, amigo? —preguntó el taxista a Ignatius, cuando salieron a la Avenida St. Charles.

—Fíjese por donde va y hable cuando le pregunten —atronó Ignatius.

El taxista no dijo nada más en todo el trayecto, pero Ignatius fue ensayando su discurso en voz alta en el asiento de atrás, golpeando con el sable en el respaldo del asiento delantero para subrayar algunos puntos clave.

En la Calle St. Peter salió y oyó por vez primera el ruido, risas y canciones apagadas, aunque frenéticas, que salían del edificio amarillo de estuco de tres plantas. La casa la había construido un francés acaudalado a finales del siglo dieciocho para que albergara a su esposa, a sus hijos y a las
tantes
solteras. A las
tantes
las había almacenado en el ático, junto con los demás elementos sobrantes y los muebles menos atractivos, y desde las dos ventanitas del tejado ellas habían visto lo poco del mundo que creían que existía fuera de su propio monde de chismorreo calumnioso, labores de punto y recitados cíclicos de rosario. Pero la mano del decorador profesional había exorcizado cuantos espectros de la burguesía francesa pudieran vagar aún entre las gruesas paredes de ladrillo del edificio. El exterior estaba pintado de un amarillo canario muy brillante. Los quemadores de gas de los faroles, de bronce de imitación, instalados a ambos lados del camino de coches chisporroteaban suavemente, sus llamas color ámbar reflejadas en el esmalte negro de la puerta de entrada y de las persianas. En el pavimento de losetas, bajo ambos faroles, había viejas macetas de plantación en las que crecían y extendían sus estiletes afilados unas plantas de pita.

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