La señorita Annie metió la mano en el cuello de su bata de casa, buscando algún tirante que se le había deslizado del hombro.
—Pero voy a decirle una cosa —prosiguió—. Quiero ser justa. Ese Ignatius era un buen chico hasta que se le murió aquel perro grande que tenía. Tenía un perro muy grande que venía siempre a ladrar debajo de mi ventana. Así empecé yo a enfermar de los nervios. Luego, el perro murió. Bueno, pensé yo, puede que ahora tenga un poco de paz y tranquilidad. Pero no. Ignatius colocó el perro en el salón de su mamá con unas flores en la pata. Entonces fue cuando él y su mamá empezaron a pelearse por primera vez. La verdad es que creo que fue entonces cuando ella empezó a beber. En fin, Ignatius fue a ver al sacerdote y le pidió que viniese a decirle las oraciones al perro. Ignatius quería hacer una especie de funeral. Bueno, el sacerdote dijo que no, claro, y creo que fue entonces cuando Ignatius dejó la Iglesia. Y, en fin, se montó su propio funeral. Un chico tan grande, que ya estaba estudiando bachiller, no debería haber hecho una cosa así. ¿Ve usted aquella cruz?
El señor Levy miró lánguidamente la cruz celta que se pudría en el patio.
—Allí fue donde pasó todo. El tenía dos docenas de amiguitos por allí de pie, en aquel patio, mirándole. Ignatius llevaba puesta una capa grande, como Supermán, y había velas encendidas, muchas velas. Y su mamá daba voces continuamente desde la puerta diciéndole que tirase el perro a la basura y que entrase en casa. En fin, fue entonces cuando las cosas empezaron a ir mal por aquí. Luego, Ignatius estuvo unos diez años en la universidad. Su madre estuvo a punto de arruinarse. Tuvo que vender el piano que tenían. En fin, a mí eso no me importa. Debería haber visto usted la chica que eligió él en la universidad. Me dije: «Bueno, en fin, puede que Ignatius se case y se vaya.» Me equivocaba. Se pasaban la vida sentados en la habitación de él. Y todas las noches organizaban conciertos y discusiones. ¡Las cosas que he oído desde mi ventana! «Bájate esa falda» y «Sal de mi cama» y «Cómo te atreves. Soy virgen». Era horroroso. Tenía que tomar aspirinas las veinticuatro horas del día. En fin, la chica acabó yéndose. No es que la culpe. Tenía que ser un poco rara, de todos modos, para estar con él.
La señorita Annie buscó en dirección opuesta, intentando localizar otro tirante.
—De todas las casas de esta ciudad, tuve que venir a vivir precisamente aquí. Es tremendo.
Al señor Levy no se le ocurría ninguna razón por la que ella hubiera tenido que trasladarse a aquel sitio concreto. Pero la historia de Ignatius Reilly le había deprimido y pensaba que ojalá estuviera lejos de la Calle Constantinopla.
—Bueno —continuó la señorita Annie, ansiosa de que el público oyera su historia de sufrimiento—, este asunto del periódico es la última gota. Imagínese qué publicidad para esta calle. Si hacen ahora algo, iré a la policía y conseguiré que le encierren. No lo soporto más. Tengo los nervios destrozados. Basta con que Ignatius se dé un baño, para que parezca que va a inundarse mi propia casa. Creo que tengo todas las vías reventadas. Soy demasiado vieja. Estoy harta de ellos —la señorita Annie miró por encima del hombro del señor Levy—: Ha sido un placer hablar con usted, señor. Adiós.
Y se metió apresuradamente en su casa, cerrando las persianas de golpe. Aquella súbita desaparición confundió al señor Levy tanto como le había confundido la extraña biografía del señor Reilly. Menudo barrio. La Mansión Levy siempre había sido una barrera que le había permitido no conocer a gente como aquélla. Luego, el señor Levy vio que el viejo Plymouth intentaba atracar en el bordillo, rascando los tapacubos contra los amarres, antes de parar definitivamente. En la parte de atrás vio la silueta del señor Reilly. Una mujer de pelo castaño se bajó del asiento del conductor y dijo:
—¡Venga, chico, sal de ahí!
—No mientras no aclares tu relación con ese viejo baboso —contestó la silueta—. Creí que nos habíamos librado de ese viejo fascista degenerado. Al parecer, me equivocaba. Has estado manteniendo una relación con él a mis espaldas. Probablemente fueses tú quien le colocó allí delante de D. H. Holmes. Ahora que lo pienso, probablemente colocaste también allí a ese subnormal de Mancuso, para que se iniciara este ciclo diabólico. Qué inocente he sido, qué ingenuo. He sido, durante semanas, la víctima inocente de una conspiración. ¡Todo esto es un complot!
—¡Bájate del coche!
—¿Ve usted? —dijo la señorita Annie, desde detrás de las persianas—. Ya empiezan otra vez.
La puerta trasera del coche se abrió herrumbrosa y una bota salió y pisó el estribo. El tipo llevaba la cabeza vendada. Parecía cansado y estaba pálido.
—No permaneceré bajo el mismo techo que una mujer disoluta. Estoy sobrecogido, me siento ultrajado. Mi propia madre. Por eso me atacabas tan cruelmente. Sospecho que has estado utilizándome como chivo expiatorio para desahogar tus sentimientos de culpa.
Qué familia, pensó el señor Levy. La madre parecía una pelandusca, desde luego. Se preguntó para qué la querría aquel policía secreta.
—Cierra esa sucia boca —chillaba la mujer—. No puedes decir eso de un hombre bueno y honrado como Claude.
—Un hombre bueno —se burló Ignatius—. Sabía que acabarías así, cuando empezaste a salir con esos degenerados.
Algunas personas habían salido a las puertas de las casas. Menudo día iba a ser aquél. El señor Levy corría el riesgo de inmiscuirse en una escena pública con aquella gente incontrolable. El ardor de estómago estaba desbordando los límites del pecho.
La mujer del pelo castaño había caído de rodillas y clamaba al cielo:
—¿Qué mal he hecho yo, Dios mío? Dime, Señor. Yo he sido buena.
—¡Estás arrodillándote en la tumba de Rex! —gritó Ignatius—. Ahora dime qué habéis estado haciendo tú y ese libertino maccarthysta. Probablemente pertenezcáis a alguna célula política secreta. No es raro que me haya visto bombardeado con esos panfletos de caza de brujas. No es raro que me siguieran anoche. ¿Dónde está esa casamentera de la Battaglia? ¿Dónde está, dime? Habría que azotarla. Todo este asunto es un golpe dirigido contra mí, un plan diabólico para quitarme de en medio. ¡Dios santo! Aquel pájaro debía estar sin duda adiestrado por una banda de fascistas. Son capaces de cualquier cosa.
—Claude ha estado cortejándome —dijo desafiante la señora Reilly.
—¿Qué? —atronó Ignatius—. ¿Pretendes decirme que has estado permitiendo que un viejo te manosease?
—Claude es un buen hombre. Lo único que ha hecho ha sido cogerme de la mano unas cuantas veces.
Los ojos azules y amarillos bizquearon coléricos. Las manazas bloquearon las orejas para no tener que seguir oyendo.
—Sólo Dios sabe qué deseos innombrables tiene ese hombre. No me digas toda la verdad, por favor. Podría darme un ataque.
—¡Cállense! —gritó la señorita Annie desde detrás de sus persianas—. Están viviendo ustedes de prestado en esta calle.
—Claude no es listo pero es un buen hombre. Es bueno con su familia, y eso es lo que cuenta. Santa dice que le gusta eso de los comunistas porque se siente solo. Porque no tiene otra cosa que hacer. Si me pidiera que me casara con él en este momento, le diría: «De acuerdo, Claude». Sí, hijo, sí. No lo pensaría dos veces. Tengo derecho a que alguien me trate como es debido antes de morir. Tengo derecho a no tener que estar obsesionada pensando de dónde va a venir el dinero. Cuando Claude y yo fuimos a recoger tu ropa en el hospital y la enfermera jefe nos entregó tu cartera con casi treinta dólares dentro, bueno... eso fue la última gota. Todas tus locuras eran ya bastante cruz para mí, pero eso de que no le entregases el dinero a tu pobre mamá...
—Necesitaba ese dinero para ciertos propósitos.
—¿Para qué? ¿Para andar por ahí con mujerzuelas? —la señora Reilly se levantó laboriosamente de la tumba de Rex—. No sólo estás loco, Ignatius. Eres malo, además.
—¿Piensas en serio que ese libertino de Claude quiere casarse? —balbuceó Ignatius, cambiando de tema—. Te arrastrará de un motel apestoso a otro. Acabarás en el suicidio.
—Me casaré si quiero, muchacho. No puedes impedírmelo. Ya no.
—Ese hombre es un radical peligroso —dijo lúgubremente Ignatius—. Sabe Dios qué horrores políticos e ideológicos alberga en su mente. Te torturará o te hará cosas aún peores.
—¿Pero quién demonios eres tú para pretender decirme lo que tengo que hacer, Ignatius?
La señora Reilly miraba fijamente a su irritado hijo. Estaba disgustada y cansada y no tenía el menor interés por lo que pudiera decirle Ignatius.
—Claude no es muy listo. De acuerdo. Te lo concedo. Claude anda siempre obsesionado con esos comunistas. De acuerdo. Quizá no sepa nada de política. Pero a mí no me importa la política. Lo que me importa es acabar mis días de una forma semidecente. Claude puede ser amable y bueno, y eso no puedes serlo tú, con toda tu política y tus aires de sabio. Con todo lo que he hecho siempre por ti, lo único que tú haces es tratarme a patadas. Quiero que alguien me trate bien antes de morir. Lo aprendiste todo, Ignatius, todo, salvo cómo debe comportarse un ser humano.
—Pero tu destino no es que te traten bien —gritó Ignatius—. Tú eres una masoquista innata. Si te trataran bien, te confundirían y te destruirían.
—Vete a la mierda, Ignatius. Me has dado tantos disgustos que ya no podría contarlos.
—Ese hombre no entrará en esta casa mientras yo esté aquí. Después de que se cansara de ti, probablemente centraría sus atenciones depravadas en mí.
—Estás loco. Deja de decir tonterías de una vez. Estoy harta. Ya verás lo que es bueno, ya. ¿Dices que quieres tomarte un descanso? Ya te prepararé yo un buen descanso.
—Cuando pienso en mi querido padre muerto, que aún no se ha enfriado en la tumba —murmuró Ignatius fingiendo enjugarse lágrimas en los ojos.
—El señor Reilly murió hace veinte años.
—Veintiuno —dijo Ignatius muy satisfecho—. ¿Te das cuenta? Has olvidado a tu amado esposo.
—Discúlpenme —dijo débilmente el señor Levy—. ¿Puedo hablar con usted, señor Reilly?
—¿Qué? —preguntó Ignatius, fijándose por primera vez en el hombre que estaba en el porche.
—¿Qué quiere hablar usted con Ignatius? —preguntó la señora Reilly.
Él señor Levy se presentó.
—Vaya, así que es él en persona. Espero que no se creyera aquella historia extraña que le contó el otro día por teléfono. Yo estaba demasiado agotada para quitarle el aparato de las manos.
—¿Podemos entrar todos en la casa? —preguntó el señor Levy—. Me gustaría hablar con él en privado.
—A mí no me importa —dijo despreocupadamente la señora Reilly; miró hacia las otras casas y vio que los vecinos les estaban mirando—. Todo el vecindario está ya enterado de todo.
Pero abrió la puerta de entrada y los tres pasaron al pequeño vestíbulo. La señora Reilly posó la bolsa de papel que llevaba y que contenía la bufanda y el sable de su hijo y preguntó:
—¿Qué es lo que quiere, señor Levy? ¡Ignatius! Ven aquí y habla con este hombre.
—Madre, tengo que atender a mis tripas. Se están rebelando contra el trauma de las últimas veinticuatro horas.
—Sal de ese baño, hijo, y ven aquí. Dígame, ¿qué quiere usted de este loco, señor Levy?
—Señor Reilly, ¿sabe usted algo de esto?
Ignatius examinó las dos cartas que sacó el señor Levy de su chaqueta y dijo:
—No, por supuesto. Esta firma es suya. Salga inmediatamente de esta casa. Madre, éste es el infame que me despidió del trabajo tan brutalmente.
—¿No escribió usted esto?
—El señor González era sumamente dictatorial. No me permitía acercarme siquiera a una máquina de escribir. En una ocasión, llegó a abofetearme con toda saña porque se me desvió la vista hacia la correspondencia que él estaba redactando, en una prosa bastante horrorosa, por cierto. Yo agradecía incluso que se me permitiese limpiar sus zapatitos. Ya sabe usted lo posesivo que se muestra con esa inmunda empresa suya.
—Lo sé. Pero él dice que no escribió esto.
—Evidente falsedad. Todo lo que dice es mentira. ¡Tiene muchas caras!
—Este hombre quiere demandarnos y exigirnos mucho dinero.
—Eso lo hizo Ignatius —interrumpió con cierta rudeza la señora Reilly—. Si hay algún lío, el responsable es él El siempre arma líos, en todas partes. Vamos, Ignatius. Dile a este hombre la verdad. Venga, hijo, antes de que te rompa la cabeza.
—Madre, dile a este hombre que se vaya —gritó Ignatius, intentando empujar a su madre contra el señor Levy.
—Señor Reilly, este hombre quiere una indemnización de quinientos mil dólares. Eso podría ser la ruina para mí.
—¡Oh, qué horror! —exclamó la señora Reilly—. ¿Qué le has hecho a este pobre hombre, Ignatius?
Cuando Ignatius estaba a punto de exponer la honradez de su conducta en Levy Pants, sonó el teléfono.
—¿Diga? —dijo la señora Reilly—. Soy su madre. Pues claro que no he bebido —miró furiosa a Ignatius—. ¿En serio? ¿Eso hizo? ¿Qué? Oh, no.
Miró fijamente a su hijo que empezó a frotarse una manaza contra otra.
—Sí, bien, señor, no se preocupe, lo tendrá todo, salvo el pendiente. El pendiente se lo llevó el pájaro. Está bien. Claro que puedo acordarme de lo que me dice. ¡No estoy borracha!
La señora Reilly colgó furiosa el teléfono y se volvió a su hijo y le dijo:
—Era el hombre de las salchichas. Estás despedido.
—Gracias a Dios —Ignatius suspiró—. No podía soportar más aquel carro. Lo confieso.
—¿Qué le dijiste de mí, hijo? ¿Le dijiste que era una borracha?
—No, claro que no. Eso es ridículo. Yo no hablo de ti con la gente. Puede que él haya hablado contigo otras veces que estuvieses bajo la influencia... Puede que te citaras incluso con él, yo qué sé. Una juerga beoda en varias boites salchichescas.
—No sirves siquiera para vendedor ambulante. Qué furioso estaba ese hombre. Me dijo que le habías dado más problemas que ningún vendedor de los que ha tenido.
—No puede soportar mi visión del mundo.
—Oh, cállate, porque si no voy a darme otra bofetada —gritó la señora Reilly—. Y dile ahora mismo la verdad al señor Levy.
Qué vida tan sórdida, pensaba el señor Levy. Esta mujer trata a su hijo dictatorialmente.
—Pero si le estoy diciendo la verdad —replicó Ignatius.
—Déjeme ver esa carta, señor Levy.
—No se la enseñe. Ella lee muy mal. Le durará varios días la confusión.